domingo, 8 de diciembre de 2019

Amantes seriados.








Dicen que dejaste plantado a tu novio
Dicen que quemaste tu antiguo colegio
Dicen que reías mientras todo ardía
Dijiste basta, basta, basta, paso
Paso de tanta tontería
Me largo a la luna
Albert Pla - Lola, la loca.


No me contradigo, soy inestable. Quería empezar diciendo esto porque hace dos domingos, en mi último escrito, estaba convencida de haber dejado atrás ciertos arrebatos amorosos. Por suerte, el destino siempre se encarga de hacerme saber que estoy equivocada. Le agradezco un montón, me mantiene a raya.

Hay algo de las mujeres más grandes, adultas, que siempre me resultó hipnótico, atractivo. Recuerdo escenas, siendo yo chica, escuchando a mi vieja hablar con mi tía y otras amigas. Ya estaban de vuelta de todo. Una mezcla de serenidad -de esa que da el hartazgo mezclado con alcohol, no la meditación- con experiencia y sensatez. Una capa protectora infalible. 

Quién pudiera hartarse. Hartarse de sí mismo y mutar. Eso quisiera. Hartarme de la vergüenza, de las culpas, de los miedos. Hartarme de la última hora de conexión de Whatsapp. De quedar cómoda para otro. De suponer. Del entusiasmo seguido de angustia. De las dependencias. Hartarme de los que vuelven y de los que nunca vienen. En fin, hartarme de escribir estas cosas pegajosas, catárticas y de mal gusto literario.

El otro día hablaba con una amiga sobre el desencuentro constitutivo que implica el día posterior a, justamente, un encuentro lindo, copado, intenso. Hay un cierto desarraigo, una resaca de la pasión que se traslada al cuerpo, a la neurosis, al alma, no sé. Entonces me puse a pensar que, tal vez, es ese entre-encuentros lo que mejor defina a un vínculo. Lo que lo hace posible, incluso. Por eso sucede, tantas veces, que la espera es mejor, que las expectativas superan a la realidad y que el miedo a la decepción, a contrastar, nos puede jugar en contra. 

Creo que ciertas tecnologías, sumado a una idiosincrasia argentina, hizo que nos convirtamos en amantes seriados. Hay códigos y plataformas de conquista que se han ido cristalizando. Las sorpresas e irrupciones, a lo sumo, se dan mediatizadas por una pantalla. Ya no contaremos epopeyas de hombres y mujeres que se tomaron un barco, y navegaron 90 días, en busca de un amor sin siquiera saber si estaban vivos. Ahora, a lo sumo, tocamos timbre sin avisar que estamos en la puerta. 










domingo, 17 de noviembre de 2019

Que vuelvan las neurosis.







Por Maite Pil. 


Desde que no me flagelo más con el amor, cojo menos. 
Antes era celosa, posesiva, demandante, impredecible, necesitaba que un hombre ocupara mis pensamientos. Me obsesionaba con detalles idiotas, revisaba sus interacciones virtuales con mujeres que yo consideraba lindas. Interpretaba los más absurdos gestos y pensaba que todo estaba dirigido a mí. 
Pretendía que siempre se me pagara una deuda amorosa. Era una mártir incomprendida de la causa. Me enganchaba con tipos que no valoraban mi entrega. Trataba de educarlos, de generarles culpa y hasta, a veces, lograba captarlos en este trip. Y cuando la cosa se pudría, y yo llegaba a los lugares más oscuros, de humillación y estupidez, renacía de mis cenizas con un corte de pelo distinto y encontraba a un nuevo pretendiente.
Ahora que soy una mujer más sana, que pienso al amor en términos de felicidad compartida... ¡No quiero tener pareja! Y no sólo eso, sino que me da fiaca el esfuerzo del levante, de la conquista. ¿Qué pasó? ¿Por qué no es éste mi momento de mayor esplendor amoroso y sexual?

El año pasado leí un libro que hoy, reflexionando sobre esto, recordé, "Goces: disfrutar o padecer", de Benjamín Domb. Se me vino a la mente porque, en un momento del libro del libro, él, que es psicoanalista, naturalmente, plantea algo así como ojo con hacer análisis que curen simplemente síntomas. Voy a hacer una descripción muy burda del asunto: él relata un caso en el que una mujer deja de presentar determinado síntoma pero al tiempo le diagnostican un cáncer. Y se pregunta el autor si, acaso, ese síntoma que ella manifestaba no sería lo que la salvaba de hacer otro peor. 

No sé si me sucede de jodida, pero pienso que, tal vez, el imperativo de bienestar que gobierna a las sociedades occidentales y capitalistas sea el gran síntoma a resolver de la época. Junto con su gran, y principal, aliado, la corrección política. ¿Y si nos estamos enfermando de salud? 

También pienso en ciertos mecanismos del deseo. Si es capaz de emerger allí donde todo funciona. No es que lo piense en términos de imposibles o prohibiciones. No estoy yendo a una idea de amor cortés, ni siquiera a la figura de la femme fatale, que implica la perdición absoluta del amante. Sin embargo, sí creo que el deseo necesita pronunciarse como aquello que sería pleno o absoluto, de no ser por...
En ese punto, creo que no hay película que sepa, o hable, menos de amor que la típica película romántica con final feliz. No quiero empezar con teorías conspirativas, pero el género romántico habla del consumo. En fin, lo dejo acá porque si no me pongo muy pesada. 

Hay una anécdota que cuenta Zizek en la que una mujer se le acerca y le dice que su pareja cree que si ella tuviera dos o tres kilos menos, tendría un cuerpo perfecto. Y Zizek piensa - o se lo dice- no bajes esos kilos. Porque ese ideal de belleza, su amante, sólo se lo puede construir en la medida en que el cuerpo de ella es así. 

