domingo, 24 de junio de 2018

Amigos son los ovarios y se turnan.


Por Maite Pil.



Las amistades son vínculos sobre los que poco se dice en el psicoanálisis. Pareciera ser que es difícil ubicar aquello que le es propio. Se los piensa como derivados, o versiones recortadas, de otras construcciones vinculares. Un vínculo sin sexo ni filiación.
A raíz de un reencuentro hermoso que tuve con una amiga, a la que no veía hace mucho, me puse a pensar en qué pasa cuando dos o más mujeres se juntan. Qué función se asume en la escucha. Qué decimos y qué no decimos.
Muchas veces, cuando conocemos a alguien, cuando nos separamos, o cuando nos pasa algo relevante-o pretendidamente relevante- en nuestra vida amorosa, recurrimos a las amigas para contarlo. Hay un goce del relato. Se revive en el relato cierto entusiasmo, o dolor, que nos satisface.
Todas sabemos de esto, de una forma más o menos intuitiva, nadie puede negar del placer que se experimenta allí. Entonces sucede que, muchas veces, en función de no cagarle la historia, no decimos lo que verdaderamente pensamos. 
Lo mismo pasa con cuestiones más tontas. El jean que se compró o el nuevo corte de pelo. Evitamos, muchas veces, pinchar el globo, porque entendemos que hay todo un mundo dispuesto a eso.

Ayer estaba viendo una película, The tale, que trata sobre la reconstrucción que hace una mujer de su primera relación sexual. Una relación que, mucho tiempo después, descubre que no fue tal, sino que se trató de abuso. En una conversación con su madre, respecto de este hecho que ocurrió cuando ella tenía 13 años, le pregunta por qué siente culpa. Y descubren, conjuntamente, que ella - la madre- había percibido esto y que fue su marido - el padre de ella- quien la convenció para que dejara su preocupación de lado. El padre tenía sus motivos para hacerlo, porque era una familia de mucha paranoia femenina, pero poco importa eso, sino que importa por qué la madre, que tenía la certeza de que algo estaba pasado entre su hija y ese hombre, decide desentenderse.
Traigo este ejemplo porque me parece interesante pensar cómo las mujeres, en mayor o menor medida, servimos de cómplices en determinadas situaciones. Y no escapa esto a la función que ejercemos desde la amistad. Nadie duda de que una amiga , ante un caso de violencia física, tomaría cartas en el asunto. Pero a veces las cosas se presentan de manera más sútil. A veces hay que animarse a decir que ese vínculo, tal como se lo relata - por más goce que haya en el relato o gusto que se sienta por ese hombre- no va. Animarnos a contradecir, a señalar, que es también una forma de acompañar.
Es un excelente momento para pensar estas cuestiones. Reubicarnos en los roles de amistad. Hay ahí también mucho por deconstruir.


miércoles, 20 de junio de 2018

La marca del rollo


Por Maite Pil. 






Basta con separarse para darse cuenta de que hay que comprarse ropa. Otra ropa. O hacer como mi vecina, que se separó casi el mismo día que yo, se tiñó el pelo y ya está estrenando novio. Hace muchos años atrás, cuando me separé de D., mi primera relación larga, fui a la casa a buscar mis cosas y él tenía zapatillas nuevas. Se las vi desde la otra cuadra, eran naranjas y llamativas. Pero no le dije nada. No contento con la situación, puso un pie arriba de la silla y se desató los cordones para volvérselos a atar. Él quería que le dijera algo de las zapatillas. Quería que volvamos. Demostrarme no sólo que era lindo, porque las zapatillas lo embellecían, sino también, que había algo de cambio ¿Si me cambio de zapatillas como no voy a poder cambiar todas esas cosas que te molestan? 
D. se confundió. La otra ropa nunca opera para la relación perdida. La ropa sólo puede funcionar en la medida en que, el cuerpo que habita debajo, no haya sido amado aún. Se puede enamorar con la ropa - con el pelo teñido- pero no se recupera un amor por esas vías. Lacan dice: "Lo que hay debajo del hábito y que llamamos cuerpo (...) es ese resto que llamo objeto a. Lo que hace que la imagen se mantenga es un resto (...) el amor en su esencia es narcisista, y denuncia que la sustancia pretendidamente objetal es de hecho lo que en el deseo es resto, es decir, su causa". 
Me separé de D. porque un día hizo mucho calor o, para ponerlo en términos macristas, de pronto pasaron cosas. Llegué al consultorio de mi primera (única mujer) analista y le dije que estaba derretida. Me preguntó que qué me derretía y ahí nomás me puse a llorar. D. no me derretía. Me había dejado de gustar. Fue la mejor sesión que tuve con ella. Esa sesión pasé a diván. 
El otro día estaba hablando con Flor Bea sobre cómo a veces creemos que nos curamos cuando, en verdad, es que no se presentó la oportunidad de enloquecer. Porque loca no es la quiere sino la que puede. Separarse muchas veces genera esa falsa ilusión de salud mental. 

