Por Maite Pil
Cata no sabía cómo se llama esa chica cuya voz sobresalía del coro de murmullos, o tal vez lo que sobresalía no era la voz sino el discurso. Cata nunca pudo con su genio, aunque las reuniones a las que acudiera estuviesen llenas de gente, su atención siempre se dirigía a un mismo blanco. Cata se comportaba como una vouyerista siempre que de noviazgos ajenos se tratase. Los examinaba, se nutría de ellos.
Más que los novios, le importaban las novias. Qué hacían, qué tenían, qué decían, cómo se vestían y a quién votaban. Quería saberlo todo. “¿Quiénes son esas mujeres que tienen un hombre a su lado?” Esa parecía ser la pregunta que regía su interés.
-Yo te dije que esa planta no iba al sol, ahora está toda marchita al lado del lavarropas, queda espantosa, además tendríamos que haber ido juntos a comprarla así yo te mostraba cuál elegir.-Le decía la novia de discurso llamativo, a su novio, en aquella reunión. Cata no lo podía creer, contando ese, la novia ya había hecho seis comentarios de ese talante. Promediando los tres comentarios incisivos por hora.
“Si ella fuese una perra le estaría meando las zapatillas al novio para marcar territorio... Me gustaría saber dentro de diez años qué va a ser de esta pareja ¿Seguirán embadurnados de este estilo de te-controlo-porque-no-puedo-soportar-el-hecho-de-que-seas-una-persona-que-vive-fuera-de-mí?”, pensaba Cata. Y descubrió que con esa pregunta había arribado al quid de la cuestión. Sus largos años de soltería no habían sido casualidad, o desdicha. Ni siquiera el maleficio de algún ex novio, o de la ex novia de algún ex novio. O el maleficio de la actual novia de algún ex. Habían sido elección. Una elección que cobró sentido esa misma noche, cuando entendió que el otro es otro, y en otro quedará.
Ahora sí podía elegir Cata ser ella misma una novia.
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