Por Maite Pil
Hace unos días, en una cena con amigos, nos pusimos a hablar de Santiago Cafiero. El tema surgió por algo que yo había puesto en Facebook sobre él, haciendo referencia a su belleza. Una de las presentes, que vive en el exterior, no sabía quién era, así que empezó a googlear fotos suyas. No le pareció lindo. A lo que muchos hombres de la mesa- y esto fue lo que más me sorprendió- respondieron diciendo que bueno, que en una foto no se puede saber, que hay que verlo en acción, cómo habla, etc. Y ahí fue cuando yo dije que esa es una de las razones por las cuales Tinder no me terminaba de convencer. La pareja que tenía sentada enfrente se había conocido de esa forma. Ella nos comentaba que igual Tinder no dejaba al destino de lado, porque vos ponés un millón de me gusta y después ves qué pasa. Todos estallamos en risa, supongo que algo había que hacer para desviar la incomodidad que le supusimos al novio.
No es que las apps de citas hayan inventado algo, sino que retomaron, y adaptaron a las nuevas tecnologías, una demanda preexistente; antes podían ser los boliches de solos y solas o, incluso, los avisos clasificados. Hay una escena maravillosa de la película "Cuento de otoño" (Éric Rohmer, 1998) en la que una amiga saca un anuncio en nombre de la otra sin que ésta lo sepa. Cuando le confiesa lo que hizo, la otra le responde: pero ahí no hay todos psicópatas?
Esa pregunta que se hace la protagonista de la película es, en verdad, un interrogante que apunta a otras cosas. No sólo a la intriga de por qué alguien buscaría una pareja por esas vías sino, también, una suerte de defensa ante su propia exposición. Hoy por hoy, ya casi nadie piensa que se ofrece ahí por desesperación, desadaptación social o incapacidad. Ese es el verdadero triunfo de estas apps, han normativizado y naturalizado una forma explícita de levante.
Cito de la página de Tinder: "Usar Tinder es fácil y divertido: simplemente desliza a la derecha si te gusta alguien, o a la izquierda si pasas. Cuando alguien te corresponde, ¡es un match! Hemos inventado un sistema en el que sólo se consigue un match cuando el interés es mutuo. Sin estrés. Sin rechazo. Solo tienes que deslizar, conseguir un match y chatear online con tus matches, y luego dejar el móvil a un lado para conocerlas en persona y construir algo juntos."
¿Soy yo o se parece bastante a las instrucciones de un juego de mesa? La diferencia reside en que la trampa está en el reglamento mismo. Porque el rechazo es permanente, toda vez que no se consigue el "match" hay un rechazo que subyace.
De todas formas, ese no sería el problema, ya que nadie, en su sano juicio, aspira a gustarle a todos. Lo curioso - o lo monstruoso- es que la misma app pretenda dar garantías de que el rechazo no va a suceder. Es decir que, en cierta medida, aquello que supone asumir un riesgo- el de mostrarse disponible- tiene como contrapartida cierto reaseguro.
Me pregunto si develar la seducción no hará que coloquemos velos en otros lados. Porque el deseo, incluso el amor, requieren -aunque pretendamos que no- algo del orden del misterio, la contingencia e, incluso, de la insatisfacción. ¿Puede haber encuentro con un otro si pretendemos garantizarnos todo de antemano?
El desafío, creo yo, reside en erotizarnos ante lo posible, lo disponible. Que el encuentro sexual no se convierta en un mero ejercicio pornográfico. Sería un sinsentido que el precio que paguemos por tener sexo sea la pérdida del deseo.
Excelente
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