Hay un sueño que siempre recuerdo. Yo estaba sentada en el inodoro hablando con ella, F.B., sobre el papel higiénico. Le decía que el de hoja simple era para los hombres y el de hoja doble era para las mujeres (tal vez pudo haber sido al revés). Cuando se lo conté en sesión a Lito Matusevich (mi siguiente analista) me dijo "ahí está tu rollo, dejamos acá". Tres minutos y el resto de mi vida duró esa sesión. 
A veces pienso en llamarlo. Contarle que fui mamá. Contarle que mi vieja se murió y que ya no sueño con animales que me atacan. 
Decirle que retomemos aquel sueño del rollo antes de que vuelva a jugar su papel si es que ya no lo jugó. 

domingo, 17 de junio de 2018

Más crianza, menos de todo lo demás.


Por Maite Pil.

Escribir no es lo mismo que hablar. El pensamiento se dispone de una forma particular cuando es llevado a la escritura. Algo parecido sucede con la condición de ser padres. No es lo mismo un padre en reposo que un padre en acción.
Más crianza, menos terapia”, de Luciano Lutereau, es un libro que requiere, merece, ser leído en reposo. No contiene recetas, como bien advierte el autor. No es un libro que podamos consultar mientras intentamos persuadir a nuestros hijos de que salgan de la bañadera porque el agua se enfrió. Además, sería un crimen salpicarlo. Me parece muy bien logrado ese efecto. No es sólo no ir a buscar recetas sino calmar las ansias de encontrarlas. El libro nos lleva a dejar de lado ese impulso que, tal vez, habite un poco en todos. En este sentido, creo que la proliferación de diagnósticos prêt-à-porter-como la denomina el autory su correlato en libros específicos, con soluciones específicas, que hablan de generalidades puntuales, es decir, de todos, pero a vos, que te pasa justo esto, responden a cierta demanda de querer saber sólo sobre aquello que se cree útil, aquello que saca del anonimato del padecer para ofrecer una solución a medida.
Luciano Lutereau es psicoanalista pero es también su condición de padre lo que lo mueve a esta escritura particular. Al comienzo del libro, hace referencia a cómo su conocimiento teórico no lo salva de incurrir en ciertos errores o torpezas típicas de los padres. Seguramente así sea, no creo que se trate de una falsa modestia que pretende ganarse la empatía de su lector. Pero el mismo ejercicio de su escritura da cuenta no sólo de que la teoría se cuela en su observación particular de su hijo sino que, llegado a cierto punto, es imposible no reconocer algo de aquello en su accionar.
Basta con leer la anécdota en que están llegando tarde, él y su hijopara darse cuenta de que hasta en éste último algo del psicoanálisis lo habita. Más allá de este vínculo singular que sobrevuela el desarrollo del libro, podemos encontrar las más diversas situaciones y momentos en la vida de padres e hijos.
Mientras leía el libro recordé un chiste de Friends, donde Ross dice “I was such a baby” y Phoebe le contesta que no sea tonto, que todos fuimos bebés - acá mal tradujeron como “me comporté como un bebé” lo cual ya hace que el chiste no tenga el mismo efecto-. La gracia radica en que Phoebe toma como literal una expresión que era metafórica, obviamente, pero también en que esto que es obvio (todos fuimos bebés) se nos presenta como velado. Nadie se identifica con un bebé aunque todos lo hayamos sido o, mejor dicho, la identificación puede darse en el sentido que Ross le dio: como un estado donde no hay razón ni madurez. A su vez, este chiste me llevó al discurso que Lousteau dio en el marco de la votación respecto de la despenalización del aborto y su exposición sobre cómo no puede identificarse con una mujer, ya que ser mujer es eso que nunca será.
Los adultos nunca más seremos niños, lo fuimos, podremos tener más o menos recuerdos de aquello, pero poco nos ofrecen respecto del misterio que a veces nos representan.
No quiero hacer un resumen del libro ya que confío en que decidan transitar la experiencia de la lectura. Una lectura que les aportará no sólo lineamientos sobre lo esperable de la infancia -que no es necesariamente lo que más cómodo nos queda a los padres- sino que, en el mejor de los casos, nos obliga a reflexionar sobre nosotros, los que criamos. Para que al momento de pensar a nuestros hijos no nos excluyamos. Asumirnos en ellos, asumirnos como padres posibles, más que padres ideales. Nos invita a ser tiernos, a ser responsables y a correr el eje de la preocupación de lo que se debe hacer. Empezar, por ejemplo, por aquello que creemos que no se debe hacer sería un gran comienzo. Tal vez, si cada padre pueda delimitarse al menos en ese sentido, lo que quede por dentro, nos haga más felices y auténticos.







