domingo, 30 de agosto de 2020

El placer de enojarse.

 





Por Maite Pil. 


Estabas enojada entonces no te quise molestar, me dijeron hace poco. Como si el enojo femenino fuese una ocupación, algo que conviene no interrumpir, que requiere espera. Como una masa a la que hay que dejar reposar para que se produzca el efecto deseado. Qué difícil que es enojarse siendo mujer. Es decir, qué difícil que es defenderse de aquella mirada que coloca a nuestro enojo en un lugar de pura efusividad, vaciándolo de todo contenido. Eso me enoja más, que el enojo tape al motivo, que el enojo sea la excusa perfecta para no hablar de aquello que lo produjo. E, incluso, que lo invalide. 

¿Podemos las mujeres enojarnos? ¿Hay espacio para esa manifestación sin ser colocadas en un lugar "loco"? No siempre. Todavía tenemos que pagar el precio de ser desestimadas, vaciadas de contenido, y reducidas a una mera emocionalidad. 

Pienso, entonces, aunque a muchos de ustedes no les guste que haga distinciones de género, que hombres y mujeres no nos enojamos de la misma manera. O que, tal vez, hagamos con el enojo cosas distintas. Que el enojo de un hombre se traduzca en violencia, ha sido naturalizado durante siglos. Y no me refiero a la violencia de género, que sería un capítulo aparte, por supuesto, sino a un modo de dirimir diferencias: las guerras, el batirse a duelo, o el encontrarse en la esquina para cagarse a trompadas. Ahora bien, ¿qué pasa cuando la violencia no es una opción? La mayoría de las veces, emerge el silencio. 

Las mujeres, por otra parte, que nunca hemos hecho, en términos generales, patrimonio de la violencia o la fuerza, -y no porque no seamos capaces de producirlas- tratamos de convertir al enojo en enunciado. Un enunciado que, casi siempre, intenta cumplir -¿satisfacer?- dos funciones: la del desahogo (es decir, la manifestación propia de la emoción) y la de la comunicación (que apunta a solucionar o resolver el conflicto). Que no es más, ni menos, que lo que vulgarmente suele llamarse reclamo

Reclamar, en el siglo XXI, es pecado. Es lo peor que podés hacerle a alguien. Y ni siquiera se trata del contenido que, a veces, simplemente puede consistir en marcarle que revise tal o cual cosa. No se puede. Se vive como algo insoportable, injusto, invasivo. Esa vieja idea de que el derecho de uno termina cuando empieza el derecho del otro, se deshizo para dar lugar a una idea de derechos que ni siquiera se disputan, contradicen, o tocan, entre sí. 

Somos sujetos con plenos derechos. Somos sujetos de goce. Nos estamos perdiendo el placer. 





domingo, 9 de agosto de 2020

Los asintomáticos.





Por Maite Pil


    El otro día compartí en Facebook el siguiente posteo: Hace muchos años un ex se enojó porque hice fideos con manteca para cenar. "Si no tenías ganas de cocinar, me lo hubieras dicho". No tenía ganas de cocinar, es verdad, resolví, y en ese resolver estaba el gesto. No se puede comer un manjar todos los días. Los manjares son excusas para evitar la intimidad.

    Me llamó bastante la atención lo que pasó con las reacciones. Porque, en verdad, la anécdota no era más que el vehículo que yo encontraba para decir lo que quería decir, sobre lo que quería pensar: la intimidad y los gestos. Sin embargo, lo que se leyó fue otra cosa; se leyó una indignación de mi parte, casi una denuncia sobre un machirulo que no cocinaba. Y no era para nada eso. Qué acostumbrados que estamos a ubicar al malo del relato.

Lo rico, lo lindo, lo especial, en una pareja, o en un vínculo que, tal vez, está en vías de serlo, en algún momento ceden para dar paso a otras cosas, a otro tipo de gestos, los de la intimidad. Esforzarse por hacer un manjar todos los días es tan improductivo como el miedo a la primera discusión, por ejemplo. Sin embargo, son momentos imprescindibles para fundar otro modo de relacionarse. No se puede escenificar todo para el Instagram. El otro no es una cámara de fotos.


