domingo, 29 de julio de 2012

¿Alcoyana, Alcoyana?


Por Maite Pil. 


En mi ritual dominguero de investigación para el blog,  decidí buscar en internet notas dirigidas a los hombres sobre conquista y otras yerbas. Generalmente, cuando son dirigidas a mujeres, los títulos suelen ser: “Cómo enamorar a un hombre”, “La gran noche: Cómo vestirse para la primera cita”, “Hacete amiga de tu ginecólogo” , “Volver con tu ex: Pros y contras de la segunda vuelta”, “Tips para ser el centro de las miradas”, etc, etc.  Y googleo, entonces, y me topo con una nota titulada “La siempre lista”. (Publicada en la página de una famosa marca de desodorantes que promete, al usar su producto, sexo hasta al más estúpido de los hombres.) Una nota que habla sobre cómo detectar, al final de la noche, a una mina que esté dispuesta a irse del boliche con cualquiera. 
Es decir, del lado femenino tenemos un sin fin de preocupaciones que van dirigidas a la seducción y a la obtención del amor. Revistas y publicaciones varias que giran en torno a esta temática son consumidas por las mujeres. Y como en todo lo tocante al consumo, uno termina preguntándose qué vino primero, si el producto o la demanda. Seguramente se sobredeterminen. El problema, claro está, que el alcance, las consecuencias que de esto se desprenden, van más allá del mero acto del comprar tal o cual revista. Se van moldeando discursos. Imperativos sociales, por denominarlos de algún modo, que nos afectan a todos.  Que el amor es sólo cuestión de mujeres es una gran mentira. Y basta con leer a Lacan, a Zizek, Fromm, Barthes, escuchar a Dolina, o escuchar tango, por dar algunas referencias, para darse cuenta de que no es así. Que el sexo ocasional es patrimonio masculino: Bueno, no hace falta ser un genio para saber que detrás, delante, arriba, o debajo de todo hombre que está teniendo sexo “ocasionalmente”, hay una mujer.  
Hay una tendencia, una necesidad, probablemente, de establecer diferencias entre hombres y mujeres.  Tanto más fuerte cuanto más se avance en dirección a la igualdad y la pluralidad. Y ojo,  no niego que existan algunas diferencias así como también creo que en ciertos sentidos son necesarias. El enigma y la curiosidad mucho tienen que ver con el deseo. Existen en tanto construcciones simbólicas, lógicamente. Que nos van moldeando y nos hacen identificar con tal o cual cosa y nos permiten, entonces, construir una identidad, y adoptar una postura masculina o femenina.  
Lo interesante de todo esto, y lo paradojal, es que se acepta la igualdad en terrenos donde justamente, lo que no aparece, es la comunión de los das posturas (masculina y femenina). Voy a hablar de hombres y mujeres para simplificar la cuestión, pero bien sabemos que el sexo o género no determina la elección de objeto. Vivimos en una sociedad que acepta una mujer policía o un hombre diseñador de interiores, por dar un ejemplo grotesco de cuestiones que antes eran patrimonio de un solo sexo y privativo del otro. Es muy difícil hoy en día sentir al propio género como un impedimento. Entonces, mientras avanzamos en aspectos profesionales y de derechos se retrocede en otros. Sin embargo, los puntos que debieran unirnos, los aspectos en los que deberíamos comulgar, se nos presentan como incompatibles.  Hombres buscando sexo y mujeres buscando amor. Así se plantea la cosa. (Ni hablar de los usos que se hacen del cuerpo femenino, eso ya merece un capítulo aparte). El, supuesto, desencuentro de propósitos es permanentemente planteado y tal vez la publicidad sea la mayor cómplice de esto. Por eso creo que ahí está la clave.  El ejemplo más alevoso y paradigmático que se me ocurre es el de  la publicidad de una tarjeta de un banco. Allí se presenta a un matrimonio completamente desigual.  Ella es una romántica absoluta y él es un apático. Uno mira eso y se pregunta por qué están juntos, qué los atrae, cuál es el sentido de continuar con una pareja así. Lo presentan con un tono cómico, claramente, pero es lamentable y patético. Triste, muy triste ¿Qué los une? ¿Cuál es el punto de encuentro? Usar la tarjeta de crédito.
Que cada uno saque su propia conclusión.  