domingo, 10 de junio de 2018

Celos will tear us apart



Por Maite Pil

Antes de ayer vi una película, “El hilo fantasma”, sobre la cual ya escribí pero dejé afuera esta escena que les voy a relatar, la estaba guardando para la ocasión. Sin entrar en demasiados detalles, la escena consiste en que la protagonista, que vive con su amante, por decirlo de alguna manera, lo ve a él tomándole las medidas para un vestido de novia a una chica joven y bella. Lo ve de lejos, más allá de la distancia física, porque lo ve de afuera. La cara se le transforma, en un segundo pasan por sus gestos angustia, odio y desesperación. Esa escena es la condensación perfecta de lo que los celos son y lo que los celos provocan. Al menos, en las mujeres.
La verdad es que la piba de la escena era linda, sí ¿pero para tanto? ¿Como para que te cague el día y, probablemente, la relación?
Se siente excluida, lo que me parece uno de los puntos claves del asunto. Las escenas que nos dan celos siempre son vistas de afuera, nunca formamos parte. Ya sea porque las observamos con paralizante fascinación o porque las fantaseamos con el mismo énfasis. Somos espectadoras, pasivas, de una historia, que la mayoría de las veces, no existe ni existirá. Pero no es ese en el único sentido que la exclusión aparece, se da, también, como una suerte de repartición de atributos donde lo que tenga ella yo ya no lo tengo, dejo de poseerlo. Si es linda, yo me siento horrible, si es inteligente, yo me siento una pelotuda. Y así, con lo que se puedan imaginar al infinito. La mala noticia es que el mundo está plagado de mujeres hermosas e inteligentes. La buena, es que tal vez la única que está pensando en eso sos vos.
En cambio, los celos de los tipos, son otra cosa. La posibilidad de que conozcas a otro más lindo y más copado que él, existe, obviamente. Que, vamos, puede pasarle a cualquiera, a un hombre o a una mujer en una relación hetero u homo; pero los celos no son preventivos, todo lo contrario.
Lo que importa es la construcción de ese celo, el contenido que cada uno le da. Cuál es el detalle o el dato que dispara semejante horror. Ahí radica la diferencia entre las posturas masculinas y femeninas.
Conozco mil historias donde había un tercero, X, que era fuente de celos, y luego con el tiempo, adivinen qué pasó: El celado se fue con X. Pero no porque hubiera verdad en la sospecha sino porque la sospecha plantó el deseo. (Si esto les pasó o llegara a pasarles, ni se gasten en explicarlo, o pedir explicaciones. No tiene sentido). Alguien me dijo una vez, que a su vez creo que se lo dijeron – el origen de esta frase tal vez nos pueda llevar a generaciones atrás, si alguien es el autor le reconoceremos los derechos- no hay que darles ideas.
Bueno, los celos de los hombres, ahí me quedé: El celo al pasado. El celo al pasado, es tan tonto como el celo al futuro, nadie lo niega, pero la diferencia es que el hecho ya fue consumado. No hay salida. Si el celo al pasado emerge, a menos que se pueda viajar en el tiempo, hay que agarrar la cartera e irse. Es un fantasma que carcome la cabeza y que poco se puede hacer al respecto. Hay una película muy buena que retrata esto que se llama “Song to song”. El protagonista (Ryan Gosling) descubre -descubre porque pregunta, no porque el destino así lo quiso- que su pareja tuvo sexo con un tipo que lo cago a él en un negocio discográfico. Un tipo que lo tiene todo, plata, facha, minas, poder. Un pene erecto caminante. Y Ryan (no recuerdo el nombre del personaje) no puede vivir con eso, quiere investigar, hace preguntas que sólo le traen respuestas insoportables. Cuántas veces se acostó con él, cuándo, etc. etc. ¿Cuál es la única pregunta que no hace en relación al otro? Si lo amaba, eso no lo pregunta. No le interesa. Él sabe que ella lo ama a él. Pero no le sirve. Porque no puede dejar de pensar en cómo se la cogería el otro. Si la tendrá más grande que él. Si la hacía acabar en tal o cual posición. Y se separan, obviamente.
Mientras que de un lado tenemos una postura femenina que cela la posibilidad de que otra sea más mujer, elegida para ocupar ese lugar, más merecedora de amor; del otro nos encontramos con una postura donde lo que se pone en juego no es amor, sino placer, que otro la haga (o la hizo) gozar más que él.