Retomando, no se trata, simplemente, de decir que lo prohibido hace funcionar al deseo. Ni que el obstáculo sorteado culmine con un happily ever after - como sucede en las estructuras narrativas románticas-. El deseo se organiza alrededor del obstáculo; es obstáculo y condición. No creo que pueda suprimirse un rol sin que, automáticamente, se desvanezca el otro.

Por lo que cabría preguntarse -además de dar con el analista correcto- cómo hacer para ser más sanos pero no a costas de perder esa condición que nos posibilite el deseo. 

sábado, 2 de noviembre de 2019

Gorilas con navajas.



                                    




Por Maite Pil. 

Hace casi un mes que no escribo. Últimamente el blog me está costando. Me cuesta encontrar el tema y también el registro. Supongo que si la atención y el interés no son infinitos e inagotables, la escritura, tampoco. 

Además, los domingos de octubre se coparon de política. Y yo también. Por eso estuve pensando bastante en cómo se ha querido -con mucho énfasis en los últimos años- desmembrar al discurso político. Amputarle el fondo a la forma, demonizar a la forma para anular al fondo. 
Son dispositivos de vaciamiento que han tenido relativo éxito. Ahora, me pregunto, ¿corre con la misma desgracia el discurso amoroso? No sé. 
Encarnar a un discurso amoroso basado en las formas, implicaría renunciar a la neurosis- cosa que ya sabemos que es imposible-. Implicaría, incluso, una migración a cierta estructura perversa. No por nada el hombre feminista resulta tan sospechoso, artificial.  

Hace unos días tuve la oportunidad, y la suerte, de compartir un momento con una pareja. Digo suerte porque me clarificó, y escenificó, qué tipo de pareja no quiero formar jamás. No fumes acá, acomodate la camisa, pensá si lo que decís es gracioso. 

¿Qué tiene en la cabeza esa persona que se junta con otra persona para decirle quién tiene que ser, qué tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo? ¿Y qué tiene en la cabeza esa persona que se junta con otra persona para que le diga quién tiene que ser, qué tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo?

Esa díada putrefacta en la que la pasión y el - mal entendido- amor autorizan a los planteos más avasallantes y denigrantes. Uno asume un rol pseudo pedagógico y el otro asume un rol, esquivo, de aprendiz. 
No son roles absolutos. Porque hay malestares. No es que conformen a la pareja perfecta en tanto complementarios. Ninguno habita su posición con plenas facultades, derechos y beneficios. Emergen incomodidades, resistencias y hartazgos. Incluso atisbos de que la cosa no va por ahí. Claro,a ninguno le queda cómodo el traje de amo y esclavo. Pero una vez que la dinámica de la pareja arranca bajo esas normas, nadie sabe bien cómo abortar el mecanismo. 

Y me gusta traer este ejemplo acá porque estos dos roles, o posiciones, que describí, podrían estar encarnados por cualquier género. Y no hay lugar a la psicopateada ni al caretaje. La forma es una mierda y el fondo es peor. No hay buena manera de pedirle a un zurdo que escriba con la derecha. No existe. No hay engaño ni coacción.

Y es en este punto que me atrevo a suponer, si se me permite la elipsis argumental, por qué, en una ciudad mayoritariamente neurótica y analizada, prevalece la forma por sobre el contenido en materia política. Nos hemos convertido en sujetos, amantes, votantes, con dolo eventual. Dejaron de asustarnos los costos.  Es decir, sucumbimos a la pulsión de muerte. 
Tal vez, el triunfo del macrismo y cierta frustración amorosa, se deban al fracaso del psicoanálisis.
Somos neuróticos con necesidad de castigo. Somos gorilas con navajas.   






domingo, 6 de octubre de 2019

Castradas.










Por Maite Pil. 

El tema de la semana fue, sin dudas, el pene de Luciano Castro. Para los que no saben, circularon fotos de él desnudo donde se ve que lo tiene grande. De ahí en más, las cosas más desopilantes acontecieron, sobre todo, protagonizadas por hombres.  

Una de ellas fue aplicar la lógica del reverso. Si las fotos fuesen de una mujer estarían todas indignadas, se leyó mucho. Pensar eso no es tener al feminismo incorporado, es querer ser socios sólo en la pérdida. No es lo mismo. Punto. Por supuesto que si las fotos fueron obtenidas ilegalmente eso constituye un delito, el Código Penal no resiste demasiada discusión. 

Sospecho que acá la cosa pasa por otro lado. La indignación masculina no es que la intimidad de una persona haya sido vulnerada; o, al menos, yo ese verso no me lo compro. Ni siquiera pienso que el problema sea la envidia - o humillación- por una cuestión de tamaño. Creo que este hecho puso sobre la mesa dos ejes interesantes para pensar: la mirada de la mujer como objeto de goce y la incomodidad masculina respecto de esto. 

Todos accedemos, incluso sin quererlo, al desnudo femenino constantemente. Estamos bombardeados: en películas, en revistas, en las redes, etc. Las mujeres lidiamos cotidianamente con esto. Tal vez en ese sentido tengamos un entrenamiento que ellos no. Si cada vez que apareciera la foto de una mina que tiene más y mejores tetas que yo, reaccionara así, no podría continuar con mi vida. Si vamos a hablar de desigualdad hablemos de esto: el cuerpo de la mujer siempre ha sido puesto a la vista de todos y fue objeto de juicio durante siglos. El debate es hacia dónde queremos ir como sociedad, qué vamos a hacer con las presiones estéticas, con la idea de cosificación, ¿devolverle a los hombres con la misma moneda es una vía válida de salida del conflicto? Seguramente no. 


Leí a un analista decir mujeres a las que la boca se les hace un charco con un pito. ¿Por qué colocar al deseo de una mujer en ese lugar degradado, describirlo como algo casi repulsivo? Como si gozar con la mirada fuese patrimonio masculino. 
Hay mucha hipocresía. Por eso se avanza muchísimo más en materia de derechos laborales, de igualdad salarial, pero la despenalización del aborto y la educación sexual integral siguen generando resistencias. Porque lo que no se soporta, a fin de cuentas, es el derecho al placer. 
En esta sociedad calentarse y gozar sigue siendo cosa de machos. 

domingo, 29 de septiembre de 2019

Tironeo de amor.









