domingo, 19 de julio de 2020

Los pulcros.






Por Maite Pil. 

Cada vez más noto cómo se van instalando consignas morales respecto de los vínculos. En las redes sociales son de lectura cotidiana, prácticamente. Hace un rato leí que alguien compartía lo siguiente: Si no sabés lo que querés, no le desordenes la vida a otro. 
¡Como si alguien pudiera saberlo! Pero, además, lo que esconde la frase, de alguna manera, es la desafectación de uno de los actores. Hay un malo y un otro que padece los efectos. También podemos advertir esto mismo con la idea de lo "tóxico". 

Hace unos meses atrás me pasó que una persona me dijera "tenemos una relación tóxica". Yo quedé pasmada, no podía creer que alguien de mi círculo utilizara semejante expresión. Además, y para peor, no me estaba queriendo decir eso. Me estaba acusando a mí, no había de su parte una participación activa en eso que estaba delimitando como tóxico. 

Es una lástima que, en tiempos en donde es tan importante poder echar luz a las prácticas sociales y vinculares que se fundan en la desigualdad, haya gente que, a priori, adopte la postura de que están del lado correcto. Una de las ventajas de ser un neurótico, común y corriente, es que no somos ni buenos ni malos. En general, hacemos lo que podemos; con lo que tenemos y con lo que nos falta. 

Por supuesto que cuando una amiga, un amigo, o incluso yo, en medio de un enojo, una frustración, nos referimos a alguien como un hijo de puta, yo no me pongo a explicar, a pensar, que bueno, que hay elecciones, que hay responsabilidades subjetivas, imposibilidades, etc. Acompaño. Forma parte de cualquier duelo. El problema es cuando esa postura ya no se trata de una etapa a superar dentro de un proceso, sino un modo reactivo de pensar al otro. 

Es curioso cómo hay gente que construye una idea del otro, lo arma como sujeto en función a un vínculo determinado, pero, después, una vez desarmado el vínculo, esa idea del otro insiste. Hace un tiempo atrás me contactó una chica para decirme que fulano, con quien yo interactuaba en las redes, había hecho tal cosa y tal otra con ella. Por supuesto que nada de lo que me contaba constituía un delito, ni siquiera, una actitud inapropiada per se. Sin embargo, eso que me contaba me incomodaba, no sólo porque yo no tenía ganas de juzgar, o de tomar postura, sino, además, porque me estaba mostrando a alguien que yo no conocía ni iba a conocer jamás. Ese sujeto, el que habló con ella, no tenía nada que ver con el que hablaba conmigo.


Creo que hay que desconfiar un poco de la pulcritud aplicada a las relaciones y acercarse más a la experiencia. Dejarse tomar por lo subjetivo, valorar lo intransferible de cada vínculo. Y, en última instancia, dejar de disfrazar el miedo a lo íntimo en un peligro real. 





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