lunes, 16 de julio de 2012

Las casas

Por Flor Bea
 
Me he mudado de casa, como de barrio, tantas, tantas veces. Me mudé también de compañía. Y sí, creer o reventar, yo vivía con un tipo. Éramos una pareja. Si éramos felices no tengo idea porque recuerdo poco y nada de aquella etapa de mi vida. Fue lejos y hace tiempo, cuando yo era joven, muy joven y me pintaba los ojos de negro y no me pintaba los labios porque besaba seguido. También viví con amigas. Con una duró muy poco la convivencia porque ella quedó embarazada y a continuación nos peleamos. Una parte de la pelea fue un malentendido, la otra parte fue bien entendida. Con otra amiga conviví bastante más. Porque ninguna quedó embarazada y porque nos compensamos bien: yo grito cuando ella calla, ella calla cuando yo grito. O sea… la gritona soy yo, asumido.
Pero llegué a las casas porque estaba pensando en otra cosa. En mis invitados en mis casas. O más bien, en mí en mis casas con mis invitados. Quiero decir: qué lindas y cómodas que me parecieron a mí mis casas. Un ambiente, estufa, sahumerios, los violines de Kronos Quartet sonando en un buen parlante… ¿qué más podía querer yo de una casa “mía” (entre comillas porque siempre fueron alquiladas)?
Pero entonces él me dijo que venía a cenar a casa. Que me ocupara de la cena, que él llevaba el vino. ¿A casa?, ¿de la cena? Me bloqueé. O sea, arroz integral (si no blanco) para mí era sinónimo de cena. ¿¡Y a casa!? De pronto tuve la sensación de que no iba a pasar por la puerta de entrada. Él era tan alto y mi casa, por dios, de un ambiente, tan pequeña. No íbamos a entrar los dos en la cocina, no, no íbamos a entrar, definitivamente. La cena resultó el chau fan de mi chino de entonces, y su vino. Se quedó a pasar la noche. Pero como tuvimos que dormir en mi cama de una plaza y media que a su vez hacía de sillón y él tan grande… se despertó y se quejó del dolor de cuello y entonces yo… pensé que nunca más iba a llamarme.
O el uruguayo que vivía en Colonia y me dijo: “Te extraño, te amo, me voy para Buenos Aires. Bancame en tu casa hasta que consiga algo”. ¿¡En mi casa!? Bueno, salí corriendo a comprar un camino para la mesa ratona, fundamental. Y averigüé en todos los Frávega si de verdad era malo poner el microondas encima de la heladera. O sea, se me había metido en la cabeza que sin microondas no lo podía recibir. Pero en mi cocina… apenas entraba yo (una vez tuve un depto en el que no entraba la heladera en la cocina y la tenía en el living, sí, pasé por todas). Nunca compré el microondas porque una compañera de la oficina me preguntó dónde iba a poner todo lo que tenía arriba de la heladera (licuadora, especiero de seis frasquitos, frutera, panera y rollo de cocina) y entonces caí en mi realidad.
Pero el peor ataque de nervios lo tuve cuando mi rubio preferido me llamó para dormir juntos. Bueno, su casa descartada excepto que su esposa quisiera dormir con nosotros también. Ambos odiamos los telos. OK, mi departamento.
–A las 10 está bien.
Corté. Me tamblaban las manos. Miré a mi alrededor. Agarré el Blem pero me estaba meando. Fui al baño con el Blem. Hice más que pis y entonces me di cuenta.
–¡No tengo bidet! Qué mierda.
Me limpié y salí corriendo al pasillo del edificio. Me tomé el ascensor y noté el Blem en la mano. ¿Había cagado y me había limpiado con el Blem en la mano? “Qué loca, por dios, si lo apoyé en el piso y volví a agarrarlo“, pensé.
Llegué a la vereda. Miré a ambos lados como si fuese a cruzar la calle. Un pendejo pasó y me dijo: “Sí, enceramela, mamita“. Paré un taxi que pasó por la puerta. Me subí. El taxista me preguntó adónde iba. “A la zona de los negocios de sanitarios“, le dije. “¿Dónde mierda queda eso?“, me preguntó enojado porque se dio cuenta de que billetera no tenía, sólo tenía Blem. Le tendría que haber disparado con el aerosol en los ojos por ser un guarango conmigo. Pero simplemente me bajé. Caminé las tres cuadras que habíamos hecho con el auto, llegué a mi departamento, entré al baño y me senté a llorar en el inodoro.
Mismo día a la noche: mi rubio en mi casa. Todo mío (ilusión, no importa).
Se levanta para ir al baño. Yo aprovecho para alinear los libros en la biblioteca.
–Siempre me pregunté cómo hace la gente que no tiene bidet.
Auch.
–Ah, con Blem –se hace el chiste a sí mismo.
Bueno, no me causó nada de gracia.
Un tarado el rubio. Por suerte no me llamó nunca más.