    Ahora, ¿qué es la intimidad? Y para responder(me) esto voy a hacer un rodeo. De un tiempo a esta parte vengo percibiendo que las preguntas sobre el amor o, mejor dicho, los conflictos sobre encontrar al amor sufrieron un corrimiento. La angustia, la incógnita sobre el amor, ya no es si uno es capaz de amar o qué síntoma se le juega a uno ahí, sino cómo puedo hacer para enamorarme de alguien que no me produzca síntomas ¡Lo cual es una locura! Y yo misma caigo en esta trampa, es muy difícil no hacerlo cuando estamos, ya no rodeados, inmersos en un discurso que nos asegura que existe un amor asintomático y que es al que debemos aspirar. ¿O no es eso lo que nos dicen con el "si duele no es amor"? Qué nos garantiza, además, esto: que nadie tenga una demanda para hacer.

    Por eso creo que la intimidad podría ser, o podría pensarse como, un espacio donde opera la compasión. En el sentido en que podemos leerlo en "La insoportable levedad del ser": saber vivir con otro su desgracia (...) el arte de la telepatía sensible.

    Por supuesto que cuando no hay compasión la demanda se vuelve insoportable, lo que le pasa al otro es una arbitrariedad, un capricho, o peor, un acto dirigido a jodernos. ¡Justo a mí me viene a hacer esto! Y es en ese justo a mí que se evidencia que no hay reaseguro contra el propio síntoma.

    Siempre va a doler, con todo lo que eso implica. Pero si se construye una intimidad compasiva, si el dolor, o el síntoma, encuentra su alivio allí mismo donde se produce, seguramente duela menos.





domingo, 19 de julio de 2020

Los pulcros.






Por Maite Pil. 

Cada vez más noto cómo se van instalando consignas morales respecto de los vínculos. En las redes sociales son de lectura cotidiana, prácticamente. Hace un rato leí que alguien compartía lo siguiente: Si no sabés lo que querés, no le desordenes la vida a otro. 
¡Como si alguien pudiera saberlo! Pero, además, lo que esconde la frase, de alguna manera, es la desafectación de uno de los actores. Hay un malo y un otro que padece los efectos. También podemos advertir esto mismo con la idea de lo "tóxico". 

Hace unos meses atrás me pasó que una persona me dijera "tenemos una relación tóxica". Yo quedé pasmada, no podía creer que alguien de mi círculo utilizara semejante expresión. Además, y para peor, no me estaba queriendo decir eso. Me estaba acusando a mí, no había de su parte una participación activa en eso que estaba delimitando como tóxico. 

Es una lástima que, en tiempos en donde es tan importante poder echar luz a las prácticas sociales y vinculares que se fundan en la desigualdad, haya gente que, a priori, adopte la postura de que están del lado correcto. Una de las ventajas de ser un neurótico, común y corriente, es que no somos ni buenos ni malos. En general, hacemos lo que podemos; con lo que tenemos y con lo que nos falta. 

Por supuesto que cuando una amiga, un amigo, o incluso yo, en medio de un enojo, una frustración, nos referimos a alguien como un hijo de puta, yo no me pongo a explicar, a pensar, que bueno, que hay elecciones, que hay responsabilidades subjetivas, imposibilidades, etc. Acompaño. Forma parte de cualquier duelo. El problema es cuando esa postura ya no se trata de una etapa a superar dentro de un proceso, sino un modo reactivo de pensar al otro. 

Es curioso cómo hay gente que construye una idea del otro, lo arma como sujeto en función a un vínculo determinado, pero, después, una vez desarmado el vínculo, esa idea del otro insiste. Hace un tiempo atrás me contactó una chica para decirme que fulano, con quien yo interactuaba en las redes, había hecho tal cosa y tal otra con ella. Por supuesto que nada de lo que me contaba constituía un delito, ni siquiera, una actitud inapropiada per se. Sin embargo, eso que me contaba me incomodaba, no sólo porque yo no tenía ganas de juzgar, o de tomar postura, sino, además, porque me estaba mostrando a alguien que yo no conocía ni iba a conocer jamás. Ese sujeto, el que habló con ella, no tenía nada que ver con el que hablaba conmigo.


Creo que hay que desconfiar un poco de la pulcritud aplicada a las relaciones y acercarse más a la experiencia. Dejarse tomar por lo subjetivo, valorar lo intransferible de cada vínculo. Y, en última instancia, dejar de disfrazar el miedo a lo íntimo en un peligro real. 





domingo, 12 de julio de 2020

Absurdo.







Por Maite Pil. 


Este fin de semana sufrí algunos tropiezos. Diversos, contextuales. Y, como alguna vez escuché por ahí, sentí que se me posó una nube negra en la cabeza. No es la primera vez que me pasa, así que me fui armando, a lo largo de los años, una suerte de caja de herramientas para utilizar en estos casos. Son básicas y no fallan, lo mismo que un martillo, bah: alcohol, pastas y comedias románticas. 

