Por Maite Pil
Así pensé ese viaje al sur. Sí, obvio, lo hice sola. La idea era poner en práctica esta vieja creencia de que si te tiran en la parte honda de una pileta, aprenderás a nadar. Yo quería entrenar mi espontaneidad, una paradoja.
Tenía que llegar a Las Grutas alrededor del mediodía. Desde el desayuno en el micro no pude dejar de practicar cómo iba a encarar a la mujer, u hombre, que estuviera en la recepción del hotel donde tenía hecha la reserva. “Hola, sí, qué tal, tengo una reserva hecha al nombre de Maite”. “Hola, vengo por una reserva que tengo hecha, mi nombre es Maite, hablé por teléfono, tengo el papel del depósito, ¿te lo doy?”.
El papel del depósito. Tenía que ubicarlo en mi equipaje, necesitaba que estuviera a mano, en un bolsillo. Aunque se podía caer, en el bolsillo del jean tampoco era seguro. En la mano, con los nervios que tenía, se me iban a borrar las letras con la transpiración. Bueno, lo puse finalmente en el bolsillo externo de la mochila, que tenía cierre. Y así, durante un tiempo prudencial, practiqué cada interacción con la que me enfrentara.
Luego de pasar algunos días del lado de la costa, me crucé a la cordillera, donde mi último destino, y yo sin saberlo aún, iba a ser Bariloche.
Mi primera tarde ahí, después de volver del cerro catedral, decidí pasarla en el centro tomando unas cervezas. Elegí una calle lo más parecida a Palermo que hubiera, y me senté. En ese instante, y gracias a las zapatillas que llevaba puestas –cosa de la que iba a enterarme mucho después- mi destino giró. Por eso, cuando la gente dice que lo de afuera no importa, yo entiendo perfectamente a lo que apuntan, pero les aclaro algo: cuando tenés puestas unas zapatillas verdes y amarillas, el calzado te tapa el alma.
Dos chicos se paseaban por aquella calle, iban y venían. Turistas, obvio, que decidieron finalmente sentarse detrás de mí. Yo no había incursionado aún en la carne extranjera, creo. Me invitaron a sentar, me senté. Me invitaron a tomar, tomé. Me invitaron a su hostel y fui. Uno de ellos. me dijo que me mudara a su room. Pasé por mi hotel a buscar mis cosas y me quedé con él.
Un hombre extremadamente exótico, de profesión adrenalítica, muy parecido a Woody Harrelson, no Allen, y sin timidez en ninguno de sus músculos.
Nunca recorrí tan poco un destino turístico, y eso hoy me da un poco de culpa. Nuestras excursiones, como él las llamaba, eran en la cama. Yo me había enamorado, sentía que era el sentido de todo el viaje, y tal vez, por qué no, un rotundo antes y después en mi vida. Que era precisamente lo que buscaba. Pero fue solamente un amor de verano, y eso pude entenderlo tiempo después en Buenos Aires, a donde regresamos juntos.
La última vez que lo vi aquí, su última noche en la Argentina , me miró y me dijo: “If i didn´t live in the states, you would be my girlfriend”.
Todavía se lo creo.
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