Por Flor Bea
Ilustración: Juan Manuel Barrientos
Miércoles. Día atareado si los hay. Encima, diluvia. De yoga (8 am) a la oficina (9 am); de ahí, al taller de cerámica (18 pm); del taller, a lo de Martín (21 pm).
Martes 22.36 pm. Laura, al teléfono, dijo: “¿Te parece, Carla, ir del taller a lo de este pibe? No sé cómo hacés, yo necesito –mínimo- cuatro horas antes de la cita estar en mi casa y prepararme. Además… ¡a la casa!, si me dijeras que se encuentran en un bar, bueno, pero a la casa… van a terminar en la cama y vos te bañás… ¿a qué hora?”. “A las 6 y media, porque encima mañana tengo yoga, me levanto más temprano. ¡No!, pero olvidate, no pasa nada, Lau, tampoco es tan grave, al contrario: re espontáneo, más relax para todos. Tampoco me importa demasiado, eh”.
Lunes 16.58 pm. Martín, vía mail: “Hola, Car, ¿preferís que cenemos en casa?, yo estoy en Belgrano. Bah, no sé, como quieras, yo por vos, eh. A mí me da igual. También podemos ir por Palermo que nos queda a los dos cerca, si tu taller queda en Colegiales…”. “No, pero Belgrano también me queda bien. Voy para ahí, despreocupate”.
Miércoles 9 am. Llego a la oficina, dejo el paraguas abierto para que se seque. Mi pelo es puro frizz por la humedad. Me pongo desodorante de nuevo, igual en yoga no transpiro nada.
Martes 23.48 pm. Me depilé de punta a punta.
Miércoles 13.30 pm. No tengo hambre, tengo un agujero en el estómago. Saber que tengo una cita a la noche me abre el apetito. No voy a almorzar un yogurt como siempre, prefiero algo de harina, que me absorba los jugos gástricos: no estoy dispuesta a llegar a lo de Martín con ruidos en la panza. Bajo a la rotisería de la cuadra. Camino por la calle porque en la vereda angosta no entramos todos. La chica me reconoce aunque hace mil que no le compro: “Todo bien, ¿vos? Dame una porción de tarta de calabaza”.
18.04 pm. Corro como una loca por la ciudad de Buenos Aires esquivando todos los oficinistas del Bajo para llegar al subte a tiempo y al taller a horario. Cuatro rayos furiosos de sol parten al medio la atmósfera contaminada que atravieso. Subte. Lleno de gente. Con el paraguas golpeo sin querer a un nene de unos ocho años: “perdón”. Al pedo, ni me mira, ni me escucha: va con música. Mi cabeza queda a la altura de la axila del tipo que tengo al lado. “Espero no tener yo ese olor”, pienso. Por la columna vertebral me corren dos gotitas de transpiración. Una vértebra hace que una se desvíe. Decido que debo tener escoliosis, que mañana sin falta saco turno con un traumatólogo. La que no se desvió me llega al huesito dulce, me hace cosquillas. Tengo ganas de pedirle a uno que está sentado que me rasque o me seque; es lindo: ojos almendra y barbita marrón con pocas canas. Siento deseos de transpirar con un hombre en la cama. Pienso en Martín; lo conozco físicamente, pero lo vi una sola vez en mi vida y hace bastante, no me acuerdo casi nada.
18.29 pm. Hago un cenicero y, mientras, pienso que es ridículo llegar con el paraguas a su casa. Es más, decido que es ridículo ir a su casa directamente de todas mis actividades; “tendría que haber faltado al taller e ir a bañarme, cambiarme, maquillarme, como una mujer normal. Laura tenía razón”. ¡Sí, tengo la certeza de que es ridículo! “¿Por qué hice una cosa así?”. Decido que tengo que hablarlo en terapia, que es significativo. Pienso que lo más sensato sería cancelar la cita. O plantarlo.
18.30 pm. Ahora pienso: “Ya es tarde para deshacerlo todo. Hacete cargo”. No me animo a irme antes de que termine la clase de cerámica, nadie entendería nada, ninguna hizo eso nunca en los cuatro años que llevamos de taller. Desesperación, “qué hago”. Dejo el cenicero y agarro el porta cosméticos. Baño. Me lavo los dientes en la casa de mi profe de cerámica. Pienso: “Al menos adelanté con algo: los dientes ya están”.
20 pm. Salgo volando de la clase. Perezco una loca, se dieron cuenta de que algo me pasa, salí sin darles un beso, ridículo. Quiero deshacerme del paraguas, hace nueve horas que no llueve. Pienso en tirarlo en un tacho de basura. “No, Carla, te gusta el paraguas y Martín no sabés todavía. No lo hagas, no sacrifiques más por un tipo que no sabés si va a resultar”. “Tenés razón”, me contesto. Tengo que tranquilizarme.
20.18 pm. Entro a una perfumería. Hago de cuenta que me interesan los precios de los perfumes importados. Los miro con atención y pongo cara de “no son tan caros, para nada…” y así, como al paso, mientras voy yendo hacia la puerta para salir, me pongo mucho Ciel en las muñecas. Por suerte, probador. “Los dientes y las muñecas ya están”, pienso.