En fin, yo no estoy intentando hacer teoría, y mucho menos dar recetas. Me gusta describir aquellas cosas que observo; el saber, o construir cierto tipo de saber propio, debe servir de algo. No siempre se aprende de lo que se sabe, ni se pone en práctica lo aprendido. Pero si se empieza por algún lado, es sin dudas, sabiéndolo. Saberlo para no querer saber más nada de esto.

sábado, 9 de junio de 2018

“El hilo fantasma” - o cómo carajo hacer para que el amor funcione -






Por Maite Pil.


La película comienza con una serie de planos detalles de él, Reynolds, arreglándose, preparándose. Se viste, se maquilla. Una vez preparado, la cámara se aleja, y no vamos a volver a verlo tan de cerca por un rato largo – cuando está en cama padeciendo-. Hay que saber leer el lenguaje de la cámara en directores como Paul Thomas Anderson. Porque allí se dice, y mucho. Nos prepara para un personaje que nos va a mantener distantes, que sus ropas le hacen de armadura, ama a sus ropas y sus ropas lo aman a él.
La semana pasada les hablé de “L´amant d´un jour” y la triada que ésta planteaba. Acá, desde otro lugar, se repite la misma lógica ¿Será que las parejas siempre se forman de a tres? Vos, yo y lo imposible. Es, justamente, el desarrollo de ese imposible que se hace película y que nos pasea por una historia de amor, que más allá de algunos detalles extravagantes, no deja de ser una historia de amor de a tres más.
Cuando ellos se conocen, el flechazo es recíproco e inmediato. Él la ve y ya la está seduciendo. La forma en que le enumera los ingredientes del desayuno es muy erótica, tal vez el momento más erótico de la película (¿o me pareció sólo a mí?). En fin, él está dispuesto a seducir, le cambia el tono de voz, la mirada, tiene una sonrisa a punto de salir. Y ella, que sabe perfectamente lo que está pasando, las intenciones de él, ya tiene su número de teléfono preparado en un papel.
¿Por qué a él le gusta una camarera vulgar? Tengo dos teorías al respecto que se pueden complementar. Por un lado, ella le sirve comida. Y qué es la comida sino el primer lazo evidente de amor con la madre – madre nutricia que brinda sus cuidados mediante el pecho-. La otra, el uniforme. Él ama los uniformes. Ama que la ropa le de sustento al cuerpo, lo nombre, lo designe en tal o cual situación. Por esto, precisamente, nunca los vemos desnudos. No sabemos qué pasa, no hay ni una escena sexual, no sabemos cómo se las arregla él, ni ella, cuando la ropa no forma parte.
Podemos intuir que no es precisamente el acto sexual lo que los une, ella lo desea, claramente lo desea, y él desea vestirla. Vos, yo y la ropa.
Vale aclarar que la película comienza con otra ocupando el lugar de ella, una otra que claramente no supo qué hacer con esa imposibilidad primera, que no logró desnudarlo.
En la primera cita, ella, Alma, conoce a Cyril, la hermana de él. Y sabe, porque por eso se angustia, que ahí radica otro obstáculo. Vos, yo y tu hermana. 
Pero Alma ya decidió que lo quiere a él. Y cuando una mujer decide eso, poco se puede hacer al respecto. Va a conquistarlo a toda costa, a cualquier costo.
Él quiere hacer ropa, quiere diseñar, y no puede con todo. Alma le gusta, sí, la necesita cerca, relativamente cerca, pero hace lo imposible para mantenerla a raya. “El té te lo llevás, pero la interrupción ya se produjo” le dice Reynolds a Alma en una escena. Donde claramente el té no es el problema. A él se le interrumpe un modo de vivir, un modo de hacerse con sí mismo. Ella no se anoticia de su rechazo, insiste, interrumpe, se recupera de sus desplantes.
