domingo, 26 de septiembre de 2010

Game Over

Por Flor Bea



Lawrence Breavman, el personaje principal de El juego favorito, novela de Leonard Cohen (Cohen, Leonard, El juego favorito, Buenos Aires, Edhasa, 2009), es un tipo difícil. Para los demás y para él mismo. Incluso a su íntimo amigo y confidente, Krantz, le cuesta a veces seguirlo en sus ocurrencias. Le pide varias veces que pare, ya basta. Sin embargo, no faltan las aventuras juntos ni esa conexión intensa, típica de los años de adolescencia y juventud, que caracteriza a la amistad.
En todas las diferentes etapas de su vida, Breavman va encontrando un partenaire para sus juegos. Lisa en su infancia. Con ella juega al Soldado y la Puta. Son niños curiosos, dispuestos a considerar el amor y la carne el chiche preferido.
Años más tarde, entrado ya en la universidad, la experiencia de asistir a todas las reuniones del Club Comunista es compartida con Krantz. Allí puede emborracharse; discutir; descubrir a una ex compañera del secundario (Tamara), a la que jamás le había dirigido la mirada por gorda, pero que ahora se le ofrece con largas piernas; y jugar con Krantz  a sorprenderlo con sus motivos, que se intuyen como no del todo ciertos: le gusta Tamara porque vive a una cuadra de su casa, le gustan las comunistas porque no creen en el mundo.
Cuando Breavman y Tamara pasan su primera noche juntos, él piensa en decirle “te amo” y sin embargo termina diciendole “gracias” (y Tamara, que aún es una mujer sensible, llora).
(¿Qué es lo que hace un amante cuando dice “gracias” a la mujer que poseyó por una noche, pero que conoce hace varios años?).
Breavman y Tamara viven un romance intenso, de esos llenos de instantes eróticos, que los amantes imaginan que si se vieran condenados a vivir una y otra vez, por el resto de sus vidas, no existiría la infelicidad. Pero esos instantes eróticos siempre se transforman. Alguien ama, alguien dice te amo, algo duele en cada uno.
Es que Bravman es de esos tipos a los que el compromiso les resulta un tanto opresivo. Y la soledad de la carne le da pánico.
(¿Cómo se hace para no asumir compromisos y no estar solo? Se encuentra la pasión. El problema es que la vida tiene un pequeño detalle: la carne nunca viene vacía. ¿Acaso vale alcanzar al otro para ponerlo en movimiento, dejarlo avanzar, hacerlo acelerar sólo en un aspecto, al tiempo que se pretende poner pausa en otro, del otro y de uno? ¿Es eso posible?).
En Breavman, sólo una cosa se propone como real: el cuerpo de la mujer. Para Breavman, cualquier forma de vinculación entre un hombre y una mujer que no sea en la cama es ficción. Ni amistad, ni conversación. Sólo los cuerpos y el orgasmo. Los cuerpos que adora y abandona. Una parte del cuerpo de la mujer transformado por el orgasmo: el rostro. El listado de cuerpos de mujeres que recuerda y que duermen, caen, despiden olor, se desean, se mojan, se amasan. Los pechos, los muslos, el pelo de sus mujeres. A todas ha perdido de algún modo, a todas recuerda de algún otro. “Todo lo demás era ficción” nos dice el narrador. Al menos, hasta que lo real sea el dolor ajeno y la culpa por ocasionar ese dolor ajeno a quien se amaba.
Mientras, Breavman adulto puede recordar perfectamente cuál era el juego favorito en su infancia: dejar huellas en la nieve con todo el cuerpo, cayendo de lleno sobre ella, y levantarse de esa nieve sin alterar la huella.
(Como ser amante por la noche y retirarse del lecho de pasión a la mañana siguiente, sigilosamente, antes de que el otro despierte, para evitar que la mañana altere la noche. Para no permitir que el sol que entre por la ventana altere el color del pelo de nadie. Para no tener que responder “de nada” cuando se espera de todo).

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