viernes, 30 de diciembre de 2011

Óleo y sangre

Ilustración: Ricardo O. Benitez

Por Flor Bea

Él tenía dos ojos enormes y eran azules. Cuando lo miraba de cerca, tenía dos ojos inmensos y eran celestes con amarillo, y también tenían rayas verdes y un círculo negro de contorno, y ahí adentro estaban todos los colores y todas las rayas. Y cuando lo veía de más de lejos, eran dos ojos azules que sonreían y una boca también azul que decía palabras con olor a mar y llenaban el aire de pintas de colores. Como manchas en el aire. Yo sentía que me llovía óleo y que mi vida sacudida por él era su pincel para sus obras. También tenía pestañas amarillas que cuando yo estaba bien cerca de él me barrían las mejillas. Y si yo estaba un poco más lejos, y él igual pestañaba, simplemente lo veía pestañear desde afuera y era como que las pestañas dibujaban un arco y a mí me parecía que el sol se me caía en la cabeza y que la lluvia era la música para que biláramos. Cuando se quedaba dormido, yo me quedaba despierta toda la noche custodiando sus ojos y su boca, y como todo estaba cerrado, como la noche cerrada, todo estaba muy oscuro y silencioso. Pero él tenía algo alrededor que era más claro, y yo no sabía si eso estaba ahí o si salía de mis ojos. Después, a veces, me dormía. Y toda la luz que me llenaba la cabeza no sabía si era de mis sueños o si era de él. Pero él al rato despertaba.
Cuando existe alguien en tu vida y se amanece, es como si la vida se estirara.

Un día, vino con una valija de cuero marrón en la mano. Yo no me asusté porque el marrón del cuero era tan clarito que a mí me pareció que la valija podía ser su sonrisa cargada. Pero él apoyó la valija en el piso para tener las dos manos libres y tomar con cada una de ellas las mías. Él tenía las manos muy tibias y como afuera estaba blanco por la nieve, yo sentí en ese momento que en las palmas de las manos a mí me brotaba una selva tropical llena de monos con bananas y gente con poca ropa bailando con tambores al borde de una orilla azul. Así estaba yo, tropical, cuando él me dijo que se estaba yendo… por eso la valija... Yo, desconcertada, miré la valija que a mí me había parecido casi amarilla y la vi apoyada sobre un piso negro: no había diferencia entre el color de la valija y el del piso. Entonces levanté la mirada para buscar sus ojos.
Uno a veces cree que el otro tiene una ciudad en los ojos.

Adentro de los ojos de él yo había llegado a descubrir calles con autos, gente paseando, árboles y perros jugando, parques, vientos. ¿Era su mundo interno, era la ciudad a la que estaba yendo de viaje? Yo podría habitar esa ciudad. Cuando él me dijo que se iba, yo vi que la pupila se le había puesto inmensa y me tapaba toda esa vida. Pero como él siempre tuvo los ojos celestes como espejos, yo dudé de si en realidad todo eso negro no era yo misma en reflejo. Él se dio cuenta de que algo me pasaba y me abrazó.
En el preciso momento en que él me abrazaba, no caían rayos.

Como él era muy alto, yo apoyé mi cabeza en su pecho y fue como si me quedara dormida. Estaba tan cansada que no podía componerme ni con ese sonido fuerte que hacían sus latidos en mi oído. Es que el cuerpo se me había puesto tan blando, que me sentí como espuma. La espuma que queda sobre la arena cuando el mar ya se retiró: es el resto de algo que hubo.
En ese momento pensé que él tal vez estaba abrazando un pedazo de agujero… Dicen que hay lugares que no quedan en ninguna parte. A mí esa nada se me hizo roja: yo estaba flotando en sangre… Le hubiera explicado de los colores de él, de la ciudad de sus ojos. Pero no supe cómo hacerlo, porque a veces pienso con colores y no tengo palabras. Sin embargo, para que no se fuera, para que se quedara conmigo, me esforcé y conseguí armar una frase sólo con las palabras que nombran los colores, y creo que él no me entendió. O al menos yo me sentí muy sola. Yo no me hubiera ido nunca a ninguna parte sin él, esa era la diferencia. Pero él fue caminando de a poco dando pasos para atrás así no me daba la espalda. Y mientras se movía así, tan lento y melancólico, me saludaba con una mano que tenía una palma blanca como la nieve. Era todo lo que yo veía: blanco. Mientras yo seguía flotando en el agujero rojo hasta que no tuve más remedio que nadar hacia un lugar que ya había olvidado dónde quedaba. Porque cuando uno habita en los ojos de otro, y de pronto ya no habita en los ojos de otro, el alma se te escurre como un trapo que, así todo, sigue chorreando. Es sangre, no óleo, porque el corazón queda en el alma y el agujero en el cuerpo. 
Ese sentido de la orientación es todo lo que no he perdido.
 


sábado, 24 de diciembre de 2011

Los abrazos sanos



Por Flor Bea

Según la RAE, “Abrazar” tiene siete acepciones, de las cuales yo elijo la segunda: “Estrechar entre los brazos en señal de cariño”.
Me pareció genial en este corto alemán, ganador del Festival de Cortos en Europa, la escena en que él abraza a ella y ella está que hierve de furia, en un grito de odio, pero acaba cediendo al abrazo casi desvanecida después de la irritación, aunque también en respuesta al gesto.
Es extraño, porque la RAE nunca habla de “gesto” cuando habla de “abrazar” y mucho menos cuando habla de “Abrazo” donde sólo se limita a decir: “Acción y efecto de abrazar”. Sin embargo yo pienso en los gestos, en su sentido que trasciende lo meramente relativo a los movimientos y facciones del rostro, y el abrazo me aparece ahí. ¿Es un gesto estar echada en la cama junto a un hombre y que de pronto gire y te abrace? Sí, seguramente lo sea. Incluso, seguramente las dos cosas sean un gesto: el estar echada de perfil, luciendo las curvas para él, y el abrazo suyo. El sexo y el abrazo podría bien ser el título de un ensayo que aún no he ensayado (lo dejo para el año que viene, en este ya no llego).
Sucede que a veces sentimos que el abrazo es tramposo: que intenta tapar algo que no es sólo el propio cuerpo con el cuerpo del otro sino también poner un silencio cuando queríamos poner las palabras en un grito: ¿qué mujer no se identifica con la mujer de esa escena del corto y que hombre no con ese hombre? Sucede también que a veces estamos a la defensiva del mundo: también podríamos pensar que después del abrazo viene el futuro y ahí hay lugar a la palabra; o bien, podríamos hablar abrazados (a veces estamos sentados esperando que alguien nos extienda una mano y nos saque a hablar).
Por último, siguiendo con “cine y abrazos” (tal vez un buen título para un ciclo que tampoco he preparado) quiero celebrar la excelente escena deCopia certificada”, de Kiarostami, en la que el brillante guionista y teórico Jean-Claude Carrière en su papel de turista por Italia le dice al protagonista masculino de la película:
–[…] Iré al punto: creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti. Pero ella es crítica. No sé qué pasó entre ustedes. No lo sé y no me importa. No me concierne. Pero todos sus problemas podrían desaparecer con un simple gesto. Hazlo, vamos, no compliques más las cosas de lo que ya están.
 