El quiebre en el vínculo se produce cuando Alma descubre que, ante los malestares físicos, él se despoja de sus ropas, se pone el pijama y se entrega a la cama, a la calma. Y allí sí hay lugar para ella. Un lugar maternal, pero un lugar al fin. ¿Qué disfruta Alma de estar en esa posición? ¿Cuál es su ganancia en todo este asunto? Haberle ganado. Habérselo ganado. Gana ganar. No ser como la otra que ocupó ese lugar en el desayuno, al comienzo de la película, y fue suplantada, esa perdió, para Alma, al menos. Alma se propone romper con la serie de mujeres que esperan de él ser amadas. No importa si el amor de él es una cagada, o un vómito, para ser más fieles a la trama de la película.
Y así es que, para reproducir aquella escena en la que ella tiene un lugar, una participación, lo envenena sin que él sepa, para que se sienta mal. Para poder entrar a su habitación, y verlo de cerca, verlo sin el uniforme de hombre fuerte. 
Luego, más avanzada la trama y casamiento mediante, en una escena maravillosa, surge el acuerdo en la pareja. Kiss me before i feel sick, le dice él con la cara iluminada. Ya no es ella haciendo de las suyas, interrumpiendo. Son los dos. Porque la postura de Reynolds no es puro cuento. No puede, si se siente bien, colocarla a ella en ese lugar que la hace feliz. Lo cual me parece todo un rasgo de salud, de su parte. No puede, diferente sería que gozara haciendo de cuenta de que no puede. Mucho se ha dicho acerca de los rasgos perversos de él. Yo, realmente, no los veo. Si hay alguien perverso, en tal caso, es ella; que lleva la fantasía, del enfermarlo para poseerlo, a la práctica. Vos, yo y la enfermedad.
Perversión o fantasía perversa, da un poco lo mismo. El punto es que ellos logran transformar ese “Vos, yo y lo imposible”, en otra fórmula. Que no dista demasiado de lo que puede suceder en una pareja, pongamosle, normal. Hay rituales, escenarios, que las parejas se arman para que la cosa funcione. Salir los viernes sin los hijos, no cocinar los domingos, comprar juguetes sexuales, etc.
Pero claro, el cine es un recorte, y como tal, nos deja con la ilusión de que esa fórmula funciona, y que se podrá sostener en el tiempo. Yo me pregunto qué va a pasar cuando lo imposible vuelva a emerger. Y mi fantasía, si se me permite, es que cuando se agote esto, la triada será: vos, yo y la muerte.




domingo, 3 de junio de 2018

En el ojo ajeno





Por Maite Pil


Quisiera saber, alguna vez
¿Te hiciste una paja pensando en mí?
No suelo hacer esta pregunta.
Y cuando me lo dicen
me ofendo casi nunca.
Pero a veces me pongo triste,
me doy cuenta del vacío.
¿Te molesta si te lo pregunto?
Cualquiera se puede hacer una paja.
Pongamosle un valor a la paja.
Para que no haga agujero.
No hay nada mío en esa paja.
¿Alguna vez te hiciste una paja pensando en mí?
Si me dijeras que soñaste conmigo.
No te digo lo que voy a pensar.
¿Te puedo preguntar si fue sin querer?
Puedo aparecer en una paja para otra.
Si llegaras a decirme eso, al menos.
¿Te pasó? ¿Me lo contarías?
De todas formas quiero saber.
¿Alguna vez te hiciste una paja pensando en mí?
No puedo ubicar el sexo en vos.
A veces parecés tan virgen.
No puedo recrear tu sexo.
Ni arriba, ni abajo.
Ni parado, ni sentado.
Se te borra la cara.
Se te disuelve el cuerpo.
Quiero completar la escena.