20.27 pm. Sigo caminando hacia el subte. Estoy dispuesta a tranquilizarme y pensar soluciones inteligentes al tema del paraguas. “Ok, no lo voy a tirar, pero no voy a llegar a su casa con él”, está decidido. De pronto… ¡la solución!
20.31 pm. Eki. Supermercado abierto, pero a punto de cerrar. Lo tengo todo planeado. Voy a los lockers rojos, meto el paraguas y cierro con llave. Tengo que comprar algo para justificar que estoy ahí adentro. Pero comestible no, ya me lavé los dientes. “¿Qué compro?”. No se me ocurre nada, la mente se me pone en blanco, empiezo a sentirme mareada. Pienso que lo mejor es ir y hablar con la cajera, sinceramente. De mujer a mujer. Es más: de humano a humano. Después de todo, somos todos seres humanos, nos pasan las mismas cosas. Sólo que a veces nos ponemos tímidos y tontos, pero es una picardía. “Yo sólo necesitaba guardar un paraguas hasta mañana”, practico para adentro mientras avanzo hacia la caja. Llego, estoy por hablar, pero me mira como diciendo: “Dale, tarada, apoyá el producto que llevás en la cinta así te cobro de una puta vez y puedo cerrar la caja para irme a mi casa y estar con mi marido y mi bebé, forra”. Le pido unos OB Súper. Los tiene sobre su cabeza en una especie de pecera colgante, bajo llave. “¿Bolsa?”. No, los meto en la cartera. Salgo rápido, tengo miedo de que el pibe que estaba cerca de los lockers me grite: “¡Ey!, tu paraguas, ¡te lo estás olvidando!”. Sí, seguro, porque me vio cuando lo guardé, sí, está por gritarlo, la puta madre. Salgo corriendo, empiezo a correr mucho. Estoy dispuesta a llegar a lo de Martín corriendo. A las tres cuadras me doy cuenta de que es una locura. Paro, nadie me sigue. Me empapé en transpiración. Me pongo desodorante de nuevo, en medio de Av. Cabildo. No me importa nada. Ya no me siento olor a Ciel.
20.45 pm. Subo al subte. Planeaba retocarme el maquillaje en el viaje. Pero no hay un puto asiento libre. Me bajo sin poder hacerlo. Mientras salgo por la escalera mecánica, pienso que mañana en algún momento del día debería ir a Eki a buscar el paraguas. Me lo agendo: tengo miedo de olvidarlo. Aunque cuando vea la llave del locker en mi cartera, me voy a acordar. “Qué boluda, para qué lo agendé”. Lo tacho. Después voy a ver si puedo tapar el tachón con algún sticker.
21.05 pm. Entro a un McDonalds a usarles el baño. Me retoco por fin el maquillaje. Estoy impresentable. Me digo en el espejo, mirándome fijo a los ojos: “Ni se te ocurra permitir que descubra que nunca pasaste por tu casa. Es lo último que tenés que permitir, Carla. Él tiene que creer que, como una mina normal, estuviste en tu casa preparándote para él, re tranqui, con música clásica de fondo. Y que estás así, relajada y limpia, normal…”. Me lavo las manos. “¡La concha de la lora! Esto no es jabón, es un desinfectante de la hostia, ¡¿la gente cómo mierda hace para comer hamburguesas con este olor en las manos?!”. Empiezo a sentirme un poco cansada. Tal vez necesite masajes, ojalá Martín sepa hacer.
21.18 pm. Salgo de McDonalds. Avanzo por las veredas con las manos bien abiertas y los dedos separados para que se ventilen. “Cuando lo bese, me tengo que acordar de no acariciarle los labios con las yemas de los dedos”.
21.22 pm. Toco timbre. “Ahí bajo”. No sé en qué posición esperar. Sé que la ideal es algo así como la espalda apoyada contra la pared que tiene el portero eléctrico, pierna derecha en el primer escalón e izquierda en el segundo. Pero no puedo sostenerla cual momia. Paso por otras, estoy dejando esa para lo último. Aparece. “Qué ascensor rápido”. Bueno, me la reservo para la próxima.
21.25 pm. Subimos al ascensor. “¿Te ubicaste bien para llegar desde Colegiales?, ¿venías de un taller, no?”. Noooooooooooooooooooooooooooo. Pero qué idiota, ¡¿¿yo se lo dije??! No me acuerdo nada, pierdo nociones, me descompongo, me baja la presión, en ese momento decido que tengo claustrofobia en los ascensores, empalidezco, se me tapan los oídos, se me dan vuelta los ojos. Negro.
22.17 pm. Llega mi taxi. Subo después de “chau, hablamos”. El olor a desinfectante en las manos no me deja componerme. Le pido que frene para vomitar. Vomito la vida. “Ahora sí. Meta quinta, lleguemos de una buena vez a mi casa. Sólo quiero dormir. Mañana tengo un día complicado”: oficina en el Bajo, sacar algunos turnos por teléfono, psicóloga en Barracas y Eki en Colegiales. “En la otra punta de la ciudad, la concha de lora, me cago en la puta mierda y en la putísima lluvia”.