Por Maite Pil. 





Dónde está la Maite que conozco, me dijo hace poco un amigo cuando le conté que ahora no estaba en ninguna historia. Es que él me conoció en otras épocas; yo sin hija, con plata, un loft y juventud. Era fácil tener amoríos. Pero no la pasaba tan bien ni, necesariamente, mejor que ahora. Siempre había un boludo que me hacía sufrir. Eso pensaba yo. Con los años entendí que siempre me buscaba - o encontraba- a un boludo que me habilitara la posibilidad de sufrir. Eso es algo que no extraño, en absoluto, de ser joven, o, al menos, de mi propia juventud: vivir al padecer como una pasión o, peor aún, como un sentido vital. 

No soy de las que piensan que los años traigan, por añadidura, sabiduría. Ser neurótico - o idiota- no se cura con el tiempo. Más bien que se agrava.  En mi caso se han dado una serie de factores que me posibilitaron que los años transcurridos me sirvieran para neutralizar mi neura. 

Ser madre fue uno de ellos. No lo recomiendo en sus casas, tener un hijo es cosa seria. No me quiero imaginar lo que debe ser tener dos o tres. Pero bueno, en mi caso, tuve una hija porque así lo quise, fue un embarazo buscado. Y un proyecto de maternidad que, ahora, estoy pudiendo llevar a cabo. Que tiene que ver con mostrarle todo un mundo que considero valioso. 

Haber tenido un excelente analista- Lito Matusevich- fue otro de esos factores. De ese análisis atesoro intervenciones para la eternidad. Ese análisis me permitió, me autorizó, a elegir. Y a hacerme cargo de mis elecciones. No es que me garantizara el éxito pero sí la responsabilidad. Y al contrario de lo que se puede llegar a pensar, vulgarmente, ser responsable da alivio; es un alivio.

La coyuntura social y feminista es también, para mí, un hecho clave. Me condujo a un ejercicio de revisión sumamente interesante. El cual me posibilitó ubicar muchas cuestiones vinculares. También me tuve que reconocer como víctima, tengo una pila de situaciones vividas que hoy podrían tipificarse como delitos. Pero no me quise detener ahí, no porque considere que sean menores, la ley es la ley y cualquier persona que decida acudir a ella está en su pleno derecho. Yo no discuto derecho penal aquí. Me horrorizó mucho más que yo ejercí y viví, mucho tiempo, la tiranía del amor

Denomino tiranía del amor, fundamentalmente, a la creencia de ser merecedor de todo el amor y atención de un otro; simplemente por el hecho de que uno lo ha colocado en ese lugar. Es una suerte de supuesta correspondencia- patológica- que silenciosamente, o no tanto, exige un imposible. Y que encubre una gran mezquindad. Porque en la medida en que yo creo que debo serlo todo para el otro, soy incapaz de ser feliz por cualquier otra cosa buena que al otro le suceda. Lo único que puede y debe hacerte feliz tengo que ser yo. Es una carrera en contra de la felicidad y la libertad ajena. Es un estado de locura, de egoísmo; es narcótico y nocivo. Está en canciones, en películas, en la literatura...El happy ending simbiótico que vemos en diversos films románticos, o la trágica depresión del tanguero abandonado, son raíces que crecen de una misma tierra. 
Esa exigencia, incesante y caprichosa, de ser mirado, amado y respetado, sólo conduce a la soledad, en el mejor de los casos. 

No es que ahora sea una joyita y tenga la vida resuelta. Si tengo que hacer un trámite, en la cola ensayo mi discurso. Y actualizar mi CV me puede llevar un mes. Lloro con películas infantiles y me sigo peleando con mi tía aunque no tenga sentido. 
Pero ahora no soy más una tirana. Y si el amor me da un tirón, veré de qué está hecha la soga. 












domingo, 1 de septiembre de 2019

Ni chocha ni amada







Por Maite Pil. 

En mi último escrito publicado aquí, en relación a los encuentros sexuales -"Cuerpo a cuerpo"- postulé dos ideas: que la aceptación de los cuerpos- entendida como unión placentera- no pasa por la mirada, y que poner al cuerpo en acto es la vía para dejar de representárselo. 

El registro del cuerpo - ya alejándonos del plano de la sexualidad- está principalmente relacionado a su funcionamiento. Por ejemplo, un dolor puede ser indicador de una enfermedad. Ahora, ya sabemos que el cuerpo da señales cuya interpretación, o sentido, trasciende lo clínico. 

Todos somos portadores de un cuerpo fragmentado. Y en esa suerte de disociación que se produce, entre la función y la imagen, es que surge una idea bastante habitual; que hay una relación directamente proporcional entre belleza y placer. En más de una ocasión escuché declaraciones de vedettes o modelos- supuestas bombas sexuales- que dicen que prefieren dormir a coger, que practicar sexo oral les desagrada, o incluso que son tímidas. Creemos que el deseado, por el simple hecho de ser deseable, tiene con qué responder. 


Ya conocemos la- polémica- frase que dice algo así como que detrás de toda persona linda hay otra cansada de cogérsela. El acierto de la frase está, justamente, en que ubica al erotismo en otro lugar. Hay gente que se anota en un gimnasio para salvar su matrimonio. O que creen que la culpa de todo la tiene la panza, que si hubieran tomado menos cerveza habrían conservado la atención de sus compañeros para la eternidad. 


Me dejé estar, es un latiguillo habitual, en boca de hombres y mujeres, que de pronto se topan con la falta de pasión. Es cierto que el tiempo no tiene piedad, y la ley de gravedad, menos, ¿pero es realmente la huella del paso del tiempo en el cuerpo lo que separa a una pareja? Yo creo que no. 

Pero qué mejor defensa que esa.