En mi experiencia personal, quiero decir lo último, que me pasó a principios de este siglo: yo tenía una pareja muy estable y ya llevábamos algo más de un año juntos, o tal vez sólo meses, no lo recuerdo; el tema es que para fin de año viajamos a su ciudad, a cuatrocientos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, cenamos exquisito con su numerosa familia de clase media de campo y a las doce, con el champagne servido en las copas todos gritaron: ¡Feliz año! Y cuando yo iba a agarrar la copa para sólo alzarla a todos o tal vez chocarla con cada uno de ellos, ninguno tomó su copa, en cambio, se acercaron unos a otros y se dieron un fuerte abrazo. Fue la noche que más abrazos vi y recibí (de diferentes personas): éramos quince fácil en esa familia, y yo me conté entre ellos por varios años. Después, con movimientos similares a si estuviéramos jugando al juego de la silla, pero sin azar, cada uno volvió junto a la suya, alzó su copa y la hizo sonar contra todas las demás por encima del sonido de los petardos de afuera. Los tres o cuatro fin de años siguientes que pasé con ellos ya tenía el know how de la cuestión y era estremecedor saberlo. Hoy me estremece recordarlo.

Brindo por que en estas fiestas sepamos brindar chocando no sólo las copas: también los torzos (suavemente, tampoco andar pechando…). Brindo por que nos abracemos, despiertos y dormidos, todo el año.
¡Y por el blog y todos nuestros lectores!

sábado, 17 de diciembre de 2011

Mi vecina la asesina.

Por Maite Pil. 




En el departamento de al lado vive un chico, soltero, con una gata. Me mira con ternura, con cariño. El día que agarré la agenda (porque era lo que tenía más cerca, no porque ella encerrara un simbolismo) y la revoleé al grito de "esto no es amor", lo hice contra la pared que separa nuestras casas. Me debe haber escuchado, le debo generar una lástima medio simpática.
Yo ya no puedo identificarme con una flor o querer volverme fenómeno de la naturaleza para poder estar cerca de un hombre. El desamor me da ganas de salir a matar, no de ser rosa o clavel. O viento huracanado que entra por una ventana y observa al amante dormir y lo destapa. Y no sé para qué me serviría un pensamiento romántico y su posterior catarsis hecha poesía, o poema, o algún otro género del estilo que no sé muy bien por qué pero que se diferencia de otro muy parecido.
Analizarme el doble de años que Woody Allen es siempre una opción. Claro que tendría que renunciar al sueño de la casa propia. El problema es que después uno tiene que salir a un mundo lleno de gente de carne y hueso que no se analizó nunca y que tiene el inconsciente del tamaño de un tanque de guerra.
Hace unas semanas entré a un grupo de psicodrama. Cada vez que hablando de Él suelto la frase “Lo mato” el director me la hace representar. Entonces tengo que armar la escena del asesinato, elegir el arma, el lugar, describir la ropa que llevamos puesta. Representar ese diálogo que me lleva a la locura. A veces en la escena incluyo a otra mujer. Una rubia de pelo largo,  con los dientes perfectos, que habla cual maestra jardinera y usa plataformas y vestido vintage. Y así es que los mato a los dos. A ella la odio incluso más. Ella sabe algo que yo no sé. Ella sabe conquistarlo.
Después salgo del escenario y vuelvo al grupo ya llorando en el trayecto. Deben ser cuatro pasos. Esto de ponerme a llorar en público me tiene bastante agotada. Pero no lo puedo evitar. Me miro el jean, las zapatillas, me da vergüenza levantar la vista, me siento un varón. La última vez les conté de mi vecino y esta fantasía que tengo de que me quiere más que Él. Y que seguramente le parezca linda. Me imagino que es un hombre que podría decirme que soy hermosa mientras hacemos el amor.  Como un susurro tímido a la altura del cuello, al principio. Hasta que llegara una mañana en la que me pediría que me quedase todo el día  porque me ama. Creo que a mi vecino no le da lo mismo viajar solo en el ascensor que viajar conmigo…
Después de esa sesión me fui directo a casa, caminando, serán unas veinte cuadras. Y las recuerdo como si las hubiese volado. Nunca salgo con los pies en la tierra.
Pero llegué. En el monitor de la compu tengo pegado un post-it que dice con marcador grueso y en una cursiva espantosa: Pase lo que pase…No hagas nada!
Lo escribí hace un tiempo ya y nunca le hice caso. Salvo por esas miles de preguntas que le hice a Él y esas miles de veces en que me aseguré de que nunca me las respondiera. 

viernes, 16 de diciembre de 2011

Ráfagas y destellos

Por Flor Bea
“¿Qué papel jugó F. en esa hermosa noche? 
¿Acaso hizo algo que abrió puertas, puertas que yo volví a cerrar de un golpe? 
Trató de decirme algo. Todavía no lo entiendo. ¿Es justo que no entienda?"
 Hermosos perdedores, Leonard Cohen

1. Contornos
¿Cómo era un mechón de pelo sobre el hombro? Ese recorte de pelo con puntas brillantes por esa luz que entra por la hendija de la persiana, ese brillo digo. Sí, era así, como ver apenas la mancha negra que deja el volumen de la cara del otro. Como adivinar las facciones por la memoria. Como averiguar si tenía los ojos abiertos o cerrados con el tacto. De cada pareja que tuve, siempre supe si estaba dormido porque le conocía la respiración despierto.
¿Cómo era estar perfumada y desnuda al mismo tiempo? A veces no puedo recordar ni su mano en mi espalda, ni sus pies acariciando los míos.
Cuando yo me abrigaba debajo de sus piernas… ¿cómo era yo? Tenía la piel al ras de los huesos, tenía siempre los ojos abiertos y maquillados, no transpiraba ni en pleno verano. Me quedaba despierta vigilando su sueño, me ponía la ropa para dormir calentita y me la sacaba cinco minutos antes de que se despertara. Siempre tenía buen aliento. Jugábamos al póquer apostando frutos secos.
Así fui.
He dormido con mucho hombres y sólo de algunos he sabido su nombre. He usado el pelo corto corto y el pelo largo largo. Tuve la piel bien blanca y también muy tostada en verano.
He llorado lágrimas con forma de almendra.

