Ilustración: Ricardo O. Benitez
Por Flor Bea
Él tenía dos ojos enormes y eran azules. Cuando lo miraba de cerca, tenía dos ojos inmensos y eran celestes con amarillo, y también tenían rayas verdes y un círculo negro de contorno, y ahí adentro estaban todos los colores y todas las rayas. Y cuando lo veía de más de lejos, eran dos ojos azules que sonreían y una boca también azul que decía palabras con olor a mar y llenaban el aire de pintas de colores. Como manchas en el aire. Yo sentía que me llovía óleo y que mi vida sacudida por él era su pincel para sus obras. También tenía pestañas amarillas que cuando yo estaba bien cerca de él me barrían las mejillas. Y si yo estaba un poco más lejos, y él igual pestañaba, simplemente lo veía pestañear desde afuera y era como que las pestañas dibujaban un arco y a mí me parecía que el sol se me caía en la cabeza y que la lluvia era la música para que biláramos. Cuando se quedaba dormido, yo me quedaba despierta toda la noche custodiando sus ojos y su boca, y como todo estaba cerrado, como la noche cerrada, todo estaba muy oscuro y silencioso. Pero él tenía algo alrededor que era más claro, y yo no sabía si eso estaba ahí o si salía de mis ojos. Después, a veces, me dormía. Y toda la luz que me llenaba la cabeza no sabía si era de mis sueños o si era de él. Pero él al rato despertaba.
Cuando existe alguien en tu vida y se amanece, es como si la vida se estirara.
Un día, vino con una valija de cuero marrón en la mano. Yo no me asusté porque el marrón del cuero era tan clarito que a mí me pareció que la valija podía ser su sonrisa cargada. Pero él apoyó la valija en el piso para tener las dos manos libres y tomar con cada una de ellas las mías. Él tenía las manos muy tibias y como afuera estaba blanco por la nieve, yo sentí en ese momento que en las palmas de las manos a mí me brotaba una selva tropical llena de monos con bananas y gente con poca ropa bailando con tambores al borde de una orilla azul. Así estaba yo, tropical, cuando él me dijo que se estaba yendo… por eso la valija... Yo, desconcertada, miré la valija que a mí me había parecido casi amarilla y la vi apoyada sobre un piso negro: no había diferencia entre el color de la valija y el del piso. Entonces levanté la mirada para buscar sus ojos.
Uno a veces cree que el otro tiene una ciudad en los ojos.
Adentro de los ojos de él yo había llegado a descubrir calles con autos, gente paseando, árboles y perros jugando, parques, vientos. ¿Era su mundo interno, era la ciudad a la que estaba yendo de viaje? Yo podría habitar esa ciudad. Cuando él me dijo que se iba, yo vi que la pupila se le había puesto inmensa y me tapaba toda esa vida. Pero como él siempre tuvo los ojos celestes como espejos, yo dudé de si en realidad todo eso negro no era yo misma en reflejo. Él se dio cuenta de que algo me pasaba y me abrazó.
En el preciso momento en que él me abrazaba, no caían rayos.
Como él era muy alto, yo apoyé mi cabeza en su pecho y fue como si me quedara dormida. Estaba tan cansada que no podía componerme ni con ese sonido fuerte que hacían sus latidos en mi oído. Es que el cuerpo se me había puesto tan blando, que me sentí como espuma. La espuma que queda sobre la arena cuando el mar ya se retiró: es el resto de algo que hubo.
En ese momento pensé que él tal vez estaba abrazando un pedazo de agujero… Dicen que hay lugares que no quedan en ninguna parte. A mí esa nada se me hizo roja: yo estaba flotando en sangre… Le hubiera explicado de los colores de él, de la ciudad de sus ojos. Pero no supe cómo hacerlo, porque a veces pienso con colores y no tengo palabras. Sin embargo, para que no se fuera, para que se quedara conmigo, me esforcé y conseguí armar una frase sólo con las palabras que nombran los colores, y creo que él no me entendió. O al menos yo me sentí muy sola. Yo no me hubiera ido nunca a ninguna parte sin él, esa era la diferencia. Pero él fue caminando de a poco dando pasos para atrás así no me daba la espalda. Y mientras se movía así, tan lento y melancólico, me saludaba con una mano que tenía una palma blanca como la nieve. Era todo lo que yo veía: blanco. Mientras yo seguía flotando en el agujero rojo hasta que no tuve más remedio que nadar hacia un lugar que ya había olvidado dónde quedaba. Porque cuando uno habita en los ojos de otro, y de pronto ya no habita en los ojos de otro, el alma se te escurre como un trapo que, así todo, sigue chorreando. Es sangre, no óleo, porque el corazón queda en el alma y el agujero en el cuerpo.
Ese sentido de la orientación es todo lo que no he perdido.