Después viene la idea de reavivar al amor, como si fuese un acto voluntario: Estuvimos a punto de separarnos pero decidimos ponernos las pilas. ¿What? ¿O sea que todo este tiempo arriesgaste un proyecto de vida por fiaca?  

Y se planea un viaje, o se coordina una salida un sábado a la noche. Cosas que no pertenecen a la vida cotidiana y que no hay manera de sostener en el tiempo. Porque los abuelos de los pibes se copan un fin de semana, después cagaste. 

Yo no pienso, necesariamente, que al amor le corresponda un vínculo pasional. Ni que la pasión deba ser amorosa. Pero cuando no tenés ni chicha ni limonada, ¿qué vas a hacer? 

domingo, 18 de agosto de 2019

Los malos al poder.






Por Maite Pil. 


Jamás escuché a un hombre decir que una mujer- por más males que le ocasionara- fuese perversa. Digamos que, vulgarmente hablando, lo que nos cabe, si de algo quieren acusarnos, es de ser locas o histéricas. Erráticas o indecisas. Por el contrario, entre mujeres, la figura del perverso, incluso la del psicópata, son moneda corriente. Rápidamente le suponemos cierto goce maligno y direccionado a quien nos hizo pasar un mal trago. 
Estas expresiones que, repito, utilizamos vulgarmente y en nuestro lenguaje cotidiano, son interesantes para pensar cómo reproducimos, sin advertir demasiado, posiciones de poder y sometimiento. 

Hace poco una amiga me contó de una situación que vivió con un hombre; él le pedía una serie de cosas a cambio de otras tantas. Ella cedió, no muy convencida, y la angustia se le impuso. Cuando me lo relató, por supuesto, le asignó al muchacho el diagnóstico de perverso. 
Sin juzgarla a ella, y mucho menos a su angustia, me pregunto hasta qué punto las mujeres de hoy- que estamos tan advertidas respecto de lo que se supone son manejos propiamente masculinos- tenemos derecho a angustiarnos por un pelotudo: No es lo mismo la torpeza que la perversión. 
Pensar que un hombre es siempre consciente de los alcances de sus actos es atribuirle un conocimiento respecto de lo femenino que, probablemente, no posea. 

Pienso entonces que, desde algunos discursos feministas, se alimenta una noción de mujer víctima que no contribuye a mejorar los vínculos que quedan por fuera de la violencia machista y lo patológico. Qué pasa allí donde, simplemente, la cosa no funciona: ¿No es hacer trampa considerar patológico todo aquello que no nos sale como esperábamos?

Hace no mucho tuve una cita con un señor que me dijo que tenía que sentirme empoderada, que yo era una sobreviviente de la violencia machista. Y nunca más me escribió. Lo cuento así, con este reduccionismo tendencioso, para evidenciar que, en definitiva, no hay contradicción alguna allí. Que su elección - verme o no- poco tiene que ver con su posición ideológica. 
Hay que hacerse cargo, también, de lo que pasa en un encuentro. O en un desencuentro. 
De alguna forma, esto que señalaba al principio de tildar a los hombres de perversos, tan a la ligera, es apelar a una suerte de obediencia debida. Obedecer excluye a la elección. No se puede- y no porque yo lo diga- acceder al poder sin asumir la responsabilidad e incomodidad que esto supone. 
Quedarse con la idea de que el poder es un beneficio es no haberlo ejercido. 
Empoderarse es humano, responsabilizarse es divino. 


domingo, 28 de julio de 2019

Cuerpo a cuerpo






Por Maite Pil

Hace unos días una lectora del blog me pidió si no podía escribir algo respecto del cuerpo y la vergüenza al momento de una relación sexual. Me cuesta abordar este tema en términos conceptuales; es tan subjetivo el vínculo que uno establece con el cuerpo propio y con la mirada del otro, que sólo puedo acudir a mi propia experiencia. 

Yo no tuve tanto registro de los cambios, las huellas, que el embarazo habían dejado en mí, hasta que me separé. Fue ahí, cuando el deseo de estar con otros hombres emergió, que empecé a preguntarme por mi -nueva- imagen. Paradójicamente, o no tanto, empecé a contactarme con viejos amantes, amantes que conocían un cuerpo anterior. Tal vez esa elección tuviera que ver con un ponerme a prueba, encontrar allí una aceptación o un rechazo. Una suerte de sondeo estético

Esta idea de ponerme a prueba es algo que puedo reflexionar ahora, no lo tenía tan claro en aquel entonces. ¡Ni siquiera saqué conclusiones al respecto! Por otra parte, el miedo, o la vergüenza, que la mirada del otro pudiera generar en mí, eran fantasías previas al encuentro. Porque cuando hay encuentro, justamente, creo que algo de la propia imagen se desvanece o que, al menos, debería ceder. Nadie puede tener un momento de intimidad y de entrega, sea cual fuera la circunstancia, si se está pensando en el rollo de la panza. Que el cuerpo entre en acción implica abrirle paso al disfrute, al placer, y eso no se ubica ni se origina en ningún atributo físico. 

No puedo dejar de asociar esto con algo que suele suceder y que es que después de los primeros encuentros sexuales con una persona, el cuerpo tiende a doler y quedan marcas. Siempre hay un hueso que se clava y deja un moretón, o un músculo que se forzó de más. Sin embargo, y no necesariamente porque baje la intensidad del sexo, cuando se está en pareja eso casi nunca sucede. En este sentido podríamos pensar que hay una aceptación que no pasa por la mirada. Me gusta pensar que la aceptación del cuerpo a cuerpo va por otra vía, una  a la que no deberíamos dejar que los complejos, que todos tenemos, interfieran.

En definitiva, poner al cuerpo en acto es, en cierta forma, la mejor vía para dejar de representárselo.

domingo, 21 de julio de 2019

¿Un viaje de ida?





Por Maite Pil.