2. Si lo sólido se hace agua
Tuve un departamento en el barrio de Once al que tenía que mantenerlo sola. Compré el diario y marqué con resaltador un aviso de camerara por Barrio Norte.
Quedaba sobre la calle Guido. Hice una cola de aproximadamente 38 minutos. Todas salían y comentaban: “Te entrevista un tipo, te dice que cualquier cosa te llama, capaz que hoy mismo, no sabe”. Llegó mi turno. Yo me había delinado bien los ojos. Tenía el pelo largo y un jean apretado, unos borceguíes que se usaban en esa época y una camperita que no me quedaba tan entallada pero era cortita. Le dije “Hola” y simultáneamente sonreí porque me pareció la fórmula del éxito. Me preguntó mi nombre y si tenía planes para esa misma noche, le dije que no y ahí mismo convertimos a ese día en mi primer día laboral. Año 2001. Todo era triste y violento en mi país. Yo estaba apenas entrada en los 20 años.
Duré tres noches. No me pagó ni una. A la semana conseguí otro trabajo en otro bar en pleno Recoleta. Mi jefe tenía una cara tan común que después me pareció cruzármelo por la calle el resto de mi vida. Es raro, pero cuando frecuentás un lugar por un tiempo, algo pasa. A eso de las ocho de la noche iba un tipo, siempre. Solo. Le pregunté qué iba a tomar la primera semana, después ya no hizo falta. Yo sabía su nombre y él el mío. Me triplicaba la edad. Fumaba. Hablábamos los dos del mismo lado de la barra y la mayoría de las veces nos mirábamos por el espejo que estaba detrás de las botellas de colores. Casi nunca giramos para vernos más de cerca. Una tarde helada ambos nos quedamos sin cigarros y me ofrecí a ir yo de una corrida al quiosco que estaba a pasos. Me dio su campera. Me la puse y salí. Era enorme: me colgaban las mangas, mucho; era larguísima, me tapaba las rodillas, fácil. Pero me sentí bien calentita. Un día no fue más. Listo, hay gente que dura eso. Al día siguiente conocí al hombre con el que armé una casa: la vida se juega sobre un tablero con fichas. Tuvimos una cama, una ducha y un placar lleno de ropa. Yo tenía anillos y piernas flacas. Un día él se fue y me dejó tres pescados dentro del colchón.
Nadie sabe nadar en gomaespuma.

3. Desfigurados
Hay juegos que son injugables.
Salimos del restaurante de comida armenia y fuimos hasta el coche de él que estaba estacionado a cuatro cuadras.
Dentro del auto nos pusimos el cinturón de seguridad y él no lo encendió. En cambio, apoyó su mano derecha sobre mi rodilla izquierda, suspiró y alzó su mirada llevando la cabeza hacia atrás, plegándosele la piel de la nuca.
Afuera, el chico del trapito que se supone que cuidó de (nuestro) auto mientras comíamos casi pegaba la ñata contra el vidrio en actitud de que ni se nos ocurriera arrancar sin tirarle unas monedas antes.
Él ignoraba al pibe con la alternativa del que tiene las llaves en su poder.
Suspiró y me dijo:
-Te quiero hacer una pregunta.
-…
-¿Querés venir a casa a dormir?
Hacía cinco meses que salíamos.
A veces miramos un dado y lo vemos redondo.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Un verano

Por Flor Bea

Hace mucho ya que no salgo con él. Hace mucho que lo extraño. Nunca dejo de extrañarlo, y es extraño, porque fue hace mucho. Salíamos. Era eso. Salíamos porque queríamos sólo compartirnos muestros cuerpos. Pero algo salió mal en esa primera intención porque empezamos a extrañarnos. Y entonces empezamos a salir. No era la idea: la idea era sólo desnudarnos, besarnos la desnudez entera, de verdad que entera: cada rincón y cada agujero de la desnudez de ambos. Es increíble lo bueno que es el buen sexo cuando hay mutua conciencia de buen sexo. Yo extraño su cuerpo desnudo, y también extraño todo lo que pasó, eso que no habíamos planeado pero pasó. Pasó así: un día me mandó en mensaje de texto al celular y me dijo: “Quiero cenar con vos uno de estos días, Flora”. Y yo tuve que esperar cinco minutos a que la sonrisa se me fuera esfumando y me dejara pensar qué contestarle… “vos… Flora”: empezaba a nombrarme. Y así pasó: pasamos un verano juntos y el verano pasó más caliente que todos los otros veranos que tuve, y su casa era increíble con ese aire acoindicionado y la madera del piso que cujía cada vez que dábamos pasos, bailábamos o cocinábamos ensaladas. Frescas ensaladas. Amábamos armar las ensaladas, salpicarnos la ropa limpiando la verdura o ponernos una hoja de lechuga de sombrero sólo por jugar; nunca antes de esas escenas se me había ocurrido que sonreír frente a la canilla de la cocina podía ser una acción tan feliz. Entonces un mediodía (después me lo contó) se hizo una ensalada para él solo y no le salió tan rica como cuando era para los dos. Yo nunca dejé de sonreirle. Y él a mí me decía un lunes: “¿Es verdad que reservaste para cenar conmigo el jueves” “sí” “¿y tengo que esperar hasta el jueves para verte?”. Y su voz era hermosa. Pero como una vez en particular yo rendía un examen el miércoles, esperamos hasta el jueves. Esperar es lindo, pero no tanto cuando se sabe que es sólo un verano. Un corto y caluroso verano. Porque estaba casado pero ella estaba en un largo viaje, afuera. Pero él, con paciencia, esa vez del examen me respondió “bueno, como vos digas, mi reina”. Y yo me quise desnudar en ese preciso instante y dejarme la corona puesta mientras hacíamos el amor. El amor. Dormí en la cama por dos o tres meses del lado de ella, y sólo una vez pasó que él abrió los ojos cuando se despertó (yo ya lo estaba mirando) me miró y me dijo: “con ella dormía hasta más tarde. Te movés mucho o me despertaste con la mirada”. Y se paró y se fue a la ducha solo, aunque siempre nos bañábamos juntos, y yo me sentí sola y triste y lloré en la almohada de ella. Pero prefiero no recordar esos momentos donde ella aparecía como un fantasma. Yo quería quedarme en su cama. En fin, esto ya terminó hace muchos veranos pero guardo los recuerdos más eróticos de mi vida, y las penas más tristes en mi alma, y los ruidos más crujientes de su ser, y el sabor de todas las mejores ensaladas del mundo; y guardo también sus miedos de decir lo que decía: “Te diría que te extrañé durante todo el día, pero tengo miedo de decírtelo, mejor no te digo nada, a ver si te asustás y te vas volando como una paloma”. Igual, cuando llegara el invierno yo iba a tener que volar, ¿o acaso no? “Uno nunca sabe cómo actuar”, me decía. Y yo le contestaba que sí, que uno sabe y que si no sabe se arriesga. Pero fue una mentira. Y es verdad: no, nadie sabe cómo actuar cuando la vida se comporta en ráfagas sobre la dulce liviandad que el cuerpo adquiere cuando ama.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Más amor en MonAmour

Por Flor Bea

sábado 3 DIC 15:20hs
Sala Godard (Hotel Elevage)

AQUEL MARTES, DESPUES DE NAVIDAD
de Radu Muntean
Rumania
(2010) 99min - AM13

Paul está casado con Adriana hace 10 años. Tienen una hija, un auto, un departamento y aparentan estar enamorados. Paul tambien tiene una relación con Raluca. Paul ama a estas dos mujeres, pero cuando algo imprevisto suceda, se verá forzado a tomar una decision. Sutil y aparentemente distante, pero con mucha fuerza emotiva y  sumamente intimista. Basada en un triángulo  amoroso, del cual sobra cariño y ternura pero a la vez existe mucho dolor y sufrimiento.