Mientras me disponía a ejecutar aquello viejo conocido, me crucé con un posteo de Facebook que rescataba dos palabras, dos sentidos, que yo, claramente, había perdido de vista: Ternura y sensatez. 

Eso que leí me llegó como una suerte de revelación, como una intervención psicoanalítica. Es que esas dos cualidades no son nunca cosas que se dan, plausibles de no ser recuperadas. Son, más bien, principios, modos de transitar experiencias. Supongo que hay algo del orden de la entrega que se ve exacerbado por los soportes tecnológicos. Mandamos y recibimos. Pero no podemos echarle la culpa a las apps de nuestras neurosis. Ninguna comunicación, del orden que sea, puede fundarse en la lógica del conteo. Sólo un miserable, en todas sus acepciones, puede seguir esa regla. 

Qué tentador es ser miserable. Sobre todo en una sociedad que, de alguna manera, festeja tu miserabilidad, la felicita, la alienta, la disfraza de triunfo, de poder. Las tecnologías no tienen la culpa, pero sí le allanaron el camino a la creación de un nuevo sujeto, mucho más conveniente, funcional, uno que se potencia - que produce y consume- en soledad. 

Tal vez por ésto la década de los noventa haya sido la última gran década romántica del cine. Un cine que no resultaba inverosímil al presentar una historia de amor consumada en un día. Que sabía perfectamente que lo absurdo no contaba, ni cuenta, para el amor. 










domingo, 5 de julio de 2020

Los mandamientos.











Por Maite Pil. 


Hace poco más de un mes vi una película que me recomendaron, de Doris Dörrie, "Nadie me quiere". Es un film de 1994, pero con una narrativa, un ritmo, y un humor, ultra actuales (sacando, por supuesto, el contexto de una Berlín en pleno proceso de desarrollo y suburbanización pos caída del muro). A mí la película me encantó, pero, inmediatamente, pensé en que había algo del personaje que, probablemente, sería mal visto en este presente: su conflicto es, fundamentalmente, un conflicto amoroso. Quiere formar una pareja.

A los días de verla, me cruzo con una nota en Filo News, de Jessica Bladdy, donde hace una crítica de la serie "Love life". No vi la serie, honestamente, pero me llamaron la atención dos cosas que allí puntúa como inverosímiles de la trama. La primera, que se trate - la protagonista, Darby Carter - de una mujer capaz que sólo se preocupe del amor y ningún otro aspecto de su vida. Y, la segunda, haciendo referencia a una escena particular: "(...) cuesta tragarse que en el año 2020, lo primero que atestiguamos de Darby es un comportamiento cuasi infantil cuando lo único que espera es esa llamada de Augie, después de la primera noche que pasaron juntos".  
¿Por qué nadie me avisó que este año abolieron la ansiedad y el entusiasmo? Debo haber parecido una idiota. 

En esta línea de devaluar el deseo amoroso, colocarlo en un lugar menor, también está Luciana Peker. Eso, al menos, entendí yo al leer la nota que publicó hace unos días en Infobae, "Solas: las ingobernables que disfrutan de una vida plena sin compañía". Una nota en donde sólo se plantean dos escenarios posibles: Tener una pareja aburrida y de mierda, o sea, ser una infeliz de a dos, o ser re cool e independiente, sola. Me parece una cagada. 

Hay que habilitar una tercera vía: la de poder pensar a una mujer independiente que pueda integrar todos sus deseos. Porque una de las cosas con las que sí concuerdo con L.P. es que la mujer soltera levanta sospechas. Lo que pasa es que ahora la sospecha está invertida. Mientras que antes se entendía a la soledad femenina como una desgracia, ahora se entiende a la búsqueda del amor como una debilidad. Ni una ni la otra me parecen acertadas. 

Porque, en definitiva, pensar al amor como algo que amenaza la integridad, y la independencia, de una mujer, es subestimarnos. Y, también, una forma sutil de obligarnos, una vez más, a tener que explicar por qué queremos lo que sea que queramos. Como diría Luisa Albinoni, tengo las bolas llenas. 









domingo, 21 de junio de 2020

Mujer on demand.









Por Maite Pil. 


A propósito del día del padre, me puse a pensar en cómo, madres y padres de mi generación, estamos atravesados por un ideal de familia posmoderno, neoprogresista y feminista. Hace treinta años atrás, a una mujer separada se la pensaba de otra manera, se la pensaba desvalida, perjudicada,  pobre, sola con los chicos, no sé cómo hace. Ahora, muy por el contrario, se pone en valor otro aspecto: el tiempo sin los hijos. Qué bueno que te separaste, tenés días para vos
También el rol del padre se ha visto modificado, ya no estamos frente a hombres que no saben qué hacer con sus hijos, que se resisten a habitar el mundo infantil, más bien, todo lo contrario; son padres híper lúdicos que se desembarazaron de la figura estrictamente autoritaria. 