Revisando mis recuerdos en Facebook me encontré con una anécdota en la que relataba que, viajando en un taxi, el conductor me pregunta de qué signo era. Le respondo que de Aries y entonces él dice:  Uff, Aries, impulsivas. Hay que dejarlas explotar, después se arrepienten. Estaba en lo cierto, de alguna forma, - sacando el temita del signo zodiacal- explotar suele llevar al arrepentimiento. 

Sin embargo, hoy pesco algo diferente en ese enunciado. "Hay que dejarlas explotar, después se arrepienten": qué es esa afirmación sino la estrategia, por excelencia, de subvertir las culpas y las responsabilidades. 
En su momento me causó gracia toda la conversación, me entretuvo, era un alivio viajar con un taxista esotérico en lugar de uno de derecha. Hoy lo entiendo, a lo suyo, como una confesión de parte. 

Cuando hablamos de machismo hablamos de esto también. De que él dijera con total naturalidad lo que dijo y de que yo me riera de eso. Y los dos actuamos como actuamos porque podíamos anudarlo a una vivencia. Yo fui, incontables veces, la loca que explotaba

Es muy finito, si es que existe, el límite que separa lo subjetivo de "eso otro", ese afuera, que hoy reconocemos y nombramos patriarcal. Y en este sentido yo me enredo. No lo tengo claro. Y no creo ser la única. Justamente, por este enredo, hace poco critiqué una campaña que se hizo sobre violencia de género, que hacía hincapié en el silencio como una modalidad de violencia machista. Me pareció que el mensaje era confuso, que por sí solo carecía de contundencia, que podía ser hasta tan sutil que corría el riesgo de ser desestimado. 

No digo que los silencios sean sutiles, en absoluto, no por nada la expresión "clavar el visto" se ha ganado un lugar en nuestra lengua. Clavar no sólo remite a herir - en un acto dirigido y voluntario- sino también a dejar al otro fijado, inmóvil. ¿O acaso hay algo más paralizante que esperar una palabra? ¿Qué se coloca allí donde hay silencio? 

La trampa está en que seguimos aceptando reglas que no se ajustan ni al amor ni al respeto. Nos hicieron creer que si nos salíamos de eso éramos unas pelotudas indignas y ridículas. ¿O me pasó sólo a mí? 
A esta altura, no me voy a poner a discutir si un hombre- o una mujer- hacen tal o cual cosa porque son machistas. Simplemente confío en que el feminismo debe ser más que un movimiento que represente a un sector, debe ser un ámbito social que expulse a todo aquel que no pueda reconocer a un otro como un semejante. 

domingo, 14 de julio de 2019

La certeza de la intriga.








Por Maite Pil. 

No soy una persona creyente en términos generales. Ni de un Dios, ni de los astros, no soy una buscadora de sentidos en esos términos y no necesito de la fe para vivir. En lo único que creo, a fuerza de empirismo, es en algo un tanto inexplicable y que puede resumirse en un dicho genial: A watched pot never boils. (Que quiere decir que cuando mirás la olla, el agua nunca hierve). 

Eso pasa, un poco, con los vínculos. ¿O alguna vez les sonó el celular mientras lo miraban fijamente?
Opera una suerte de telepatía disfuncional en las seducciones. No sé de qué se trata, pero que existe, existe. 
Seguramente haya una razón más palpable y menos mágica que la que estoy dando. Y supongo que es - y esta idea la estoy tomando de Luciano Lutereau- que cuanto más uno quiere obtener un resultado, más factible es que ocurra el contrario. Eso explica cosas como, por ejemplo, que estés sin depilarte cuando más lo necesitarías. O a la inversa. 

Pareciera que el encuentro con un otro necesitara algo del orden del arrebato. La perseverancia y el esfuerzo podrán ser muy buena cualidades para volcar en lo profesional, pero de nada le sirven al deseo. 
El deseo, no sé si es correcto decir que es todo lo contrario a eso, a la idea de lo voluntarioso, pero le pega en el palo. Cosa que se demuestra con frecuencia cuando advertimos la distancia que hay entre aquello que decimos que queremos y lo que terminamos haciendo, generando o eligiendo.  

Hay gente que pareciera ser mucho más hábil en este sentido, pero creo que, en verdad, aquel que conmociona - en tanto despierta un deseo- poco sabe de eso. Yo misma alguna vez lo debo haber provocado, pero de eso no sé nada. Tal vez, de haberlo sabido, ese efecto de fascinación se hubiera vuelto obsoleto. 

Así es que mi mayor certeza es, a su vez, el mayor de los misterios. Por lo tanto se me convierte en una certeza inútil, de la que no puedo sacar ninguna ventaja ni me aporta ningún conocimiento específico. Es una certeza que, simplemente, me recuerda - y muy de vez en cuando- que el deseo es escurridizo y que el saber, por más insoportable que pueda resultar, se mantiene al margen.   










domingo, 30 de junio de 2019

La innoviable







Por Maite Pil. 