sábado, 19 de noviembre de 2011

En busca de la mujer ideal

Por Flor Bea


Tuve el enorme agrado de poder ir anoche a ese tan cálido lugar llamado Cineclub MonAmour a ver una película de Antonioni: “Identificación de una mujer” (1982).
Nicollo (Tomas Milian) es un director de cine que anda en busca la mujer ideal para su próxima película, aunque ni siquiera sabe de qué se va a tratar. Sin embargo, recorta caras femeninas de revistas y las cuelga en la pared de su estudio; tiene varias, pero sigue buscando. Mientras tanto, mantiene una relación amorosa con Mavi (Daniela Silveiro) que se sostiene desde la sensualidad, el sexo y… la duda: tras un viaje en auto por una carretera saturada de niebla, que obligaría a cualquier sensato a dejar de conducir (y que coloca al film, en esa larga secuencia, en el género del suspenso), Mavi se indigna con la conducta inconsciente de él de seguir viaje. Sin embargo, en la escena siguiente, los vemos reconciliados (las elipsis del film es una de sus más fuertes características); pero al rato de llegar a la casa de campo para pasar unos días, ella vuelve a sentirse mal, insegura en esa pareja,  y le pide a él que le diga que la ama. Pero él es incapaz de decírselo y le responde, a cambio, algo que a una mujer hundida en esa desazón jamás satisfaría. Resultado: ella se va y Nicollo se consigue una nueva novia (Christine Boisson), de la que parece que se dice que su mayor atributo es ser sexy, pero la relación no fluye pues él sigue obsesionado con Mavi y una situación también del género suspenso que abraza toda la película y que consiste en que, supuestamente, un hombre celoso de Mavi lo persigue constantemente a él.
Como espectadora mujer, me he identificado con los dos personajes femeninos en distintos momentos. Mientras que Nicollo no encontró ni a la mujer para su película ni a la mujer para su vida; a tal punto, que parece que no va a hacer una película sobre la mujer: cambia de género. Y entonces, esta película de Antonioni sobre la mujer (tema recurrente en él) se cierra abriendo la posibilidad en la ficción de un género absolutamente distinto.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Yo salí a hacer compras y te vi

Por Flor Bea 

Salí al barrio a hacer compras: ya me conocés, llevaba ojotas de goma y una pollera larga que me la subo por arriba de las tetas y me hace de vestido, ¿y qué? Si sólo necesitaba leche y pan. Y salí sin miedo porque vos me habías dicho que el que se iba eras vos, que te ibas no sólo del barrio; que te ibas del país me habías dicho. Y yo salí a hacer las compras y el domingo me animé a ir a un cineclub a ver 8 ½ de Fellini porque sabía que no te iba a cruzar. Ya no estaba ese miedo. Aunque yo tuviera el alma como una palta partida al medio y con lo comible ya masticado, así, vacía, sólo en cáscara, fui al cine y a hacer las compras a la mañana siguiente sin lavarme los dientes y con el pelo revuelto porque total, ¿para qué? Si lo único que necesitaba era saber que seguía teniendo piernas aunque las paltas no caminen. Pero cuando avancé por la calle Defensa me crucé con esa vidriera y quedé paralizada. Y en el hueco de la palta de mi alma retumbaron tus palabras, las últimas que me dijiste: “Me tenés inflado, me tenés inflado”. Y todas esas caritas me parecieron iguales a la tuya las veces que quise pedirte perdón pero no me animé porque sabía que estabas tan serio, enojado y… ¿flotante?

 Entonces supe que era yo el problema, que unos patos en una vidriera no tenían por qué tener nada que ver con vos, Ducky. Así que entré a una librería de la misma calle Defensa para comprar un anotador y empezar a escribir todas las cosas que siento desde que te fuiste pero te veo. Y fue ahí, en esa librería, donde volví a encontrarte. Sentí pavor. Estabas ahí y estabas como muerto, porque aunque la tanza no colgaba precisamente de tu cuello, yo imaginé que te habías ahorcado, y que lo habías hecho por vos. Entonces lloré frente a la librera y me ofreció una carilina. Pero yo sabía que el pañuelo de papel no podía absorver lo que podía absorver un pensamiento perverso y macabro del tipo de que no lo habías hecho por vos: decidí que te habías ahorcado por mí, y le sonreí a la librera (que estaba más despeinada que yo).

Logré escoger el mejor anotador y la mejor birome, de esas de tinta suave que parecen hacer bailar a los dedos. Tuve la certeza de que sería el comienzo de una pequeña carrera literaria. Es más: se me ocurrió escribir cada mañana lo soñado la noche anterior y escribir después de cada sesión de terapia lo charlado con la psicoanalista, y escribir después de la lectura de cada libro las ideas que me quedaran, y copiar de cada lectura las frases memorables. ¿Eso es creatividad o soledad? No sé si se puede ser feliz y tener ideas individualistas, y vos, Ducky escritor, siempre elegiste las palabras a mí. Así que ahora era mi turno de triunfar.
Ya le había pagado (che, sale un huevo comprar dos boludeces en una librería), pero cuando estaba saliendo te vi. Y no estabas solo. Hijo de tu buena madre, me cagaste. ¿Qué son, tus nuevos amiguitos, alguna es tu novia ahora? Si no me necesitaste nunca, ¿por qué no me lo dijiste?

Ah, y no lo digo de celosa, nada que ver, pero sabelo: las ranas son horribles. Además... ¿con cuántas? ¿Qué, ahora vas a hacerte el liberal y vas a meterte en tríos?
Yo sabía, Pato (porque de ahora en más ya no sos más Ducky, sos Pato) que yo te sobraba.

Llegué a mi casa y escribí una sola cosa sólo para justificar la compra: "No se deconstruye tan fácilmente lo que se construyó con tanto esfuerzo y amor; pero, si se deconstruye, entonces te queda una palta vacía en el alma que hace eco, eco, eco, eco, eco, eco, eco, eco, eco..." 

domingo, 23 de octubre de 2011

Los ciegos y los que queremos ver.



Por Maite Pil

En el enamoramiento se da un doble juego de miradas. No es simplemente una atracción hacia lo que vemos sino que a la vez  somos atraídos por la mirada que el otro nos devuelve. Es un juego de reflejos.
No puede existir amor si no hay un otro que esté dispuesto a devolvernos la mirada. Una mirada que nos redefine, que nos dice quién somos de un modo que nos deja fascinados
El psicoanálisis postula que el amor es siempre recíproco justamente por esto. Entendido así, creo que la mejor manera de respondernos ante la pregunta de qué es el amor, es pensarlo como un vínculo. Si hay algo de sentimental en el amor, no es un sentimiento, son dos.
Todas esas veces que creímos estar amando solos, en realidad, estábamos haciendo otra cosa. Ese sentimiento que no es compartido no puede ser nunca amor...Será deseo, tal vez.

Cómo captar la mirada del otro es una pregunta inevitable y un tanto inútil. No creo que haya forma de saberlo. Sin embargo, en los juegos de seducción se percibe algo de esto, de la importancia de la mirada. Se genera un movimiento que va del estar a la vista de a un salirse de escena. Pero no hay recetas mágicas.

