domingo, 12 de julio de 2020

Absurdo.







Por Maite Pil. 


Este fin de semana sufrí algunos tropiezos. Diversos, contextuales. Y, como alguna vez escuché por ahí, sentí que se me posó una nube negra en la cabeza. No es la primera vez que me pasa, así que me fui armando, a lo largo de los años, una suerte de caja de herramientas para utilizar en estos casos. Son básicas y no fallan, lo mismo que un martillo, bah: alcohol, pastas y comedias románticas. 

Mientras me disponía a ejecutar aquello viejo conocido, me crucé con un posteo de Facebook que rescataba dos palabras, dos sentidos, que yo, claramente, había perdido de vista: Ternura y sensatez. 

Eso que leí me llegó como una suerte de revelación, como una intervención psicoanalítica. Es que esas dos cualidades no son nunca cosas que se dan, plausibles de no ser recuperadas. Son, más bien, principios, modos de transitar experiencias. Supongo que hay algo del orden de la entrega que se ve exacerbado por los soportes tecnológicos. Mandamos y recibimos. Pero no podemos echarle la culpa a las apps de nuestras neurosis. Ninguna comunicación, del orden que sea, puede fundarse en la lógica del conteo. Sólo un miserable, en todas sus acepciones, puede seguir esa regla. 

Qué tentador es ser miserable. Sobre todo en una sociedad que, de alguna manera, festeja tu miserabilidad, la felicita, la alienta, la disfraza de triunfo, de poder. Las tecnologías no tienen la culpa, pero sí le allanaron el camino a la creación de un nuevo sujeto, mucho más conveniente, funcional, uno que se potencia - que produce y consume- en soledad. 

Tal vez por ésto la década de los noventa haya sido la última gran década romántica del cine. Un cine que no resultaba inverosímil al presentar una historia de amor consumada en un día. Que sabía perfectamente que lo absurdo no contaba, ni cuenta, para el amor. 










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