Pero no todo lo que brilla es oro, siempre hay conflictos. Algo que hablo mucho con mis amigas, las que también son madres, es cómo hacer para poder encarnar ese rol de madre/mujer, ese que tenemos por ideal, sin sentirnos culpables o, simplemente, sin sobreactuarlo. Recuerdo, cuando trabajaba en relación de dependencia, encerrarme en el baño de la oficina a llorar porque me estaba perdiendo un acto escolar de mi hija. Y, en esas situaciones, la angustia es doble. No sólo no puedo estar con ella sino que la elección que me lleva a perderme eso (ser independiente, que mi vida no se reduzca a ser madre, tener otras responsabilidades igualmente válidas, etc.) no alcanza para mitigarla, no es suficiente. Angustia la angustia. 
Este es un punto que me parece interesante para pensar, al que le dedico mucho tiempo: no estoy obligada a hacer uso de todos mis derechos. Ni como mujer ni como madre. Parece una obviedad, pero no creo que lo sea. Y otro aspecto no menor: una elección no es solamente ganancia, también hay pérdida.

Hay un deber ser, que se desprende de algunas corrientes feministas, que puede resultar un tanto aplastante. Que nos exige actuar en la intimidad aquello que se reclama y se defiende en el ámbito público. Lo paradójico de esto es que anula subjetividades y nos vuelve a llevar a una trampa, la de (otra) mujer hegemónica. La obligación, en todo caso, como actores sociales, radica en no abandonar la lucha colectiva. 

Por eso me parece central desarrollar en el territorio habitado, que es íntimo pero también político, espacio para el deseo, el propio, aunque cueste, aunque desentone, aunque nos enfrente con contradicciones irresolubles. Porque, en definitiva, toda lucha es una lucha por la felicidad y la libertad.

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domingo, 7 de junio de 2020

A las corridas.










Por Maite Pil.

Ahora en CABA está permitido salir a hacer actividad física por las noches. Perfecto, a mí no me cambia en nada, pensé. Hasta que empecé a leer en las redes sociales que era la ventana de oportunidad perfecta para salir a tener encuentros amorosos. Y me angustié, peor incluso que la angustia, sentí miedo. Porque entonces ya no es que estamos todos en la misma. Se me vino la imagen de miles de amantes a las corridas, en busca de un poco de placer, tocando puertas ajenas. 
Ahora, ¿será realmente así o se tratará, simplemente, de una fantasía que queda en el plano virtual, una máscara que posibilita la transgresión?

Me pregunto, además, cómo funcionaría. Me imagino la situación, un primer encuentro en este contexto, me coloco en ella, yendo a la casa de un muchacho. Estoy en la entrada del edificio con el barbijo puesto. ¿Cuándo se supone que me lo tengo que sacar? ¿Antes de que abra la puerta, cuando lo veo salir del ascensor, o arriba después de haberme lavado las manos? Y si me lo saco arriba, ¿lo saludo con un beso cuando salgo del baño o ya fue? 
De por sí una primera cita no es fácil, ¿encima esto? 


Más allá de lo ridículo de la escena, porque todas las citas lo son, lo que verdaderamente me interesa pensar es otra cosa: cómo lograr el pasaje de un otro como potencial portador del virus, a un otro para la intimidad. 
Porque, en definitiva, es eso lo que da miedo, estar frente a lo íntimo. 

domingo, 31 de mayo de 2020

La muerte le sienta bien.







Por Maite Pil.

Ayer pensaba en cuánto extraño ese impulso que se cobra después de una separación. Por supuesto que al principio es todo angustia y dolor. Pero después viene la mejor parte, esa en la que resignificás tu vida. Hay algo del orden de lo vital que emerge con una potencia alucinante ¡Hasta sentís que podrías hacer un CBC cualquiera de la UBA! Porque no pasa sólo por el aspecto estrictamente erótico y amoroso que, claro, sí, también se revitaliza, es mucho más abarcativo. 