Para entrar en el juego de reflejos debe haber un resto o, para decirlo en términos lacanianos: “Para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero”.
Por supuesto que esto no implica matar la conquista. Es justamente al momento de conquistar que se va creando esa imagen que le ofrecemos al otro y que después veremos reflejada. Conquistar es un reinventarse. No porque mintamos acerca de quienes somos, eso nunca se sostiene. Sino porque lo que somos es relacional.

No creo que sea azaroso que en sociedades como la nuestra, donde los vínculos están sufriendo cambios (y dificultades), emerja una  gran variedad de redes sociales que nos invitan a mostrarnos. Evidentemente la necesidad de ser visto persiste, sólo que en vez de tener un otro (real) que nos devuelve un reflejo, nos sometemos a múltiples miradas virtuales que nosotros mismos debemos completar. Y por más tentador que pueda resultar este ejercicio, el dotar a la mirada del otro con cuanta cosa deseemos, no deja de ser un acto solitario.
Hasta qué punto estas miradas virtuales llenan ese agujero no lo sé.
Pero no hay que engañarse, que aunque el amor se trate de ver y ser visto, tenemos un cuerpo que poner. 

Por Maite Pil

sábado, 15 de octubre de 2011

Amor ave y otras carnes

Por Flor Bea

Hoy quería recordarte, Amor, los huevos de pato que compramos envasados y pudimos soltar al mundo.
Por cada huevo de pato en el mundo hay una pareja.
El huevo de pato cabía perectamente en el hoyo de la palma de tu mano. Yo hice tapa con la palma de una mía. Quedó guardado el huevo de pato entre ambas manos que nos contenían.


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Si explicáramos a un científico que nosotros cabíamos enteros en un huevo de pato que guardábamos entre nuestras manos, nos echaría del mundo. Pero vos y yo vivíamos dentro de un huevo de pato, Amor, no lo olvides.

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El día de la primavera -y el canto y la brisa- cuando bailamos entre flores celestes y rojas, estábamos despintados. Es que siempre hay cadáveres lamiendo nuestras tintas.
Pero, Amor, hay silencios humilllantes: esa vez no era mi lengua quieta.
Era el kilo de lengua que compré y pinté de rojo de un lado y azul del otro. Ensuciamos todo y así todo, vos no entendiste mi cocina.

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Si la Iglesia se enterara de la vida dentro de los huevos de pato prohibiría a los patos poner huevos y antes también prohibiría. Porque quienes viven dentro de un huevo de pato se aman, Amor, enterate: se aman.

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Quedaba la posibilidad de la receta: filetear la lengua y sellarla de un lado y otro o ponerla en una olla con agua hirviedo y que se ablande, y que se ablande.
Opté por el agua hirviendo. Le puse al agua anilina para teñir la lengua y te fuiste antes de la cena porque, aun sin prisa, siempre te ibas. Siempre te ibas.
Amor, siempre te ibas, aun diciendo que todavía valía la pena perder tanto color disuelto en agua que hierve hierve y se evapora.

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Ahora que han pasado algunos días y algunos patos, me pregunto si la caca del pato que puso el huevo donde nosotros vivíamos era del mismo color que el huevo mismo. Amarilla, amarilla, tan amarilla como la diarrea del pato feo.
A pesar de todo, nadie puede cagarse en un huevo de pato. Pero todos nos cagamos en los jodidos que no nos dejan vivir, Amor, felices, en un huevo de pato.

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¿Viste que sí yo era capaz de vivir en un mundo gelatinoso? Deberías haberme creído cuando te dije  que por vos yo me tragaba hasta un pato. Pero, Ducky, yo no voy a quedarme donde estoy: esto es nada y afuera no te encuentro.

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Cuando vos y yo separamos las manos, yo lamí la baba de huevo de pato que me había quedado en la palma. Ahora todo vuelve a estar en la lengua.
Todo, que es apenas un poco de flujo espeso que no se traga ni se escupe.

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Inventemos un verbo para quedarse, pero irse, pero estar, que me lleve al lugar donde estés, o yo, Amor, no se cómo se dice seguir.

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Amor: cuando estabas sentado a mi lado y mi presencia era una babosa en sal gruesa, no era por el flujo en mi lengua del huevo perdido; era por el dolor del pato todo. Todo el pato, Ducky, el pato entero digo.
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Y al final, comprendí que pagar los patos rotos era hacer patos que vuelen y mirarlos yo desde abajo rota.

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Mi problema siempre fue no aprender a estar vacía mientras los patos vuelan y las lenguas saben sabrosas en colores.



viernes, 7 de octubre de 2011

Un corto para un finde largo

Por Flor Bea

Finde largo y con lluvia; bueno o malo, este corto nos recuerda a alguien y a uno mismo en una escena como mínimo. Y quien tiene bastante visto Uruguay, puede reconocer el faro del Cabo Polonio y otros lugares que, al menos a mí, me llenan de nostalgia.
Para llorar o reírse, cosa que a esta altura, a veces... c'est la même chose.

domingo, 2 de octubre de 2011

Lo cortés quita lo valiente.


Por Maite Pil


Flor me dijo “No te des vuelta que está Bruno”, y yo giré tan rápido que casi la pego entera a la vuelta. Es que nunca me llevé bien con las directivas.
Él me vio (hasta debo haberle dado viento con semejante giro) y me saludó con un beso en el cachete. Ese momento en que mi pómulo se apoyó contra el suyo fue muy fugaz; tan fugaz que me obligó a replantearme la concepción del tiempo. Me hubiera gustado quedarme aunque sea cinco minutos más contra su cara. 
Me preguntó cómo estaba, como se hace en la vida real, como hacen todos los mortales. “Descompensada” le hubiera contestado. El cuerpo, Dios, mi cuerpo no me respondía. Pero no le contesté la verdad, porque en la vida real nos la pasamos mintiendo. Intercambiamos tres o cuatro líneas clásicas de un saludo cordial. Qué horror, nunca me sentí tan dolida por la buena educación de alguien.
Quise prenderme un cigarrillo lo antes posible pero no encontraba el encendedor; no tenía capacidad de búsqueda. Le pedí fuego a Florencia y me dio su cigarrillo para que encendiera el mío. Intenté, pero me temblaba tanto la mano que no pude hacerlo. La miré como diciendo: “No te das cuenta de que no tengo pulso”; me leyó enseguida y me dio su encendedor Bic que, ahora que lo pienso, seguramente fuese el mío. 
Yo estaba muy nerviosa, me brotó un pudor de esos que sólo se tienen cuando no se tienen ni tantos años ni tantos amantes. En estos casos emborracharse es siempre una opción viable, pero sólo un poco, como para que al día siguiente conservase recuerdos de la noche. Quería adormecer ese calentamiento global que me recorría cada vez que él pasaba cerca de mí y yo no sabía qué cara poner o qué postura corporal adoptar.
Por suerte me gustaba cómo me había vestido; antes de salir de casa había tenido una crisis estética. Yo sabía que existía la posibilidad de que él fuera. Siempre que iba a este tipo de eventos pensaba que tal vez podía cruzarlo. Me probé, fácil, quince combinaciones diferentes de ropa. Mi casa había quedado cual escenario de pos guerra.