Durante dos años salí con un hombre que, no importaba qué día fuera en el que nos despedíamos, siempre tenía una actividad posterior. Y no eran excusas para que me fuera porque yo sabía muy bien que después del desayuno me quedaban quince minutos para juntar mis cosas. Excepto dos o tres veces que trascendimos eso. Supongo que tenía, lo que se llama, una vida. Lógicamente él me preguntaba qué iba a hacer yo, y yo a veces le mentía, le inventaba una salida a algún lugar interesante, o algo por el estilo. Otras veces simplemente le contestaba que no sabía. Pero nunca me animé a decirle que nada. Sentía que se iba a sentir devorado por esa nada
Me sigue pasando un poco lo mismo, siento entre envidia e incomprensión por la gente que se la pasa haciendo cosas. Yo me hago tiempo para hacer nada. Disfruto de la nada, puedo habitarla con liviandad, pero me incomoda la mirada de los otros en relación a eso. Fantaseo con que el otro ve mi nada como a un abismo al cual podría caer. Es fácilmente confundible con la soledad, y lo entiendo. 
El domingo tiene mala fama un poco por esto, porque confronta al ser humano con cierto sinsentido, la nada es un poco eso. Todo empieza de vuelta, la rutina, la semana, y aunque se viva una vida menos estructurada, de todas formas, no se le escapa a la sensación de lo cíclico tan fácilmente. 
Con los vínculos también pasa, hay una especie de ciclo que se sucede. El punto cero del contador es la separación de una relación, obvio. Pero no cualquier relación, me refiero a una relación posta, estable. Acostarse tres veces con una persona y que no te llame más, es el siguiente paso. Y después aparece uno que te gusta pero se va todo al carajo. Y después de ese, aparece uno que gusta de vos, y a vos te da culpa que no te guste porque sabés que es un tipo sano, pero no hay forma. 
Antes de tener una hija, convivir, fracasar y todo eso, pensaba que la vida amorosa era infinita. No era consciente de eso en aquel momento, obviamente, pero ahora que lo veo en retrospectiva me doy cuenta de que así lo sentía y así lo vivía. No en un sentido optimista, ojo, sino con la libertad de quien se sabe innoviable. No doy novia, qué le vamos a hacer. ¡Por exceso y por defecto!  Doy romántica con pasado turbio. Es la peor combinación del mundo. Les juro. 
Siempre que tuve una pareja fue gracias a cierta actuación por omisión. No contar que mi primera relación sexual fue a mis 15 años con un tipo de 32, fumar únicamente en espacios abiertos, vestirme menos ridícula. Ese tipo de cosas. No hablar de tríos, ni de la vez que salí con mi hermana y una amiga y fuimos al departamento de unos chicos venezolanos, donde me senté tres veces, desnuda, arriba de una estufa prendida porque había perdido la sensibilidad en todo el cuerpo. 
Por alguna razón mis mejores anécdotas son medio freakys y al minuto de terminar de contarlas ya me arrepiento. No funcionan en una primera cita, ni en una segunda. No funcionan.  Y ya no caigo más en la trampa de esa noche intimista, donde se supone que hay luz verde para ser honestos, entonces nos abrimos y nos contamos la verdad del otro. No, a mí con esa no me cagan más. No es que vaya a mentirles, es que no tengo más ganas de hablar de mí. Contar quién soy, qué hago, qué quiero. Es prácticamente someterse a un régimen nazi tener una cita en esos términos. Y yo me siento una gitana a punto de ser descubierta. 
El amor vendrá o no vendrá. Nunca se sabe. Pero yo ya no disfrazo mi nada de algo ni actúo el rol que me convenga. No se trata de un radicalismo, más bien todo lo contrario. Una negociación puede durar para siempre, una impostura no. 

jueves, 20 de junio de 2019

Inmutis por el foro






Por Maite Pil.


El domingo pasado hice mi columna habitual partiendo de una entrevista que le hicieron a Kohan titulada " Acostarse con un boludo no es violencia". Luego leo una nota, en contestación a ésta - titulada "Por una pedagogía del cuidado, el acuerdo y la responsabilidad afectiva"- y realmente, quedé pasmada.
Por un lado, pareciera que en la medida en que no se dice o se aclara todo, inmediatamente se valida lo omitido. Estamos al horno, eh.
Y esto no lo digo en defensa de una ni en detrimento de otra, porque no conozco a ninguna de las dos y poco me interesan como personas, no las conozco y probablemente jamás me las cruce en la vida.
Pienso en sus discursos y lo que producen. Creer que quien dice "cogerse a un boludo no es violencia" está eximiendo de responsabilidad a un hombre- o está negando que exista un sistema que es mucho más permisivo con el hombre- es reaccionario, no crítico.
Las quejas respecto del amor resuenan mucho más en el campo de lo femenino.
Y sí, claro que por algo es!
Por otra parte, si hay algo que rescato de la entrevista con Kohan, es la capacidad que tuvo para identificar la queja y cierto costumbrismo femenino en torno a eso que nos decepciona, nos angustia. Yo no me sentí boludeada con esa nota, todo lo contrario.
Superar la queja y hacer de ella una herramienta de cuestionamiento subjetivo es lo mejor que nos puede pasar.
Porque, es cierto, estadísticamente hay un montón de boludos - soportados por un sistema patriarcal, ya lo sabemos- pero si siempre estás con boludos, una angustia debería interpelarte. No hay mejor forma de empoderarse que haciéndose cargo de las elecciones. Y las elecciones, obviamente, se hacen en un tiempo y un espacio que es patriarcal, señoras y señores. O nos cae esto como un balde de agua fría?!

Yo pensé que una de las cosas que el feminismo iba a poder romper es la idea de que un discurso domine por sobre otro. Viendo esto, temo que he sido ingenua.
Acá hay gente que sigue midiéndose el pito, viendo quién define o defiende mejor a la mujer, pero cagándose lisa y llanamente en la pluralidad de voces.

domingo, 16 de junio de 2019

Irresponsable afectivamente







Por Maite Pil. 

Hace uno o dos días leí una entrevista que le hicieron a Alexandra Kohan - psicoanalista y docente de la Facultad de Psicología de la UBA- en relación a la responsabilidad afectiva, el feminismo, los vínculos actuales y la violencia de género. La entrevista me gustó mucho y, además, me reafirmó cierto camino que, humildemente, y con las herramientas que tiene una mina que sólo empezó carreras para abandonarlas, hace un corto tiempo emprendí: el de cuestionar al feminismo. Al menos, ese que se vende en grandilocuentes titulares como axiomas. 
Además de que me parece súper valioso que promueva e incite a repensar, que le quite el velo de lo incuestionable al movimiento, me cagué de risa. Porque en la mayoría de los ejemplos que daba, yo estaba interpelada: El comité en el whatsapp analizando lo que el otro mandó, las señales de la primera cita que pasamos por alto, etc. Un sinfín de claridades - no me gusta decir verdades porque no daría lugar a nada más- que nos interpelan directamente. 