Ya con esta idea dándome vueltas, entré a ver un vivo de dos psicoanalistas. No tenía idea de qué iban a hablar, honestamente, pero me pareció un buen plan pandémico. Y me encontré con algunas nociones sobre el duelo, la finitud, y el valor de la palabra, que me hicieron entender por qué eso que yo llamo impulso pos separación me sucede. Nunca deja de llamarme la atención cuando cosas así pasan, cuando uno viene pensando en algo y todo alrededor pareciera saberlo, como si el mundo se dispusiera a hablarnos. Entendí, entonces, que a mí separarme me funciona como un tipo de muerte. No en un sentido dramático, ojo, no es el me quiero morir que se balbucea entre mocos y lágrimas. Es la muerte de un modo específico de transitar la vida, de una serie de códigos y rituales, de un lenguaje íntimo. Cuando todo eso muere, puedo volver a conectar con la vida, es decir, me vuelvo deseosa. 


Y me pregunto si podré transformar esta cuarentena en un tipo de muerte. Si podré matar la vida que venía teniendo, algunos aspectos de ella, al menos, y reconvertirla en deseo, en impulso. Hubiera preferido que no se me ocurriera, odio tener ideas optimistas, pero sospecho que llegó el momento de morir una vez más. 

domingo, 10 de mayo de 2020

De adictos y viciosos.






Por Maite Pil


De adictos.

Si algo no vi venir esta cuarentena, fue el desabastecimiento de cigarrillos. Imaginé, y lo sigo haciendo, todo un año de limitaciones, que mi hija pase a primer grado sin poder egresar del jardín, por ejemplo. Me planteo muchos escenarios, algunos angustiosos y otros absurdos. Pero lo de los cigarrillos me agarró desprevenida. Aunque su repercusión me sirvió para pensar algunas cosas. Sobre todo cómo prendió este tema en aquellos que creen que dejar de fumar es un acto puramente volitivo y que todos los seres humanos aspiramos a la mejor versión de nosotros mismos. Qué gran oportunidad para dejar de fumar, se podía leer en diversos lugares

¿Es, acaso, alguna vez, oportuna la salida de una adicción? Y, yendo un poco más lejos, ¿por qué siempre tenemos que andar capitalizando crisis y convirtiéndolas en oportunidades? ¿Por qué esta pandemia nos debe volver mejores? 

Yo no creo que este virus sea funcional al capitalismo ni, tampoco, que le presente demasiada batalla. El virus irrumpió, punto. Después se verá cómo se comporta, sus consecuencias, en cada sociedad; no va a impactar de la misma manera en EEUU que en Alemania, o que en Argentina. Cada comunidad verá de qué forma lo resignifica desde un punto de vista sociológico y psicológico.

Ahora bien, hay algo que, en mayor o menor medida, sucedió en todos lados: es un virus que democratizó la inacción. Desnudó que, a fin de cuentas, ser improductivo no es tan grave. Que todos tenemos derecho, y espacio, aunque no lo percibamos, a no hacer nada. Y hay un derecho que es, todavía, más fundamental y supremo: el derecho a fracasar. Y acá me refiero a fracasar, simplemente, como el reverso del éxito. Se nos exige ser exitosos, que hagamos algo con nuestras limitaciones, que seamos resilientes. O sea, que no atendamos nuestras angustias, ni nuestro cansancio, y que sigamos generando riquezas, produciendo. No vaya a ser cosa que ese artificio llamado rutina se nos caiga a pedazos y reflexionemos sobre la existencia. 


De viciosos. 

Hace varios años atrás, se desató una polémica respecto a la tarjeta SUBE, ¿se acuerdan?. Que el Estado va a saber dónde estamos, que es una herramienta de control, y la mar en coche. Ahora corren con la misma suerte, acá y en otros países, todas las apps que se están implementando para monitorear la propagación de la enfermedad. Tal vez asistamos a una época donde no sólo se necesite redistribuir riquezas, sino, también, redistribuir información.

El control de los individuos es algo que existió siempre, algunas veces adopta formas más sutiles y comerciales y, otras veces, mediante órganos o instrumentos del Estado. Personalmente, considero que hay que actualizar las nociones que tenemos sobre intimidad, individualidad, control ciudadano, lo público y lo privado. No podemos pensar la actualidad bajo la mirada de los teóricos del siglo XX. Hay que dejar de citar a Foucault por una década, al menos. 