Fui a la barra por una cerveza y, mientras la tomaba apoyada en una de sus esquinas, pensaba qué tendría que ver la ropa con las cuestiones del amor.  O el maquillaje. O si la forma en que le besaba el cuello o que lo miraba a los ojos fuesen los culpables. Algo falló. O ese último mensaje que jamás me contestó. ¿Habrá sido el mensaje lo que terminó de separarnos?
Y él estaba ahí, parado, a metros, hablando con gente. Como si formara parte de otro universo que no es el mío. Ya no sabía de qué se trataba su vida. No quería mirarlo, cada vez lo extrañaba más. Y de pensar que me conocía desnuda, y me conocía despeinada. Me conocía cenando, desayunando, mirando tele. Lo conocía antes de irse a trabajar, lo conocía con resaca, lo conocía en la cima del placer. Pero ahí, hacíamos de cuenta que no. Toda esa intimidad permanecía anónima.
No era ni el momento ni el lugar para averiguar qué era lo que había pasado entre nosotros. Él no estaba ahí para responderme ninguna pregunta. Ese encuentro no cambiaba su silencio decidido.
Alrededor mío había una fiesta y yo no podía disfrutarla, la miraba de lejos. De la misma forma en que ahora miraba su vida desde afuera. Terminé la cerveza, me despedí de Flor y me fui. No quise saludarlo a Bruno. No pude ser cordial con el hombre que amo. 

Por Maite Pil


jueves, 15 de septiembre de 2011

La vuelta a la manija

Por Flor Bea

 “Mis pocas pertenencias, al igual que las tuyas, se contaban con dos dedos: yo tenía tu vida, y tú la mía”.
Luis María Pescetti, Cartas al Rey de la Cabina 

  Hoy a la mañana, mientras me duchaba, me di cuenta de que después de la decisión que tomaste hace dos días, vos y yo ya no vamos a estar juntos nunca más. Te creo tanto que no querés seguir con la relación, que no tengo dudas de que con vos no voy a volver a dormir. Tuve la certeza mientras me duchaba y me dio una puntada espantosa en una costilla. No se lo deseo a nadie, imagino que un preinfarto debe sentirse parecido. ¿Por qué sos tan inflexible? Nunca le creí tanto a un hombre como a vos. Sé que no te voy a tener más y eso es una pena literal. Sé que me voy a acordar cada vez que tome un café con leche de que vos lo bebías sin azúcar y voy a llorar sobre la taza; y cuando vaya al chino a comprar, me voy a acordar de que vos los imitabas y te salía casi igual y entonces voy a bloquearme y me voy a olvidar de agarrar justo eso por lo que fui y voy a comprar todas las boludeces prescindibles; y cuando esté haciendo caca, voy a extrañar que alguien me abra la puerta a propósito sólo para molestarme; y voy a amagar tomar el colectivo que me llevaba hasta tu casa cada vez que salga de la facu, entonces voy a tener que retroceder las cuadras que hice al pedo y voy a bajar al subte. Y sé que los domingos a la tarde me voy a querer convencer de que estar sola no es tan malo porque me da tiempo para ver muchas películas que tengo que analizar para la facu, pero me voy a quebrar hasta con las comedias y no voy a terminar viendo bien una mierda; y voy a comprar zapallitos para hacerlos rellenos como a vos te gustaban pero van a quedar vacíos; y voy a entrar cada mañana a despegar.com a buscar ofertas porque voy a querer dejar esta ciudad que sin vos ya no va a tener sentido, pero no me voy a animar nunca a concretar la compra, voy a retroceder en el paso 3. Voy a tener mucho miedo de salir a la calle y cruzarte, de ir al cine y cruzarte, y voy a soñar que te miro y me asfixio con un chicle que estoy masticando en el sueño y que vos no me salvás la vida. Voy a preguntarme, inútilmente, una o dos veces por día si no tendría que escribirte o decirte esto, y voy a contestarme sabia o tontamente que no. Voy a preguntarme si vas a recordarme y voy a imaginar lo que les vas a contar a tus amigos cuando te pregunten por mí, y a veces voy a imaginar esos diálogos a mi favor y cuando esté muy derrotada, los voy a imaginar en mi contra y me voy a hacer mierda y me voy a tener que esconder para que no me vean llorar en el trabajo. Y voy a leer un libro increíble de poesía y voy a pensar que ese libro existe en el mundo sólo para que yo te lo regale a vos, pero voy a dejarlo en mi biblioteca y voy a llorar, y voy a llorar, y después a releerlo y de nuevo llorar. Y voy a decirte una cosa aunque no te la diga sino que me la diga a mí misma o al aire o al pedo y es que yo tenía la certeza de que había que levantarse cada mañana a darle una vuelta a la manija porque si no solo no iba a funcionar, y que era hermoso dar la vuelta cada mañana porque, aun cuando la manija estaba pesada, quedaba el músculo dolido sólo con ese dolor dulce del ejercicio físico que es para bien. Y que después de dar la vuelta a la manija, había que sonreír y, al mismo tiempo, entender seriamente que el mundo se acaba en la palma de la mano del otro, y comportarse en función a esa verdad absoluta que es la finitud, y esto no es pesimismo pero tampoco un chiste. Ah, y por cierto, voy a extrañar a tus vecinos, voy a extrañar tus toallones que eran mucho más suaves que los míos, voy a extrañar tu colchón de resortes no como el mío que es de gomaespuma, voy a odiarte, y voy a hablar con mi cara en el espejo jugando a que es la tuya y a decirle mi amor teníamos que intentarlo porque descubrir que el gesto que hacés con la nariz significa que estás nervioso me costó un huevo y ahora se convierte en un dato al pedo, y voy a pasar la yema del dedo por el espejo a la altura de mis lágrimas y voy a decirte no llores, pero después me voy a acordar de que tengo que odiarte no amarte, entonces voy a discutir con mi reflejo-vos y te voy a escupir la cara, pero en verdad voy a terminar con el limpiavidrios en la mano limpiando mi botiquín, sola, como una pelotuda.