Volviendo a este espacio, a mí me gusta más pensar que rodeo frecuentemente ciertos temas a que soy insistente; porque el rodeo, creo, tiende a preservar al tema de la dicotomía. La insistencia, por el contrario, apunta al convencimiento. Y quien parta de ahí, muy probablemente, crea tener la razón. 

Yo no tengo razón ni certezas en nada. Pero sí tengo algunos rasgos neuróticos, que vulgarmente se traducen en valores, y algunas experiencias, que sólo se traducen a palabras, que me obligan a seguir ejercitando la escritura. 
Hace poco me mandaron unas preguntas para una revista online, y en una de las respuestas dije algo así como que me sentía - en relación a mi vínculo con el amor y el blog- como el crítico de cine al que le adjudican la frustración por la dirección. Una de las cosas que descubrí, mientras respondía vía mail - porque la escritura además genera eso, una suerte de revelación- es que escribir sobre amor, o sea, sobre la falta de amor, porque no hay otra forma de nombrarlo sino desde allí donde no está, no es eso que hago mientras preferiría estar amando. De la misma manera que no creo que el crítico vea una película deseando estar en el set de filmación. 

No quiero decir con esto que experimentar al amor no me interese. Pero sí soy medianamente consciente de que para hacerlo hay que tener cierto grado de sanidad. Entendida como un mínimo de integración entre lo que uno cree que quiere y a lo que uno se expone.     

Porque si no, nos vemos envueltos en situaciones donde tenemos que elegir entre el orgullo y el sometimiento, aleccionar o vengarse, decir o callar. Un sinfín de situaciones que nos colocan en el centro de la escena, como si fuéramos los protagonistas de algo donde nos olvidamos de que hay un otro involucrado. Claro que, a veces, hay relaciones en las que uno más que otro decide, pero no suelen ser de las que nos quejamos. 

Aún así, teniendo más o menos clara la teoría, más de una vez tuve que repensar por qué no ir en pos de mi elección, por qué ponerse a pensar al otro como ese que usufructúa con uno. Por qué no pensar a la elección como la potestad misma del deseo. Por qué carajo el acceso a un otro se ha convertido en quitar u otorgar, en vez de intercambio. Y el intercambio no es justo, no tiene por qué serlo, y quien crea que encontrará justicia en un vínculo, sólo se topará con desilusión. 











domingo, 9 de junio de 2019

Dame fuego.











Por Maite Pil

Hace unos días, en una cena con amigos, nos pusimos a hablar de Santiago Cafiero. El tema surgió por algo que yo había puesto en Facebook sobre él, haciendo referencia a su belleza. Una de las presentes, que vive en el exterior, no sabía quién era, así que empezó a googlear fotos suyas. No le pareció lindo. A lo que muchos hombres de la mesa- y esto fue lo que más me sorprendió- respondieron diciendo que bueno, que en una foto no se puede saber, que hay que verlo en acción, cómo habla, etc. Y ahí fue cuando yo dije que esa es una de las razones por las cuales Tinder no me terminaba de convencer. La pareja que tenía sentada enfrente se había conocido de esa forma. Ella nos comentaba que igual Tinder no dejaba al destino de lado, porque vos ponés un millón de me gusta y después ves qué pasa. Todos estallamos en risa, supongo que algo había que hacer para desviar la incomodidad que le supusimos al novio.


No es que las apps de citas hayan inventado algo, sino que retomaron, y adaptaron a las nuevas tecnologías, una demanda preexistente; antes podían ser los boliches de solos y solas o, incluso, los avisos clasificados. Hay una escena maravillosa de la película "Cuento de otoño" (Éric Rohmer, 1998) en la que una amiga saca un anuncio en nombre de la otra sin que ésta lo sepa. Cuando le confiesa lo que hizo, la otra le responde: pero ahí no hay todos psicópatas?
Esa pregunta que se hace la protagonista de la película es, en verdad, un interrogante que apunta a otras cosas. No sólo a la intriga de por qué alguien buscaría una pareja por esas vías sino, también, una suerte de defensa ante su propia exposición. Hoy por hoy, ya casi nadie piensa que se ofrece ahí por desesperación, desadaptación social o incapacidad. Ese es el verdadero triunfo de estas apps, han normativizado y naturalizado una forma explícita de levante.


Cito de la página de Tinder: "Usar Tinder es fácil y divertido: simplemente desliza a la derecha si te gusta alguien, o a la izquierda si pasas. Cuando alguien te corresponde, ¡es un match! Hemos inventado un sistema en el que sólo se consigue un match cuando el interés es mutuo. Sin estrés. Sin rechazo. Solo tienes que deslizar, conseguir un match y chatear online con tus matches, y luego dejar el móvil a un lado para conocerlas en persona y construir algo juntos." 



¿Soy yo o se parece bastante a las instrucciones de un juego de mesa? La diferencia reside en que la trampa está en el reglamento mismo. Porque el rechazo es permanente, toda vez que no se consigue el "match" hay un rechazo que subyace. 
De todas formas, ese no sería el problema, ya que nadie, en su sano juicio, aspira a gustarle a todos. Lo curioso - o lo monstruoso- es que la misma app pretenda dar garantías de que el rechazo no va a suceder. Es decir que, en cierta medida, aquello que supone asumir un riesgo- el de mostrarse disponible- tiene como contrapartida cierto reaseguro. 

Me pregunto si develar la seducción no hará que coloquemos velos en otros lados. Porque el deseo, incluso el amor, requieren -aunque pretendamos que no- algo del orden del misterio, la contingencia e, incluso, de la insatisfacción. ¿Puede haber encuentro con un otro si pretendemos garantizarnos todo de antemano? 

El desafío, creo yo, reside en erotizarnos ante lo posible, lo disponible. Que el encuentro sexual no se convierta en un mero ejercicio pornográfico. Sería un sinsentido que el precio que paguemos por tener sexo sea la pérdida del deseo.       







