Por Maite Pil.
Durante dos años salí con un hombre que, no importaba qué día fuera en el que nos despedíamos, siempre tenía una actividad posterior. Y no eran excusas para que me fuera porque yo sabía muy bien que después del desayuno me quedaban quince minutos para juntar mis cosas. Excepto dos o tres veces que trascendimos eso. Supongo que tenía, lo que se llama, una vida. Lógicamente él me preguntaba qué iba a hacer yo, y yo a veces le mentía, le inventaba una salida a algún lugar interesante, o algo por el estilo. Otras veces simplemente le contestaba que no sabía. Pero nunca me animé a decirle que nada. Sentía que se iba a sentir devorado por esa nada.
Me sigue pasando un poco lo mismo, siento entre envidia e incomprensión por la gente que se la pasa haciendo cosas. Yo me hago tiempo para hacer nada. Disfruto de la nada, puedo habitarla con liviandad, pero me incomoda la mirada de los otros en relación a eso. Fantaseo con que el otro ve mi nada como a un abismo al cual podría caer. Es fácilmente confundible con la soledad, y lo entiendo.
El domingo tiene mala fama un poco por esto, porque confronta al ser humano con cierto sinsentido, la nada es un poco eso. Todo empieza de vuelta, la rutina, la semana, y aunque se viva una vida menos estructurada, de todas formas, no se le escapa a la sensación de lo cíclico tan fácilmente.
Con los vínculos también pasa, hay una especie de ciclo que se sucede. El punto cero del contador es la separación de una relación, obvio. Pero no cualquier relación, me refiero a una relación posta, estable. Acostarse tres veces con una persona y que no te llame más, es el siguiente paso. Y después aparece uno que te gusta pero se va todo al carajo. Y después de ese, aparece uno que gusta de vos, y a vos te da culpa que no te guste porque sabés que es un tipo sano, pero no hay forma.
Antes de tener una hija, convivir, fracasar y todo eso, pensaba que la vida amorosa era infinita. No era consciente de eso en aquel momento, obviamente, pero ahora que lo veo en retrospectiva me doy cuenta de que así lo sentía y así lo vivía. No en un sentido optimista, ojo, sino con la libertad de quien se sabe innoviable. No doy novia, qué le vamos a hacer. ¡Por exceso y por defecto! Doy romántica con pasado turbio. Es la peor combinación del mundo. Les juro.
Siempre que tuve una pareja fue gracias a cierta actuación por omisión. No contar que mi primera relación sexual fue a mis 15 años con un tipo de 32, fumar únicamente en espacios abiertos, vestirme menos ridícula. Ese tipo de cosas. No hablar de tríos, ni de la vez que salí con mi hermana y una amiga y fuimos al departamento de unos chicos venezolanos, donde me senté tres veces, desnuda, arriba de una estufa prendida porque había perdido la sensibilidad en todo el cuerpo.
Por alguna razón mis mejores anécdotas son medio freakys y al minuto de terminar de contarlas ya me arrepiento. No funcionan en una primera cita, ni en una segunda. No funcionan. Y ya no caigo más en la trampa de esa noche intimista, donde se supone que hay luz verde para ser honestos, entonces nos abrimos y nos contamos la verdad del otro. No, a mí con esa no me cagan más. No es que vaya a mentirles, es que no tengo más ganas de hablar de mí. Contar quién soy, qué hago, qué quiero. Es prácticamente someterse a un régimen nazi tener una cita en esos términos. Y yo me siento una gitana a punto de ser descubierta.
El amor vendrá o no vendrá. Nunca se sabe. Pero yo ya no disfrazo mi nada de algo ni actúo el rol que me convenga. No se trata de un radicalismo, más bien todo lo contrario. Una negociación puede durar para siempre, una impostura no.