viernes, 2 de septiembre de 2011

En las profundidades

Por Flor Bea


¿Cuántas veces nos hemos preguntado en la adolescencia si acaso eso que tanto nos acongojaba en ese momento no importaría nada de nada en este mundo, si después pasaría, si ni se sentiría, si se recordaría apenas? Yo me lo he preguntado. Es más, recuerdo tener dieciséis años y, sentada a la mesa de la cocina de la que aún es la casa de mi madre, con una pena y dos pancitos, preguntarle a ella: “Ma, ¿todo pasa?”. Pero lo que yo aún no sabía era que la respuesta no pasaba por ella sino que un día, como sucede con casi todo en la adolescencia, yo sola me iba a levantar como de un resorte y a decir: “No, no pasa. Tengo que salir yo a hacer de esto que duele en mi vida otra cosa, porque si no en quince años va a seguir doliendo; esto que está pasando no pasa”.
Es a esa certeza de que hay cosas que realmente tienen peso e importancia y por las cuales hay que moverse, a la que llega Oliver Tate (Craig Roberts) en la inolvidable “Submarine”, y es tan fuerte el sentimiento de la certeza que, bruscamente, abre la puerta del dormitorio de sus padres para informarles que lo que hoy le importa le va a seguir importando a los 38. Sí, parece que en la adolescencia los padres pueden estar ahí de receptores. Eso que importa a Oliver se llama Jordana.
En cuanto comienza la película, Oliver se nos presenta y nos dice: “No sé muy bien lo que soy todavía”. Y hacia el final, tal vez siga sin saber muy bien lo que es pero sí tiene algo muy claro: no quiere que nada cambie cuando, paradójicamente, todo –en mayor o menor medida- ya ha cambiado, pero queda todo lo cambiado por conservar o por revertir, depende de si se quieren aceptar los nuevos estados o recuperar los perdidos. En cuanto a Jordana (Yasmin Paige), claramente, será recuperar. Recuperar ese noviazgo que había comenzado a pasar, a pesar de que Oliver no sabía bien cómo hacerlo: “He estado tomando mi deber de novio seriamente. Anoche leí el libro Sólo quiero lo que es mejor para ti”. Para cuando la película está finalizando, Oliver expresa que siente que ha crecido. Y va a correr detrás de lo que él quiere para decubrir que, a veces, esa persona que se nos presenta de espaldas, siempre de espaldas, oculta y misteriosa hasta en los sueños, gira y es ella misma dándonos la cara.

La película termina, funde a azul (como lo hace en ciertas ocasiones anteriores entre secuencia y secuencia) y sobre el color del mar se imprimen los créditos mientras suena Piledriver Waltz y yo tengo la certeza de que él llega a mi casa, se para al borde de mi cama y me trepo a su cuerpo, abrazándolo con mis piernas por su cintura; entonces, no necesito zapatos cómodos porque me quedo a upa suyo hasta que la canción termina, empieza nuestra noche, y yo también así estoy bastante bien.

viernes, 26 de agosto de 2011

Completud pasajera*

Por Flor Bea


Yo iba caminando por una de esas calles de La Boca que parecen que son dos calles pero es una sola con un nombre compuesto y un nexo copulativo que los une. Como si se llamara Pis y Mear, pero otra cosa; de hecho, no eran palabras relativas a lo urinario sino que creo que es el apellido compuesto de un escritor del S. XIX, pero tampoco estoy muy seguro. Hacía un frío de cagarse; iba re puteando porque en La Boca con ese Riachuelo tan cerca debe de hacer como tres grados menos. Para peor, yo tenía una campera de jean con corderito adentro pero un corderito gastado, y encima es medio corta. El punto es que hacía un frío de cagarse y había una baranda a mierda que no se podía creer. No sé si venía de los soretes de las veredas o del río hecho mierda ese que tenemos ahí y que se ofrece al otro río, al de turistas, que corren por el caminito. Yo iba, entonces, mirando el empedrado y no sé por qué carajo iba recitando partes de la obra de teatro que me quedaron grabadas y se me reproducían en la mente contra mi voluntad: “¿Alguna vez se te ocurrió que estás buscando en el lugar equivocado?”, por ejemplo. No avanzaba a paso apurado porque me chupaba un huevo llegar tarde, para qué mentir. Tenía que llegar a un teatro under a retirar parte del vestuario y de la escenografía que habíamos utilizado para representar una obra de Sarah Kane; a mí me había tocado el papel de A. Yo iba a cargar en un bolso lo que había usado yo y una amiga, M en la obra, pero el resto no pensaba llevarlo, tampoco de burro de carga iba a hacer. Los demás también podían acercarse a buscar lo suyo cuando quisieran. No era de garca, es que en el bolso todo no iba a entrar. Además, me sentía como el reverendo culo: no era sólo el frío de re cagarse y el olor a mierda, era algo más que tenía metido como el personaje de Sarah Kane y peor incluso. Y para sentirse peor que un personaje de Sarah sí que hay que estar realmente como todas las mierdas juntas. Era una angustia del carajo, llamémoslo por su nombre. Una soledad que me helaba los huesos, una nostalgia enviada sólo para mí por el mismísimo diablo. Y me cago en la concha de mi madre, venir a sentirme así un martes al mediodía en vez de irme con ánimos normales a Constitución a comerme un sándwich de vacío, venía rezando yo mientras caminaba mirando el empedrado. Ahora que lo pienso, capaz que ni era La Boca, era Barracas, pero qué mierda me importaba a mí en medio de semejante vacío. Yo no recordaba la última vez que había amado a una chica. Y se me venía el parlamento de A de nuevo a la cabeza: “retenerte en la cama cuando te tengas que ir y llorar como un bebé cuando realmente te vayas”. Cuando llegara a mi casa me iba a hacer una tremenda paja, sí, ¿y pero con eso qué? Y mi ex, a veces pienso que ya no existe. Los noviazgos siempre me parecieron como películas; no porque me duraran dos horas pero sí por su estructura de principio nudo y fin. Y tampoco me duraron tanto además. Y después los recuerdo como películas, como ¿te acordás de esa con Nicolas Cage en pedo?,  como si fuera lo mismo que autopreguntarme ¿te acordás cuando fuiste con ella a la playa y comían un durazno que chorreba sobre la arena? En eso iba pensando en medio de la mierda que flotaba, en mi pasado que ni recuerdo y en mi personaje de la obra que no soy yo, en eso, o sea, dicho en criollo: en mi vida vacía. Cuando, de pronto, como salida desde debajo de un adoquín, apareciste. No sé de dónde saliste, solcito, ¿me podés decir de dónde saliste? Apareciste adelante, casi obstruyéndome el paso y me preguntaste “¿vos sos el actor de Crave, del teatro de la otra cuadra?”. Así me lo preguntaste, recuerdo exactamente tus palabras y hasta la coma, por eso la escribo. Pusiste una coma después de Crave. Qué linda que sos, hablás con comas. Tenías los ojos más hermosos que yo haya visto en mi vida; no es tanto por el color ni por las hermosas pestañas, era esa mirada. Te juro que me penetraste con la mirada y entonces fue como que yo te penetré a vos. Te sentí desnuda, la piel suave, pezones marrón clarito, estoy seguro que sos de esas mujeres que tienen los pezones claritos. Yo te pasé la lengua por cada uno de tus pezones y tus ojos se emocionaron de placer. Fue el mejor orgasmo que tuve en mi vida. Yo… yo quería preguntarte si vos sentiste lo mismo. Si en esos segundos que duraron nuestras miradas haciendo el amor mientras se suponía que yo por lo menos tenía que estar pensando qué contestarte o simplemente contestarte “sí, soy yo” vos también tuviste un orgasmo, o algo parecido, no sé. Eso te quería preguntar. Un orgasmo en el alma. No quiero ser obsceno o guarango, no te estoy preguntando si te mojaste, no estoy hablando de eso. Con que me digas lo que te pasó de la cintura para arriba está bien, porque en esa zona están tus pechos y tu alma y tus ojos y estoy seguro que todo pasó  ahí.
Después te sonreí y te dije “jajaj, gracias” y seguí caminando, consumiendo más y más mierda.
No sé cómo explicártelo, pero sos la mujer que más me dolió en la vida, y aunque seguro no leas mi blog y por ende nunca leas este relato, flaca, yo quería decirte que si pudiera encontrarte no te mezquinaría nada de amor, ¿entendés? Te diría que sos hermosa aún cuando decirte eso me hiciera sentirme a mí el tipo más feo del mundo. Pero si vos no llegás a leer este blog, o si lo leés pero yo no me entero que lo leés, cosa que prácticamente sería lo mismo, entonces yo seguiré vacío.
Ah, pido perdón a mis lectores que están acostumbrados a leer mis post sobre fútbol y teatro, pero necesitaba hablarle a esta piba.

