Por Maite Pil.
A propósito del día del padre, me puse a pensar en cómo, madres y padres de mi generación, estamos atravesados por un ideal de familia posmoderno, neoprogresista y feminista. Hace treinta años atrás, a una mujer separada se la pensaba de otra manera, se la pensaba desvalida, perjudicada, pobre, sola con los chicos, no sé cómo hace. Ahora, muy por el contrario, se pone en valor otro aspecto: el tiempo sin los hijos. Qué bueno que te separaste, tenés días para vos.
También el rol del padre se ha visto modificado, ya no estamos frente a hombres que no saben qué hacer con sus hijos, que se resisten a habitar el mundo infantil, más bien, todo lo contrario; son padres híper lúdicos que se desembarazaron de la figura estrictamente autoritaria.
Pero no todo lo que brilla es oro, siempre hay conflictos. Algo que hablo mucho con mis amigas, las que también son madres, es cómo hacer para poder encarnar ese rol de madre/mujer, ese que tenemos por ideal, sin sentirnos culpables o, simplemente, sin sobreactuarlo. Recuerdo, cuando trabajaba en relación de dependencia, encerrarme en el baño de la oficina a llorar porque me estaba perdiendo un acto escolar de mi hija. Y, en esas situaciones, la angustia es doble. No sólo no puedo estar con ella sino que la elección que me lleva a perderme eso (ser independiente, que mi vida no se reduzca a ser madre, tener otras responsabilidades igualmente válidas, etc.) no alcanza para mitigarla, no es suficiente. Angustia la angustia.
Este es un punto que me parece interesante para pensar, al que le dedico mucho tiempo: no estoy obligada a hacer uso de todos mis derechos. Ni como mujer ni como madre. Parece una obviedad, pero no creo que lo sea. Y otro aspecto no menor: una elección no es solamente ganancia, también hay pérdida.
Hay un deber ser, que se desprende de algunas corrientes feministas, que puede resultar un tanto aplastante. Que nos exige actuar en la intimidad aquello que se reclama y se defiende en el ámbito público. Lo paradójico de esto es que anula subjetividades y nos vuelve a llevar a una trampa, la de (otra) mujer hegemónica. La obligación, en todo caso, como actores sociales, radica en no abandonar la lucha colectiva.
Por eso me parece central desarrollar en el territorio habitado, que es íntimo pero también político, espacio para el deseo, el propio, aunque cueste, aunque desentone, aunque nos enfrente con contradicciones irresolubles. Porque, en definitiva, toda lucha es una lucha por la felicidad y la libertad.
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