lunes, 22 de noviembre de 2010

La irremediable soledad del ser

Por Flor Bea.

Casi cuarentón y veinteañera. Inseguro y triste. Bella y melancólica. Enamorado y vacío. Insatisfecha y exigente. Son los personajes de Los enamorados, novela de Alfred Hayes, La Bestia Equilátera (2010).
Ya ha pasado aquella relación. Terminó. Para siempre. Listo. Y sin embargo queda la relación en él, como recuerdo, eso que no se va a acabar nunca. Nunca se va a ir del todo. Ella o el recuerdo, nunca del todo. Y tal vez sea lo mismo la permanencia de una u otra cosa, quizá son lo mismo, recuerdo y mujer. Para siempre. Porque lo irremediable por definición es para siempre. Es la no posibilidad de modificación, de salvar o sanar algo, de reparar o arreglar.
El narrador, casi cuarentón, vive con la sensación de lo irremediable. ¿Cómo hace un tipo triste, que está más triste de lo que él mismo sabe, un tipo cambiante, evasivo y propenso a deprimirse, para no sospechar que tal vez lo único irremediable del ser sea la soledad?
Comienzan un noviazgo, un romance. Él, que sospecha de todo hasta de sí mismo porque cree no saber nada de nadie, ni de él mismo casi nada, intenta entender qué era esa relación con ella, que era tan real como desordenada en un departamento diminuto de Nueva York, o tan enigmática como creada ad hoc para que él tuviera la oportunidad concreta en la vida de preguntarle: “¿quién eres, después de todo?”. Para comprender, para responder, recurre a la ortodoxia: bueno, si hay celos, arrebatos de pasión, algún que otro gesto o señal y nos necesitamos mutuamente, entonces nos amamos.
Pero el casi cuarentón se come la cabeza tratando de responderse en un momento donde tal vez no era pertinente hacerse siquiera preguntas, o al menos no de ese modo. Y entonces ocurre algo: alguien pone pausa, como si se tratara de una película, y quedan los personajes y todo el escenario de fondo congelados. Ocurre que un amor dice no quiero verte nunca más, ni esta noche ni ninguna otra, nunca más. Y es como imposible poner play de nuevo, un poco porque el pulso tiembla y uno se siente incapaz de dar con el botón indicado, otro poco porque ya no hay nada que se quiera seguir mirando, y sobre todo, porque uno no es el espectador que puso pausa sino el que quedó atrapado en esa imagen y de nuestro lado no quedó el control (remoto), no quedó nada. De pronto es un vacío absoluto. El fin de la historia. Stop. Y la pantalla se pone en negro. Y el mundo se modifica tanto, pero tanto, que se sabe irremediable.
Entonces, un día, en una pausa así, que le puso ella, el casi cuarentón piensa que apenarse por haberla perdido es una tontería, que a decir verdad, él tampoco ya quiere estar con ella. Que no había sido nada transcendente. Que sólo le había servido para ayudarlo a ocultar la aridez de su propia vida, algo así como pensar: no es que vos seas de mi agrado, es que mi vida es tan repugnante que cualquiera, como vos, como cualquiera, sobre mi vida brilla. Pero no vayamos a creer que yo te amaba. “Una chica sin importancia”, piensa el cuarentón… ¿cobarde? ¿Es un cobarde? No lo pregunto yo, se lo pregunta él, se pregunta: “¿Era yo incapaz de retener o de poseer a alguien?”. Vaya pregunta. Mejor emborracharse. Y así lo hace. Y en pedo va a buscarla porque quiere encamarse con ella, porque es de esos hombres que no están dispuestos a que la última noche haya sido la que ninguno sospechaba que era la última. Vamos, ahora sabemos que no habrá más noches, entonces cojámonos como las despedidas mandan.
Pero no. Algo sale peor y entonces no. Y el casi cuarentón se sumerge cada vez más en el mal de amor, y su imagen congelada comienza a llenarse de sufrimiento que se le manifiesta como un autocastigo por haber intentado resguardarse de… ¿de qué?
Por suerte, el cuarentón tiene amigos que lo consuelan con un “nada sana con tanta certeza como un corazón roto”, que le aseguran “remedios infalibles entre los que el más infalible era el tiempo”. Y así avanza lo que empieza a figurarse como irremediable, una actitud que se tuvo o no se tuvo, una consiguiente pérdida, y la soledad que implica. Y la idea de que el tremendo vacío que siente sólo puede ser remediado por ella, y la sensación, que trágicamente avanza en él en paralelo, de que la ha perdido para siempre.
Pero la historia de amor (sin dudas hablamos de AMOR, es una novela de amor) de Los enamorados no termina acá. Pasa y les pasan muchas cosas más. La novela tiene comparaciones que nos escrachan como un rayón de crayón rojo sobre una pared blanca recién pintada. Su lenguaje proyecta imágenes que se adhieren al alma en la lectura despertando una mezcla de caótico dolor y la serenidad de la vida apacible. Y el protagonista, tan agobiado, tan preso en lo irremediable interno, anclado en la pregunta de "¿Qué se me perdió que parece imposible de recuperar?". 
Como los efectos de lectura de esta novela, lo irremediable.

1 comentario:

  1. Leyendo y leyendo desde su misma editorial, pasando por intentos de resumen de suplementos literarios de diarios...he llegado hasta acá. Y acaban de convencerme!!! QUIERO EL LIBRO YA

    Así es que mañana cuando salga a pagar impuestos (siempre a destiempo) iré a él.
    Gracias chicas, las sigo.
    Emma

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