*Estimados lectores de Esdomingoynotengonovio, quise escribir con narrador masculino para jugar un poco con las voces y pensar como un hombre por un rato y hacer ese ejercicio… y otros. Quiero jugar, quiero jugar y por sobre todo, quiero no jugar sola. Con ustedes juego, y esto lo digo en el mejor de los sentidos del juego, en el mismo que digo que quiero jugar. Ojalá juguemos todos juntos (no estoy proponiendo una orgía, eh).

martes, 16 de agosto de 2011

Más acá de la infidelidad.

Por Maite Pil





Cuando hablamos de infidelidad generalmente nos referimos a una práctica sexual por fuera de la pareja. ¿Es esta la única forma de ser infiel?
Yo creo que la infidelidad, a diferencia de lo que asumimos comunmente, es otra cosa.
Hay que remontarse a los comienzos de cada pareja para entender qué reglas se van estableciendo implícitamente. Por empezar, toda pareja antes de consolidarse como tal fue otra cosa, un tipo de relación menos comprometida. Y a veces, no menos comprometida amorosamente, sino que tal compromiso no es de facto. Lo peligroso de las relaciones es, justamente, que al momento de delimitar qué es lo permitido, y qué no, es el momento en el cual uno más enamorado está. Más dedicado, más entusiasmado, más solícito.
E incluso antes de esto, antes de ese mágico momento en que los dos se limpian las babas mutuamente (que es hermoso, por cierto), antes de eso, hay un momento en que nadie sabe casi nada del otro. Y aparece, surge, una punzante sensación de amenaza.
Si la cosa viene más o menos bien, la amenaza va cediendo paulatinamente y comienza el enamoramiento pleno, coordinado. La correspondencia.
“No quiero que estés con otros(as) hombres/mujeres” o “No me interesa estar con nadie más que vos”: son formas de proponer noviazgo…se usan bastante. Y es cierto, en ese momento se siente así. Y la amenaza desaparece. Porque la amenaza, al fin y al cabo, es la incertidumbre por el deseo del otro.
Perfecto, llegamos a correspondernos. Nos amamos.
¿Por qué? ¿Cómo lo sabemos? Porque nuestro deseo se corresponde con el deseo del otro.
Ahora, ¿puede el amor depender de este deseo? Yo creo que no.
Además del deseo del uno por el otro, de ese deseo que nos invade y nos pone la sangre espesa, debe haber alguno más. Otra cosa; un algo que esté más allá del uno y del otro. Un deseo que haga las veces de factor común entre dos personas que nunca van a poder desearse, de aquí a la eternidad, como lo hicieron cuando creían que el otro lo era todo.
El amor debería ser eso. Un deseo más allá del cuerpo y de la sexualidad. Un diseño de vida que vaya por encima de lo amenazante que es el otro con su deseo a cuestas.
Es por esto que creo que la infidelidad es otra cosa. La infidelidad es dejar de pensar la vida con ese otro que la planeamos, es dejar de creer en esa felicidad a la que se apostaba. Abandonar esa filosofía que se construye con un poco de cada uno, con  códigos en común, guiños, tiempos, proyectos.
Es jodido de lograr, no es fácil defender al amor cuando uno se obsesiona tanto con el deseo y la fidelidad (mal entendida).
Hay que poder ver más allá, e incluso, a veces, hay que cerrar los ojos. 

Por Maite Pil


miércoles, 3 de agosto de 2011

De los celos y otros demonios

Por Flor Bea

“[…] Albucius Silus se casó en primera nupcias con una sabina, ciudadana romana, Spuria Naevia. […] a Spuria Naevia se le había puesto en la cabeza que su esposo conocería el placer sólo con ella, o bien que le describiría las mujeres de las cuales gozaba y los lugares donde le gustaba ir cuando sentía el deseo de acariciar un cuerpo más joven y con formas más agradables que el de su esposa. Exigió que le contara detalladamente las maneras, las circunstancias, los progresos, los precios, los júbilos. Él cedió a sus demandas cuando se volvieron violentas. Luego se arrepintió. […]. Spuria Naevia decidió poco después que él anotara el relato de los placeres para poder empaparse de ellos, medirlos, rivalizar […]. Como era de esperar, ella comenzó de inmediato a reprocharle la menor palabra y la menor coma de más o de menos; exigió comentarios minuciosos; multiplicó las sospechas; lo acusó de complacerse en la escritura del recuerdo. […]. Al final de la noche […] se negaba a entregársele hasta no haber recibido unas explicaciones que ocupaban el resto del día. Quiso que no escribiera más. […] Estaba celosa de la bisabuela de Albucius porque él la había amado en su niñez y porque conservaba piadosamente su compotera […]. Estaba celosa de las prostitutas, de los jovencitos, de las matronas que venían a escucharlo, de los fantasmas, de la brizna de romero que a él le gustaba restregar entre los dedos, de las arrugas que rodeaban sus ojos, de la disposición y limpieza de su toga, de los olores que sólo ella percibía en sus miembros, en su culo. […] estaba decidida a vedarle la posibilidad de soñar”.
Albucius, Pascal Quignard. 
Después de citar a Pascal Quignard me animo menos a escribir. Y no lo cito, justamente, para escribir poco porque ando con poco tiempo. Todo lo contrario. Lo cito para vencer mi timidez, o mis miedos. No sólo de escribir. Sino también de verme a mí misma como a Spuria o como a Albucius. En ese estado del amor desbordado en el que uno le pide al otro información que después no sabe administrar el que la obtiene y no sabe amasar el que la brinda. Es sorprenderte reconocer que siempre estamos al borde de no estar. Habría que preguntarse hasta qué punto contar una anécdota privada, vivida ya hace un tiempo, con una o más personas diferentes a la del interlocutor que tenemos ahora enfrente en suerte, se parece más o menos a la realidad o a la ficción. Cuánto de eso es una fábula con uno mismo. Y si acaso saláramos el relato como si fuera un plato de risotto, ¿en contra de quién iría esa sal a punto de convertirse en hipertensión?
O dicho en criollo: el que no sintió celos alguna vez por una compotera, que tire la primera piedra (guarda, a la cara no).
Hay que aprender a jugar. Me parece que los mejores juegos son los que no hablan con mímica pero que al tiempo aborrecen la verborragia. Para vomitar palabras, vomitemos conejos. Son más suaves en su pelaje.
Por último: no sé quién fue el idiota que dijo que “soñar no cuesta nada”, seguro que Spuria Naevia no y los laboratorios de sedantes, somníferos o ansiolíticos tampoco. Pero yo propongo preocuparnos más por el propio sueño. Porque bien que cuando la diarrea es ajena, nadie muere de ganas de estar en ese culo y cagar tan líquido.