lunes, 5 de diciembre de 2011

Un verano

Por Flor Bea

Hace mucho ya que no salgo con él. Hace mucho que lo extraño. Nunca dejo de extrañarlo, y es extraño, porque fue hace mucho. Salíamos. Era eso. Salíamos porque queríamos sólo compartirnos muestros cuerpos. Pero algo salió mal en esa primera intención porque empezamos a extrañarnos. Y entonces empezamos a salir. No era la idea: la idea era sólo desnudarnos, besarnos la desnudez entera, de verdad que entera: cada rincón y cada agujero de la desnudez de ambos. Es increíble lo bueno que es el buen sexo cuando hay mutua conciencia de buen sexo. Yo extraño su cuerpo desnudo, y también extraño todo lo que pasó, eso que no habíamos planeado pero pasó. Pasó así: un día me mandó en mensaje de texto al celular y me dijo: “Quiero cenar con vos uno de estos días, Flora”. Y yo tuve que esperar cinco minutos a que la sonrisa se me fuera esfumando y me dejara pensar qué contestarle… “vos… Flora”: empezaba a nombrarme. Y así pasó: pasamos un verano juntos y el verano pasó más caliente que todos los otros veranos que tuve, y su casa era increíble con ese aire acoindicionado y la madera del piso que cujía cada vez que dábamos pasos, bailábamos o cocinábamos ensaladas. Frescas ensaladas. Amábamos armar las ensaladas, salpicarnos la ropa limpiando la verdura o ponernos una hoja de lechuga de sombrero sólo por jugar; nunca antes de esas escenas se me había ocurrido que sonreír frente a la canilla de la cocina podía ser una acción tan feliz. Entonces un mediodía (después me lo contó) se hizo una ensalada para él solo y no le salió tan rica como cuando era para los dos. Yo nunca dejé de sonreirle. Y él a mí me decía un lunes: “¿Es verdad que reservaste para cenar conmigo el jueves” “sí” “¿y tengo que esperar hasta el jueves para verte?”. Y su voz era hermosa. Pero como una vez en particular yo rendía un examen el miércoles, esperamos hasta el jueves. Esperar es lindo, pero no tanto cuando se sabe que es sólo un verano. Un corto y caluroso verano. Porque estaba casado pero ella estaba en un largo viaje, afuera. Pero él, con paciencia, esa vez del examen me respondió “bueno, como vos digas, mi reina”. Y yo me quise desnudar en ese preciso instante y dejarme la corona puesta mientras hacíamos el amor. El amor. Dormí en la cama por dos o tres meses del lado de ella, y sólo una vez pasó que él abrió los ojos cuando se despertó (yo ya lo estaba mirando) me miró y me dijo: “con ella dormía hasta más tarde. Te movés mucho o me despertaste con la mirada”. Y se paró y se fue a la ducha solo, aunque siempre nos bañábamos juntos, y yo me sentí sola y triste y lloré en la almohada de ella. Pero prefiero no recordar esos momentos donde ella aparecía como un fantasma. Yo quería quedarme en su cama. En fin, esto ya terminó hace muchos veranos pero guardo los recuerdos más eróticos de mi vida, y las penas más tristes en mi alma, y los ruidos más crujientes de su ser, y el sabor de todas las mejores ensaladas del mundo; y guardo también sus miedos de decir lo que decía: “Te diría que te extrañé durante todo el día, pero tengo miedo de decírtelo, mejor no te digo nada, a ver si te asustás y te vas volando como una paloma”. Igual, cuando llegara el invierno yo iba a tener que volar, ¿o acaso no? “Uno nunca sabe cómo actuar”, me decía. Y yo le contestaba que sí, que uno sabe y que si no sabe se arriesga. Pero fue una mentira. Y es verdad: no, nadie sabe cómo actuar cuando la vida se comporta en ráfagas sobre la dulce liviandad que el cuerpo adquiere cuando ama.

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