sábado, 2 de junio de 2018

L´amant d´un jour (Amante de un día)


Por Maite Pil

Antes de empezar a ver la película, sin saber previamente nada de ella – la película, que es femenino pero también es mujer, y nos habla – pensé en lo absurdo del título. Siempre se es amante de un día, aunque haya extensión en el tiempo. Así como Don Juan las amaba una por una, los amantes lo son día por día. Y no faltó la referencia explicita a Don Juan en boca de uno de sus personajes, Gilles, un profesor de filosofía que puede hacer con el amor- más allá del decir- lo mismo que cualquier otro.
La película comienza con una separación, la de Jeanne y Mateo. Jeanne, hija de Gilles, acude a su padre y se encuentra con que éste no vive solo, sino con Ariane, una alumna de él.
Pareciera no haber nadie más en este universo que nos presenta el director, las calles están prácticamente desoladas, no hay extras, como no lo hay en las fantasías. No hay tiempo, o capacidad, para rodearnos de detalles. El blanco y negro también opera en este sentido, no trabajar el color es un recurso más puesto al servicio del protagonismo fundamental – y por fundamental me refiero a lo que da origen- que al dramatismo o la nostalgia de esta triada padre-hija-amantes.
No hace falta ser Freud para darse cuenta de que, si ella acude como primer medida al padre en semejante situación, algo del orden de lo edípico se va a poner en juego acá. Hasta el tamaño de la cama del padre, que es ridículamente chica, habla de eso.

Digo que la película es mujer y nos habla, porque la voz en off es una voz de mujer. No sólo en su timbre sino en lo que enuncia. No escuchamos una voz en off al estilo Woody Allen, que es un barroco narrativo, escuchamos una voz que está al servicio de la puesta en escena femenina. Que le habla al espectador, por momentos, pero fundamentalmente le habla a los protagonistas, los coloca en el escenario que los hace gozar. Nos habla a nosotros porque no le queda más remedio. Sólo mediante el espectador es que se logra retornar a ellos para así completar el acto. (Dinámica que se repite y alterna entre sus protagonistas).
Gilles al comienzo está apasionado. Hay una escena en que él y Ariane van a tomar un café y ella le cuenta en qué clase se enamoró, ella la recordaba perfectamente, la clase en la que él dijo que la filosofía no es un divorcio con la vida -No podría haberse enamorado de otra cosa; más avanzado el film, cuando Jeanne le pregunta a qué se dedica su padre, ella contesta que a divorciarse-.  Es esa fatal frase que ella le recuerda la que lo impulsa a él a proponerle una modalidad de amor libre, sin exclusividad sexual. Propuesta que a Ariane la angustia, en un principio, pero que luego pone en marcha como nadie.
Jeanne y Ariane comienzan a hacerse más amigas y a salir, una para olvidar, la otra para recordar. Ariane, efectivamente, termina acostándose con un chico. Encuentro que no pudo guardarse para sí. Y ahí está el tema, el gran tema. Para ella no funciona si él no se entera, porque no quiere ocultar, para él no funciona si no es ignorando. Ignorar no sólo con quién y cómo se acostó sino, también, que el pacto es insostenible. Que no se trata de opuestos complementarios. Se trata de algo que pronto va a romperse y no va a suceder en forma armónica, como él fantasea que va a ser la relación de ellos, que su ignorancia le iba a poder garantizar. Y pasa lo peor, lo peor para él: la ve teniendo sexo. "Te vi tan perdida, tan sensual con otro", le dice. Un reclamo absurdo, que él más que nadie sabe que es absurdo, pero que duele como la hostia: le duele el placer de ella sin él. Y le duele la imposibilidad. Aquello con lo que enamoró es lo que ahora lo separa. Le duele que su filosofía sí se haya divorciado de la vida, de lo real. Y la relación llega a su final.
La película no, todavía queda por resolver el destino de Jeanne, que a menos que esté dispuesta a acostarse con el padre, debe hacer algo más. Así que, ahora que el padre está solo, decide volver con su ex, Mateo.
Y así se cierra esta historia, con una escena en un restaurant, Gilles, Jeanne y Mateo. Porque en esta familia, donde comen dos, comen tres.