Lejos de sentirme espiada, a mí me encanta que google sepa que ayer estuve buscando recetas de sopa de calabaza y que hoy me ofrezca otras tantas, me facilita la vida. Porque, convengamos, tampoco es que llevemos vidas tan interesantes. Lo que me sorprende es que la misma gente que hace de su vida un minuto a minuto en redes sociales, se queje, vea con recelo, que el Estado le pida información. Supongo que ese sujeto es el narcisista, por excelencia, de la época.   
Como diría Slimobich: "El narcisismo se define por ocultar (...) una persona tiene grandes ideas, va con sus grandes ideas guardadas en algún lugar (...). El actor necesita la dimensión del sacrificio (...), que es una entrega, un discurso, un vínculo social, es todo lo contrario al narcisismo". 

domingo, 19 de abril de 2020

Culpando al virus.





Por Maite Pil. 

Es casi imposible que el domingo siga teniendo, en plena cuarentena, esa impronta que lo caracteriza, ese ritmo melancólico, la pesadez propia de estar al borde del lunes. Era lindo tener un día reservado a la reflexión y a la añoranza. Al retiro, a la resaca, al sillón. A la familia, a la siesta permitida, a las facturas por la tarde. En cuarentena, creo yo, ningún día es domingo, al contrario de lo que piensan muchos. El domingo representa un final y un comienzo inminente. Ahora, todo es un continuo, una sucesión de días más o menos inútiles. 
El domingo supone una jornada de duelo, de angustia. Es, también, un día para el deseo, porque algunos neuróticos funcionamos un poco así, bajo amenaza de que todo acabe, y, en ese sentido, hacía las veces de nuestra propia pandemia privada, nuestro propio apocalipsis; nos enfrentaba con el absurdo de la vida, pero, también, nos brindaba una segunda oportunidad, la oportunidad de prometernos mejores decisiones para la semana entrante.

Qué difícil, además, que es escribir sobre amor, sexo y vínculos en este contexto. El aislamiento nos ha empobrecido la vida, también, en este sentido. Aunque, en mi caso, creo que muchas de las limitaciones que ahora reconozco como compartidas, ya estaban presentes en mí desde antes. Y no debo ser la única, pero bueno, quién soy yo para pincharles el globo diciéndoles que, sin coronavirus, tampoco iban a enamorarse o a coger tan fácilmente. 

Esta realidad nos toma, nos aliena, con lo que ya éramos y con lo que ya teníamos. Entiendo que la tentación es muy alta, la tentación de empezar a elucubrar neuróticamente sobre que si no fuera por la pandemia, nuestro presente sería otro. Y está bien, como primera medida defensiva es, por lo pronto, aceptable. Es una forma de poner al deseo a servicio de la frustración, del enojo. No es poco.  

No estoy tan segura de que sean tiempos óptimos para estar en análisis, aunque hayan salido todos los psicoanalistas, como locos, a hablar de las sesiones online. Sí creo que, aquellos que pasamos por esa experiencia, tenemos alguna que otra herramienta a mano. Porque, a fin de cuentas, tal vez el psicoanálisis no cure, pero nos vuelve sujetos más sensatos. Y, entonces, ya no culpamos a un virus de todo. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Una pandemia de ¿amor?







Por Maite Pil. 



El domingo pasado, cuando me enteré de que iban a suspender las clases, me enojé. El lunes estuve todo el día a las puteadas, el martes, también. El miércoles me angustié y, para cuando decretaron el aislamiento obligatorio, ya estaba entregada. No siento ansiedad, no tengo planes ni fantaseo con hacer cosas para cuando volvamos a la rutina. Tampoco me prometo cambios para cuando todo termine, ni ando romantizando la vida como la conocía hasta antes de todo esto. No estoy pendiente de las fechas, es más, pienso que todo puede extenderse más allá de lo imaginable. Considerar esa opción me tranquiliza. Ejercer mi maternidad me entrenó en este sentido, como ya lo he dicho en otras oportunidades. Me enseñó a ser impotente sin volverme loca. 

Estuve leyendo varios artículos sobre la sexualidad en tiempos de pandemia. Y me causaron un poco de gracia, algunos, debo decir. Pareciera que muchos se olvidaron de que antes tampoco teníamos el encuentro con un otro garantizado. De hecho, era una queja constante: se puede y no se quiere. Pero bueno, supongo que los seres humanos funcionamos un poco así, necesitamos de ese obstáculo externo para convencernos de que sin él todo sería diferente y mejor. 
También están los que consideran a la masturbación como una forma útil de suplantar el acto sexual. Y se creen revolucionarios por escribir sobre eso. A mí me parece lo contrario, de hecho. Se justifica una práctica que no necesita justificación alguna. Y, además, se reduce la sexualidad a una suerte de mecanismo de descarga. 


