Por Maite Pil
La última vez que había ido al teatro y salido así de
emocionada fue con “Medea” en el teatro San Martín. En esta ocasión fue la obra
“Las descentradas”, de Salvadora Medina Onrubia , la que me devolvió al cuerpo
esa específica sensación de haber formado parte de un espectáculo teatral
gozoso. Cuánta tensión se juega allí, en
el escenario y en el público, siendo testigos todos de lo inacabado, de un arte
en proceso. El teatro nos coloca frente
a algo que el cine no nos da: la contingencia, el margen al error. La obra ya no está en cartel pero pueden
leerla en “Las descentradas y otras piezas teatrales” de Ediciones Colihue.
No es azaroso que esta obra me remita a aquel mítico
personaje de Medea. Una mujer que comete
el acto más horroroso en nombre de lo más preciado: el amor. También Elvira,
protagonista de “Las descentradas”, cae, en cierta medida, en esta trampa. Mujeres
¿Quién las entiende? ¿Por qué tanto drama?
De más está decir que a mí, algo de este
drama, me deja capturada… Hasta el
psicoanálisis intentó responderse la pregunta sobre qué quiere la mujer. La respuesta está, claro, en una por una. Que
vaya a ser descubierta, o no, ya ese es otro cantar.
Elvira está infelizmente casada con un corrupto político
argentino. Ella quiere ser otra mujer, quiere
estar en otro lado (ocupar otro lugar en esa sociedad machista), y mientras tenga
a su esposo, parecen ser claros sus deseos. O para decirlo en términos de Lacan: “Los
obstáculos externos que impiden nuestro acceso al objeto son precisamente los
que crean la ilusión de que sin ellos el objeto nos resultaría directamente
accesible.”
Elvira se enamora, muy a pesar suyo, del prometido de su
mejor amiga, una niña consentida, simple y feliz,
que pocas curiosidades tiene acerca del sentido de la vida y poco
conocimiento sobre el dolor. Elvira y su amante son descubiertos por su esposo,
el cual le pide el divorcio. Ella lo acepta y va a vivir un tiempo a la casa de
una amiga suya, Gloria, escritora. Una mujer que ha sido condenada por su
entorno por haber dejado a su familia para dedicarse a su arte. Los diálogos
entre ellas dos no tienen desperdicio. “Todo es una traba en el camino si a
donde se quiere llegar es a la felicidad” le dice Gloria a Elvira con todo el
dolor del mundo. El dolor que le proporciona el hecho de haber abandonado a sus
hijos por algo que creyó iba a hacerla más feliz. Y no. Escribir no la hace
feliz, ya no hay lugar para la felicidad en su universo, tan sólo actos
desesperados para mitigar la angustia. Elvira, en un principio, se resiste a
creerle. Le habla acerca de su proyecto, quiere tener una familia, plancharle
la ropa a su futuro esposo, cocinarle. Ser su
mujer. Cree haber encontrado el lugar. “¿Y si la felicidad fuese sólo una
palabra?” le pregunta Gloria . Nadie va a responder jamás esa pregunta con
palabras.
Elvira renuncia a su amor, cree que él debe casarse con
aquella niña que tanto lo desea y tanto está sufriendo por él. “Cuando hay dos
mujeres involucradas con un hombre siempre gana la distante” dice Elvira. Ella
renuncia a su amor para ganar. Para ganarse un lugar en el deseo de él. Para
que él la extrañe, la añore, para que él se pregunte cómo habría sido la vida
con ella.
Renunciar. En orden de alcanzar una fantasía, un deseo, es
necesaria la renuncia. Lo contrario a lo
que suponen (¿imponen?) las sociedades de consumo, donde el imperativo es la
acumulación sin renuncia. Voy a citar
nuevamente a Lacan porque creo que nadie pudo decir ciertas cosas mejor que él:
"Para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un
agujero."
“Nos ganaron los simples, los que tienen el secreto de la
vida” exclama Gloria al final de la obra. El secreto de la vida. Qué paradojal.
Pareciera ser que cuántas más preguntas nos hagamos acerca de él, más nos alejamos.
Tal vez este secreto de la vida, la posibilidad de
construirse un tipo de felicidad, sea justamente el no intentar llenar todos
los agujeros. Y así, entonces, poder construir otra cosa, en otro lugar. Poder
armarnos como hombres y mujeres, y aceptarnos agujereados. Elvira no pudo, no
pudo con el agujero que Gloria le mostró al decirle que la felicidad sea, tal
vez, sólo una palabra. Elvira quería un amor totalizante, idílico. Quería la
felicidad, toda ella, completa. Éste es su acto horroroso. El no haber podido
dejarse amar a pesar de los vacíos.
Nuevo curso de análisis y crítica de cine!
ResponderEliminarEl Trompo - Espacio Cultural Boedo
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