jueves, 12 de julio de 2012

Si esta siesta


Maite Pil

El viento era  helado. Fumé con los guantes puestos. Vino el colectivo y me ubiqué delante del asiento que sabía se iba a desocupar en tres paradas. Me senté. Antes de desmayarme en un sueño profundo, pensé que buscar es una mierda. Cerré los ojos y pensaba más. Después de un millón y medio de estados anímicos perdí el hilo conductor. Podría culparlo a mi gato por ello. Juega con  cordones, con piolines, bien podría haber escondido el hilo conductor debajo de la heladera. “Hay que tener cuidado con la curiosidad” me dijo  mi analista al final de la sesión, ya abriéndome la puerta del consultorio. Pará, pará, qué me quisiste decir. ¿¡Qué me quiso decir!? Y de pronto estoy en el departamento y pienso que construirse un mundo sobre la palabra es infantil. Y una verdad, y una vida, y un par de deseos, otras tantas frustraciones. Construirse personas, vínculos, recuerdos. La vida es un puro bla. Ahora no escucho nada. Me tapo los oídos y empiezo a  decir “lero, lero, no te escucho”. Buscar es una mierda. Ojalá este momento de silencio se prolongara para siempre, me digo sin hablar. Lo pienso.  No quiero volver a buscar palabras. Hay vínculos que son como sopas de letras. Veo la sopa adentro de una taza de café enorme y se forman palabras. Mamá. Hermana. Hombre. Hombre no es un vínculo, y tiro la taza. Trato de decir algo pero no escucho, tampoco la taza hace ruido al caer. Hay cosas que ya nunca voy a poder decirte y al lado de la taza me doblo en llanto. Veo unas fotos en la computadora que tiene forma de caja de cartón. Encuentro una foto tuya y empiezo a vomitar letras, aunque no llegué a tomar nada de esa sopa verde, espesa, llena de errores conceptuales. No quiero ver nada. Grito pero no me sale la voz. Estoy muy cansada. Me tiro en el piso con la idea de taparme los ojos. Pero esta vez no iba a espiar por entre los dedos.
Me reincorporo y me siento  en silencio, después camino.  Pero estaba  a oscuras. No, empiezo a tener miedo de golpearme con la mesa, una que estaba ahí, cruzada. Entonces me vuelvo a sentar. Me quedo sentada a oscuras. Con los ojos cerrados y los oídos tapados. Pienso que no hay música pero no quiero ni a la música. No, no la quiero. Siempre me trae recuerdos. Y vuelven las palabras, y las imágenes. No, no quiero nada de eso. No quiero comer tampoco. Los sabores me los guardaré para otra ocasión. Y desearía no haberme cortado el pelo, estaba casi rapada y me desesperaba.  Era verano, en el piso estaba el enterito que tenía puesto el día que te conocí. Y me lo pongo. Me revuelco arriba de las piedras del gato, la caja era enorme. Sí, arriba de las piedras del gato a oscuras y en silencio. Empiezo a llenarme de mierda toda la ropa y el cuerpo. Y miro la bañadera pero no me voy a bañar. Odio el vapor y además la ducha hace mucho ruido. No quiero saber nada con los sonidos. Las ventanas empañadas me hacen acordar a las casas. Pero esto no tiene forma de casa. Algo se deforma y se pone negro. De pronto abrí los ojos, tenía la mano del colectivero en mi hombro, me dijo algo, yo balbuceé. Bajé como eyectada de una nave espacial. Y me fui, caminando y en silencio, pensando en la diferencia entre un sueño y una pesadilla. 

jueves, 5 de julio de 2012

En el centro del drama.