Estamos frente a una situación atípica, inédita. Estamos todos arrebatados, se nos impuso otro mundo, otra realidad. Una que pulveriza al sujeto capitalista. Ese que cree que todo lo controla y que acopia recursos materiales para establecerse sus propias reglas y prescindir del otro, o para hacer del otro un instrumento más. En este sentido, pienso que este presente, de limitaciones, miedos e incertidumbres, se le parece bastante a experimentar el amor. 

domingo, 1 de marzo de 2020

Señales.






Por Maite Pil. 

Hace un tiempo atrás, una mujer muy allegada a mí, me dijo que iba a tener una cita con un hombre que había conocido mediante una app. Como estaba medio paranoica, con esto de los machos asesinos, me avisó que iban a ir a Magno, de Caballito, y me pasó el celular del señor en cuestión. Y, además, me pidió que la contactara, en algún momento de la noche, para corroborar de que estuviera viva y a salvo.

Yo, obediente y responsable, le mando un whatsapp. Me figura una sola tilde. Bueno, a veces tardan en caer. Pasa el tiempo, sigue en una tilde. La llamo, no atiende. Espero, la llamo por whatsapp, nada. Mando otro mensaje, nada. La vuelvo a llamar, nada. La llamo y le mando whatsapp, todo al mismo tiempo, nada. Me pongo histérica. Nada. Lo llamo a él, nada. Es una pesadilla. Justo el día que me toca asistirla, la matan. Los llamo a los dos al mismo tiempo, a uno desde el teléfono fijo y al otro, desde el celular, nada. 
Llamo a su casa, suena, suena, contestador. Ni dejo mensaje, para qué. Llamo a las amigas, a las que conocía, al menos, para que me ayudaran a llamar más veces y más seguido. Capaz, entre todas, hacíamos explotar algún celular. Pero no. Nadie atendía, los mensajes no llegaban y todo se presentaba como un silencio mortal. 

Decidí llamar al bar. Le expliqué a la chica que me atendió la situación, que una persona iba a tener una cita ahí, con un hombre, que me pidió que la contactara porque no quería ser asesinada y que no me atendía el celular ni me contestaba los mensajes, y que necesitaba saber si la habían visto. Me pidió el nombre, la descripción y me hizo esperar en línea mientras recorría los dos pisos y el patio. Cree que la encuentra; escucho de fondo,  disculpame, creo que tengo un llamado para vos, tu nombre es ...

- ¿Hola?
-Hola, pelotuda, hace dos horas que te quiero contactar. Me decís que te hable y no contestás el celular.
-No hay señal acá, ni me enteré, está todo bien.
-Andá a cagar, a esta altura esperaba que estuvieras muerta. 

Me sentí defraudada. No es que le deseara la muerte, pero cómo puede ser que todavía haya bares sin señal. ¿No deberían estar prohibidos? Me arruinaron la noche. Me acordé de la alineación de planetas y pensé en la ubicación de las antenas. Y cualquiera puede estar ahí, donde no llega lo que se ofrece. Se da por sentado y se ignora en iguales cantidades. Con razón tenemos tantos analistas. Buenos Aires está llena de agujeros.  

miércoles, 22 de enero de 2020

Es el capital, estupide.




Por Maite Pil. 




Era mi día libre y quería ver una película que me atrapara, que me resultara fácil, que no me perturbara demasiado. Vi varias aquel día, que no vienen al caso, algunas malísimas, pero una de ellas, hoy, decantó. "Bombshell" o "El escándalo", (Jay Roach, 2019), que aún no se estrenó en cines acá, me dejó un parloteo interno, más ético y moral que cinéfilo. 
De su estética no tengo nada que decir, bah, nada que reprochar. Casi todo el film transcurre entre sets de televisión y con mujeres coquetas. Está bárbaro que hayan mantenido eso, colores vivos, ritmo narrativo al palo y outfits de comedia. Es que no es un drama. Bueno, sí lo es. Pero el film muestra cómo el drama puede inmiscuirse en ambientes donde la fotografía no acompaña. Que no le hayan bajado la graduación al color, ni hayan pretendido darle un tono sepia, o sombrío, a las escenas de abuso, es lo que había que hacer, si se quiere ser verídico, claro.  
Por supuesto que el propósito narrativo de la película es contar que muchas mujeres han sido abusadas por su jefe en la FOX. Destapar esa olla, pasar alguna factura o pagar un pecado, capitalizar el momento y hacer una gran película pochoclera sobre el asunto. 
Lo que me resulta interesante, verdaderamente, es cómo el film, creo, sin siquiera proponérselo, plantea en qué escala de valores nos manejamos los individuos y cuáles son los aspectos que consideramos vulnerados. 
No quiero spoilear mucho, pero, digamos que, la mayor parte del abuso consiste en un abuso de poder: si no hacés tal cosa no vas a tener tal otra (lo que querés). Y claro, en la configuración del esfuerzo, en la idea de la meritocracia, el sexo ha sido excluido, entonces si se lo hace, es con culpa y rechazo. O no se lo hace, y se fracasa. 
Las mujeres que accedieron a dicho intercambio, lo callaron, y no renunciaron a los privilegios. Jamás pensaron en la idea de que aquel acto convalidaba otro, y, en algún punto, hasta fantasearon con que a otra no se lo pediría, porque ellas eran lindas, especiales, merecidas. 
Son víctimas, claro, porque se vieron obligadas a elegir bajo condiciones arbitrarias y obscenas. Y no las juzgo, en absoluto. Yo he hecho más por menos. 
El sexo, ¿dejará de ser un arma de negociación? ¿O será que el placer adquiere una forma sexual para inmiscuirse en los negocios? Si viviéramos en otro tipo de sociedad, ¿chuparíamos una pija si no quisiéramos? 
Esto es lo que pasa cuando se vive bajo un régimen capitalista, triunfalista, meritrocrático e individualista: nos comemos un pijazo. 

