Por Maite Pil
Hace unos días una lectora del blog me pidió si no podía escribir algo respecto del cuerpo y la vergüenza al momento de una relación sexual. Me cuesta abordar este tema en términos conceptuales; es tan subjetivo el vínculo que uno establece con el cuerpo propio y con la mirada del otro, que sólo puedo acudir a mi propia experiencia.
Yo no tuve tanto registro de los cambios, las huellas, que el embarazo habían dejado en mí, hasta que me separé. Fue ahí, cuando el deseo de estar con otros hombres emergió, que empecé a preguntarme por mi -nueva- imagen. Paradójicamente, o no tanto, empecé a contactarme con viejos amantes, amantes que conocían un cuerpo anterior. Tal vez esa elección tuviera que ver con un ponerme a prueba, encontrar allí una aceptación o un rechazo. Una suerte de sondeo estético.
Esta idea de ponerme a prueba es algo que puedo reflexionar ahora, no lo tenía tan claro en aquel entonces. ¡Ni siquiera saqué conclusiones al respecto! Por otra parte, el miedo, o la vergüenza, que la mirada del otro pudiera generar en mí, eran fantasías previas al encuentro. Porque cuando hay encuentro, justamente, creo que algo de la propia imagen se desvanece o que, al menos, debería ceder. Nadie puede tener un momento de intimidad y de entrega, sea cual fuera la circunstancia, si se está pensando en el rollo de la panza. Que el cuerpo entre en acción implica abrirle paso al disfrute, al placer, y eso no se ubica ni se origina en ningún atributo físico.
No puedo dejar de asociar esto con algo que suele suceder y que es que después de los primeros encuentros sexuales con una persona, el cuerpo tiende a doler y quedan marcas. Siempre hay un hueso que se clava y deja un moretón, o un músculo que se forzó de más. Sin embargo, y no necesariamente porque baje la intensidad del sexo, cuando se está en pareja eso casi nunca sucede. En este sentido podríamos pensar que hay una aceptación que no pasa por la mirada. Me gusta pensar que la aceptación del cuerpo a cuerpo va por otra vía, una a la que no deberíamos dejar que los complejos, que todos tenemos, interfieran.
En definitiva, poner al cuerpo en acto es, en cierta forma, la mejor vía para dejar de representárselo.
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