Por Maite Pil






La última vez que había ido al teatro y salido así de emocionada fue con “Medea” en el teatro San Martín. En esta ocasión fue la obra “Las descentradas”, de Salvadora Medina Onrubia , la que me devolvió al cuerpo esa específica sensación de haber formado parte de un espectáculo teatral gozoso.  Cuánta tensión se juega allí, en el escenario y en el público, siendo testigos todos de lo inacabado, de un arte en proceso.  El teatro nos coloca frente a algo que el cine no nos da: la contingencia, el margen al error.  La obra ya no está en cartel pero pueden leerla en “Las descentradas y otras piezas teatrales” de Ediciones Colihue.
No es azaroso que esta obra me remita a aquel mítico personaje de Medea.  Una mujer que comete el acto más horroroso en nombre de lo más preciado: el amor. También Elvira, protagonista de “Las descentradas”, cae, en cierta medida, en esta trampa. Mujeres ¿Quién las entiende? ¿Por qué tanto drama?  De más está decir que a mí, algo de este drama,  me deja capturada… Hasta el psicoanálisis intentó responderse la pregunta sobre qué quiere la mujer.  La respuesta está, claro, en una por una. Que vaya a ser descubierta, o no, ya ese es otro cantar.
Elvira está infelizmente casada con un corrupto político argentino. Ella quiere ser  otra mujer, quiere estar en otro lado (ocupar otro lugar en esa sociedad machista), y mientras tenga a su esposo, parecen ser claros sus deseos.  O para decirlo en términos de Lacan: “Los obstáculos externos que impiden nuestro acceso al objeto son precisamente los que crean la ilusión de que sin ellos el objeto nos resultaría directamente accesible.”
Elvira se enamora, muy a pesar suyo, del prometido de su mejor amiga, una niña consentida, simple y feliz, que pocas curiosidades tiene acerca del sentido de la vida y poco conocimiento sobre el dolor. Elvira y su amante son descubiertos por su esposo, el cual le pide el divorcio. Ella lo acepta y va a vivir un tiempo a la casa de una amiga suya, Gloria, escritora. Una mujer que ha sido condenada por su entorno por haber dejado a su familia para dedicarse a su arte. Los diálogos entre ellas dos no tienen desperdicio. “Todo es una traba en el camino si a donde se quiere llegar es a la felicidad” le dice Gloria a Elvira con todo el dolor del mundo. El dolor que le proporciona el hecho de haber abandonado a sus hijos por algo que creyó iba a hacerla más feliz. Y no. Escribir no la hace feliz, ya no hay lugar para la felicidad en su universo, tan sólo actos desesperados para mitigar la angustia. Elvira, en un principio, se resiste a creerle. Le habla acerca de su proyecto, quiere tener una familia, plancharle la ropa a su futuro esposo, cocinarle. Ser su mujer. Cree haber encontrado el lugar. “¿Y si la felicidad fuese sólo una palabra?” le pregunta Gloria . Nadie va a responder jamás esa pregunta con palabras.
Elvira renuncia a su amor, cree que él debe casarse con aquella niña que tanto lo desea y tanto está sufriendo por él. “Cuando hay dos mujeres involucradas con un hombre siempre gana la distante” dice Elvira. Ella renuncia a su amor para ganar. Para ganarse un lugar en el deseo de él. Para que él la extrañe, la añore, para que él se pregunte cómo habría sido la vida con ella.
Renunciar. En orden de alcanzar una fantasía, un deseo, es necesaria la renuncia.  Lo contrario a lo que suponen (¿imponen?) las sociedades de consumo, donde el imperativo es la acumulación sin renuncia.  Voy a citar nuevamente a Lacan porque creo que nadie pudo decir ciertas cosas mejor que él: "Para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero."
“Nos ganaron los simples, los que tienen el secreto de la vida” exclama Gloria al final de la obra. El secreto de la vida. Qué paradojal. Pareciera ser que cuántas más preguntas nos hagamos acerca de él, más nos alejamos.  
Tal vez este secreto de la vida, la posibilidad de construirse un tipo de felicidad, sea justamente el no intentar llenar todos los agujeros. Y así, entonces, poder construir otra cosa, en otro lugar. Poder armarnos como hombres y mujeres, y aceptarnos agujereados. Elvira no pudo, no pudo con el agujero que Gloria le mostró al decirle que la felicidad sea, tal vez, sólo una palabra. Elvira quería un amor totalizante, idílico. Quería la felicidad, toda ella, completa. Éste es su acto horroroso. El no haber podido dejarse amar a pesar de los vacíos.