domingo, 5 de enero de 2020

Nuevos son los años




Por Maite Pil

Empezó el año. Y no hace falta ser un optimista para sentir, aunque sea con disimulo,  que nuevas oportunidades y cambios vendrán. Los humanos nos vivimos inventando finales y comienzos que, paradójicamente, nos permiten eludir la idea de finitud pero, también, la idea de continuo.
Hay algo insoportable, insostenible, en lo continuado, se traga la noción de futuro; es habitar un constante tiempo presente.
En la película "Gegen die wand"(Fatih Akin, 2005), el protagonista tiene un intento de suicidio fallido y el médico que lo atiende le dice: no hace falta matarse para terminar con su vida. Me gusta esa frase, no habla de un renacer, no es pretenciosa ni destila esperanza . Y él, que es un muerto en vida, ¿qué hace? Va y se enamora. Obvio, qué otra cosa iba a hacer un tipo normal, que no es joven ni talentoso, para experimentar algo que lo sacara de esa serie monótona, vulgar y hostil.
El amor y el deseo son las experiencias humanas más democráticas. En ese sentido, coincido plenamente con las palabras que Pino Solanas supo pronunciar alguna vez: Dios tuvo la grandeza de, junto a la creación, descubrirle al hombre y a la mujer el goce, que es un derecho humano fundamental. En esta vida de profundos sacrificios, ¿no va a ser un derecho? ¿Y qué derecho tiene el pobre, además? Si en la crisis brutal que vive la Argentina, de una crisis en otra,  no le queda, por lo menos, el derecho de amarse.
No por nada el amor ha sido bandera de diversas revoluciones. No se trata, creo yo, como pregonaba el hippismo, de amarlos a todos. Ni creo que se trate de amar a los animales, o que las mujeres nos amemos entre sí por el simple hecho de compartir genitales. Con esto no digo que esas banderas estén mal, pero creo que es bastante más simple o, mejor dicho, más íntimo. Hay una paradoja que habita toda causa que es la estetización. No es algo que, necesariamente, genere la causa en sí, sino que el propio sistema va haciendo imagen y mercado de todo aquello que se le opone. Sí es responsabilidad de los diferentes movimientos cómo interpretan las resistencias, e incluso, las trampas, a las cuales se enfrentan.
Muchas veces, estos dos últimos años, me sentí extrañada, y una pizca anacrónica, llevando adelante este blog. pero hoy entiendo a esa incomodidad de otra forma. Creo que tener un espacio que hable de amor,  sexo y  equívocos heterosexuales, suma. No soporto la idea de que el amor propio lo pueda todo. Y odio la frase que dice: Si duele, no es amor.
Nací en 1987, pasé 5 años de mi vida esperando que la nana Fine se case con el Sr. Sheffield, las femme fatale son mis heroínas y Drew Barrymore me parece gorda. Tengo mis focos machistas, claramente. También sé anular enchufes, pintar paredes y cargar peso por la escalera caracol. Si no hago estos balances, me matan.
Es domingo y no tengo novio no representa la ausencia de un varón. Es una metáfora sobre la ausencia de goce, sobre el aburrimiento y la adaptación plena al sistema. No sea cosa que un domingo no descansemos y e lunes rindamos poco. Es domingo y no tengo novio es la inconformidad, la intriga y la búsqueda de una mujer.