Por Maite Pil
De adictos.
Si algo no vi venir esta cuarentena, fue el desabastecimiento de cigarrillos. Imaginé, y lo sigo haciendo, todo un año de limitaciones, que mi hija pase a primer grado sin poder egresar del jardín, por ejemplo. Me planteo muchos escenarios, algunos angustiosos y otros absurdos. Pero lo de los cigarrillos me agarró desprevenida. Aunque su repercusión me sirvió para pensar algunas cosas. Sobre todo cómo prendió este tema en aquellos que creen que dejar de fumar es un acto puramente volitivo y que todos los seres humanos aspiramos a la mejor versión de nosotros mismos. Qué gran oportunidad para dejar de fumar, se podía leer en diversos lugares.
¿Es, acaso, alguna vez, oportuna la salida de una adicción? Y, yendo un poco más lejos, ¿por qué siempre tenemos que andar capitalizando crisis y convirtiéndolas en oportunidades? ¿Por qué esta pandemia nos debe volver mejores?
Yo no creo que este virus sea funcional al capitalismo ni, tampoco, que le presente demasiada batalla. El virus irrumpió, punto. Después se verá cómo se comporta, sus consecuencias, en cada sociedad; no va a impactar de la misma manera en EEUU que en Alemania, o que en Argentina. Cada comunidad verá de qué forma lo resignifica desde un punto de vista sociológico y psicológico.
Ahora bien, hay algo que, en mayor o menor medida, sucedió en todos lados: es un virus que democratizó la inacción. Desnudó que, a fin de cuentas, ser improductivo no es tan grave. Que todos tenemos derecho, y espacio, aunque no lo percibamos, a no hacer nada. Y hay un derecho que es, todavía, más fundamental y supremo: el derecho a fracasar. Y acá me refiero a fracasar, simplemente, como el reverso del éxito. Se nos exige ser exitosos, que hagamos algo con nuestras limitaciones, que seamos resilientes. O sea, que no atendamos nuestras angustias, ni nuestro cansancio, y que sigamos generando riquezas, produciendo. No vaya a ser cosa que ese artificio llamado rutina se nos caiga a pedazos y reflexionemos sobre la existencia.
De viciosos.
Hace varios años atrás, se desató una polémica respecto a la tarjeta SUBE, ¿se acuerdan?. Que el Estado va a saber dónde estamos, que es una herramienta de control, y la mar en coche. Ahora corren con la misma suerte, acá y en otros países, todas las apps que se están implementando para monitorear la propagación de la enfermedad. Tal vez asistamos a una época donde no sólo se necesite redistribuir riquezas, sino, también, redistribuir información.
El control de los individuos es algo que existió siempre, algunas veces adopta formas más sutiles y comerciales y, otras veces, mediante órganos o instrumentos del Estado. Personalmente, considero que hay que actualizar las nociones que tenemos sobre intimidad, individualidad, control ciudadano, lo público y lo privado. No podemos pensar la actualidad bajo la mirada de los teóricos del siglo XX. Hay que dejar de citar a Foucault por una década, al menos.
Lejos de sentirme espiada, a mí me encanta que google sepa que ayer estuve buscando recetas de sopa de calabaza y que hoy me ofrezca otras tantas, me facilita la vida. Porque, convengamos, tampoco es que llevemos vidas tan interesantes. Lo que me sorprende es que la misma gente que hace de su vida un minuto a minuto en redes sociales, se queje, vea con recelo, que el Estado le pida información. Supongo que ese sujeto es el narcisista, por excelencia, de la época.
Como diría Slimobich: "El narcisismo se define por ocultar (...) una persona tiene grandes ideas, va con sus grandes ideas guardadas en algún lugar (...). El actor necesita la dimensión del sacrificio (...), que es una entrega, un discurso, un vínculo social, es todo lo contrario al narcisismo".
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