 












domingo, 2 de junio de 2019

Amantes y después.









Por Maite Pil. 

Si bien las amantes - mujeres que están con hombres comprometidos a sabiendas de la situación- nunca han gozado de la mejor fama, de un tiempo a esta parte se ha ido instalado una idea que, a mi criterio, es un tanto peligrosa: que la mujer amante no es sorora

Que no es sorora quiere decir, también, implícitamente, que es machista, que le hace el caldo gordo al tipo, que juega para el bando contrario...¿El bando de los machos infieles?

Hay una escena de la película "GoodFellas" (Martin Scorsese, 1990) que retrata muy bien la mirada de la esposa- que encarna el juzgamiento social- respecto de la amante. Ella, la esposa, va a la casa de la amante y le dice que es una puta y que le va a decir a todo el edificio que ahí vive una puta; la escena termina con una frase que es la más interesante de todas: conseguite tu propio hombre. 
Me interesa pensar qué fantasías femeninas se desprenden de esto. Por un lado, que la amante es aquella confinada - por el hombre- a un uso exclusivamente sexual. Y por el otro, esta idea de que la amante es amante porque no puede acceder a otra posición, que no puede- pero anhela- ocupar otro lugar en relación a un hombre. Que busca, necesariamente, acceder al lugar de la mujer.  

Ahora bien, como con los años una de las banderas que el feminismo ha levantado es la igualdad por el derecho al goce sexual, es decir, que la mujer también sea contemplada como un ser deseante y no un mero instrumento del goce de un hombre; y, a su vez, se ha puesto en discusión la idea de propiedad que conlleva, o conllevaba, toda pareja establecida, las fantasías femeninas en torno a la amante han quedado desactualizadas y políticamente incorrectas. 
¿Pero puede lo "políticamente incorrecto" disolver los fantasmas femeninos que se erigen en torno a la otra? La respuesta pareciera ser que no.
Tal vez me equivoque, pero mi interpretación es que mutar la figura de la amante de puta a no-sorora no es menos peyorativo ni menos defensivo. 
De hecho, es un mecanismo tan coercitivo como lo fue, años atrás, avergonzarla por su conducta sexual. 
Creer que las mujeres competimos entre sí, que envidiamos el hombre ajeno, o, por el contrario, creer que todas las mujeres nos apoyamos y establecemos lazos de solidaridad y respeto, son dos caras de una misma moneda. Una moneda en la que el gran ausente es el deseo. 
Seguimos, de una u otra forma, intentando regular, legislar, al deseo. Cambian los mecanismos, cambian los modos en que nos convencemos de lo aceptable, pero no cambia la esencia: el miedo y su guardaespaldas de siempre, la moral.     











domingo, 19 de mayo de 2019

El vuelto de la cobra.







Por Maite Pil. 


Como muchos de ustedes ya se han enterado, Jimena Barón sacó un nuevo tema, "La cobra". El primero, "La tonta", cuenta, básicamente, cómo ella se siente una tonta por haber creído en el amor de un hombre; amor que no era tal, o amor que la dejaba a ella en un lugar indeseable. Es sabido que ese tema está basado en la experiencia que tuvo con el padre de su hijo. Desconozco los detalles de dicha relación, pero evidentemente las cosas no terminaron bien. "La cobra", entonces, viene a ser la superación de aquella historia, devenida en canción, que se inicia con ese sentimiento de ser una boluda - esto lo dijo ella en una entrevista-. 
Es muy entendible y supongo que casi todos podemos empatizar con cierto sentimiento de estafa que puede generar el haber apostado amorosamente a una relación y ser traicionado. Y entonces aquí se da, también, una suerte de falsa doble victimización, porque no sólo se ha sido estafado sino que además se siente culpa por haberlo sido; como si ser tonta fuese la condición anterior a la estafa y no, el sentirse tonta, su efecto. 
La primera fantasía que se desprende de esto es, entonces, que con habilidad e inteligencia uno puede salvarse de un dolor o de una decepción amorosa. Tal vez esos atributos sirvan para los negocios y la timba financiera, pero en el amor y los vínculos, la cosa pasa por otro lado. Digo falsa doble victimización porque o se es víctima o se es responsable. De alguna forma esta canción, aunque creo que no era su intención, exime de responsabilidad al otro y le carga todas las tintas a la propia estupidez. Y hay chicas que la cantan como si fuera un himno feminista...

Bueno, volvamos a la "La cobra": 
Soy la cobra que se cobra todo lo que hiciste, bebé 
¿Pensabas que era gratis lastimar? 
(...) 
A ver si ahora te animás 
Que me hice piedra de tanto aguantar 
Que tanta mierda me hizo hasta engordar 
Y crezco y crezco, y me hice grande (Uh) 
Ya te puedo aplastar, ay.

Una épica de la amenaza y la venganza. Ahora bien, en un ámbito mafioso, por ejemplo, ambas conductas tienen un sentido. La amenaza busca, infundiendo miedo, obtener algo. La venganza, en cambio, es un acto aleccionador. Pero no para el objeto de la venganza, alecciona al resto, a quienes observan el despliegue; es una demostración de poder. 
En el ámbito amoroso, por otra parte, la amenaza y la venganza no existen. ¿Con qué se amenaza a alguien que ya no te quiere? ¿Cómo se venga uno de aquel que se fue?
La amenaza y la venganza son fantasías defensivas. Creer que en tres meses te lo vas a cruzar en una fiesta y vos vas a estar hecha una diosa y él se va a querer matar por haberte dejado, te puede servir de consuelo un ratito. No tiene nada de malo fantasear con esas escenas, pero no son una solución en sí mismas. Todo lo contrario, son la demostración plena de que el duelo no ha concluido. Cuando uno duela un vínculo, ya no recurre a esas escenas de supuesta satisfacción. La satisfacción está en otros lados, en otros amores.    
Confundir al dolor con ser víctima y al resentimiento con empoderamiento son dos lujos que no podemos darnos.