Por Maite Pil.
Quería escribir sobre el film "9 semanas y media". Pensar por qué mucha gente de mi generación no lo vio, por qué no se ha convertido en una película de culto o, por su contrario, una película desgraciada; no acaba por ser ni una ni la otra. Para este ejercicio, obviamente, no sólo tenía que volver a ver la película sino que, además, tenía que leer y ordenar en forma cronológica una cantidad significante de críticas y referencias a ella.
Nada de eso sucedió, nunca fui buena alumna, ni siquiera de mí misma. Prefiero tomarme una cerveza, o varias, en un bar antes que responder a consignas. Nunca pude cumplir con esta clase de entregas.
La pregunta que se desprende de esta situación, obviamente, es qué le compite al saber.
¿Por qué preferiría hacer otra cosa?
Y en este sentido, y aunque no haya estudiado, voy a ser categórica: al saber le compite el cuerpo.
En el cuerpo habita un mas allá, podemos mirarnos en el espejo, podemos sacarnos una foto, podemos, incluso, bajar la vista y considerar cuerpo a todo aquello que está de la nariz para abajo. Y no alcanza.
Podemos pretender hacer del otro un cuerpo. Pero es inútil; se modifica cada vez que entramos en contacto con él. No hay manera de abarcar la totalidad de un cuerpo visualmente. La maja desnuda no está completamente desnuda ¿Qué hay en su espalda? Nadie lo sabe. O qué sé yo qué pasa con los pies cuando miro una cara, un muslo o una nuca.
Lacan dice que no hay relación sexual. Lo dice, un poco, arbitrariamente y, otro poco, reposando en un montón de conceptos sumamente complejos. Creo que, con haber dicho que no se pude ver a un cuerpo en su totalidad, habría bastado. Me parece a mí.
Convengamos que, en términos generales, más allá de que los telos hagan todo lo posible por su contrario, la idea de duplicar miradas es incontrastable. O se mira al cuerpo o se mira al espejo, no se puede hacer las dos cosas en simultáneo.
Lo que sí se puede, y de hecho se hace, se quiera o no, haya o no haya un espejo mediando, es fantasear con la mirada de un tercero. Es esa fantasía- no en un sentido erótico- constitutiva y complementaria, porque viene a poner cuerpo allí donde el ojo no llega, la que hace que sea imposible la comunión de a dos. Como ocurre, incluso, en la ideación y puesta en escena de la venganza. No hay forma de que complazca a quien la lleva a cabo en la medida en que no sea reconocida, o relatada, como tal. Tanto a la venganza, como a la relación sexual, se le suponen placeres que no le son del todo propios.
Lejos de querer entristecerlos con esta mínima redacción, porque para eso ya se ha inventado todo, desde la ópera hasta la clase media, me gustaría rescatar como recurso la desnudez. No como objeto de observación pornográfica sino como medio de comunicación. Hacer contacto con la piel del otro es lo más cerca que podemos estar de ser humanos. Y después se verá qué hacemos con eso.
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