miércoles, 29 de septiembre de 2010

El tipo sin tacto



Por Maite Pil
 

Si alguna vez ante un potencial candidato te viste obligada a preguntarte “¿Este tipo pretende conquistarme o deserotizarme?”, entonces, lamento comunicarte, que estabas frente a un tipo sin tacto.
Este es un espécimen que va dosificando información desestimulante; con uno o dos comentarios por salida suele sentirse satisfecho, aunque más no sea, a nivel inconsciente. Y para no entrar en terreno especulativo, ni  cometer juicios de valor, voy a limitarme a hacer un breve recorrido por su conducta, dejando-a la buena de Dios- sus intenciones.
El tipo sin tacto te va a nombrar a la ex novia, a la que no fue tan novia, y a la que le rompió el corazón (si es que alguna vez sintió amor por alguien) tantas veces como se le dé la gana. Puede que lo haga mientras te abraza, en cuyo caso no tendrías que preocuparte por disimular la cara que semejante comentario te produce. Pero si te da gastritis...

Te va a hacer preguntas del tipo: “¿Siempre te arreglás tanto para salir?”, “¿Hace mucho que no vas al gimnasio?”, “Te encanta hablar por teléfono, no?.”o ¿"Qué te pasó ahí?", mientras te señala con el dedo el grano que te reventaste cuando saliste de la ducha...
El tipo sin tacto tampoco sabe hacer regalos, y acá quiero hacer una aclaración porque bajo ningún punto esto se trata de una cuestión económica, me remito únicamente al valor simbólico del regalo. Puede ser que se acerquen las fiestas y te regale un árbol de navidad para que adornes tu lugar de trabajo, o que estés a dieta y te regale un Toblerone, etc. Cualquier regalo que te provoque dudas acerca de si lo compró él o ya lo tenía, o de si realmente sabe qué clase de mujer sos, entraría también dentro de la categoría regalo-sin-tacto.

Estos son sólo algunos ejemplos de posibles conductas, pero es fundamental que tengas en cuenta que hay tantos ejemplos como tipos sin tacto, es decir, muchos.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Mañana madrugo

Por Maite Pil

Una mujer que trabaja en relación de dependencia, como cualquier mortal, debe renunciar a darse ciertos permisos durante la semana. Rechazar la invitación para ir ver una peli en la casa del chico que le gusta , y del que no le gusta pero que vería igual;  rechazar las entradas gratis que se ganó -sólo dios sabe por qué- para una obra under que está en cartel únicamente los días lunes a las 23:30 hs.; rechazar la invitación de sus compañeras de la facu para tomar unas cervezas a la salida; y demás yerbas. Pero como la carne es débil y -como dice un hombre al que leo seguido- el amor pide amor, a veces se acepta. Aunque sólo sea aquella propuesta de la que se sabe que el encuentro vale el sueño irreductible del día después. Relación costo beneficio.
Y he aquí la cuestión, “¿Llevo o no llevo la ropa para ir a trabajar al día siguiente?”, “¿Tendrá toallón seco para prestarme por si necesito bañarme a la mañana antes de irme al laburo?” “¿Usará crema de enjuague?” “¿Habrá portero abajo que me pueda abrir o lo voy a tener que despertar?”. No daría una buena impresión acudir al encuentro con un bolsito de mano, digno de viaje de larga distancia. Menos todavía, si no se está positivamente segura de ser invitada a pasar la noche allí. Es por todo esto que yo ya tengo una posición tomada al respecto. Por más idílico que imagine el momento en que duermo enroscada al cuerpo del otro, cuando doy por terminado el encuentro, me tomo un taxi y vuelvo a casa.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Game Over

Por Flor Bea



Lawrence Breavman, el personaje principal de El juego favorito, novela de Leonard Cohen (Cohen, Leonard, El juego favorito, Buenos Aires, Edhasa, 2009), es un tipo difícil. Para los demás y para él mismo. Incluso a su íntimo amigo y confidente, Krantz, le cuesta a veces seguirlo en sus ocurrencias. Le pide varias veces que pare, ya basta. Sin embargo, no faltan las aventuras juntos ni esa conexión intensa, típica de los años de adolescencia y juventud, que caracteriza a la amistad.
En todas las diferentes etapas de su vida, Breavman va encontrando un partenaire para sus juegos. Lisa en su infancia. Con ella juega al Soldado y la Puta. Son niños curiosos, dispuestos a considerar el amor y la carne el chiche preferido.
Años más tarde, entrado ya en la universidad, la experiencia de asistir a todas las reuniones del Club Comunista es compartida con Krantz. Allí puede emborracharse; discutir; descubrir a una ex compañera del secundario (Tamara), a la que jamás le había dirigido la mirada por gorda, pero que ahora se le ofrece con largas piernas; y jugar con Krantz  a sorprenderlo con sus motivos, que se intuyen como no del todo ciertos: le gusta Tamara porque vive a una cuadra de su casa, le gustan las comunistas porque no creen en el mundo.
Cuando Breavman y Tamara pasan su primera noche juntos, él piensa en decirle “te amo” y sin embargo termina diciendole “gracias” (y Tamara, que aún es una mujer sensible, llora).
(¿Qué es lo que hace un amante cuando dice “gracias” a la mujer que poseyó por una noche, pero que conoce hace varios años?).
Breavman y Tamara viven un romance intenso, de esos llenos de instantes eróticos, que los amantes imaginan que si se vieran condenados a vivir una y otra vez, por el resto de sus vidas, no existiría la infelicidad. Pero esos instantes eróticos siempre se transforman. Alguien ama, alguien dice te amo, algo duele en cada uno.
Es que Bravman es de esos tipos a los que el compromiso les resulta un tanto opresivo. Y la soledad de la carne le da pánico.
(¿Cómo se hace para no asumir compromisos y no estar solo? Se encuentra la pasión. El problema es que la vida tiene un pequeño detalle: la carne nunca viene vacía. ¿Acaso vale alcanzar al otro para ponerlo en movimiento, dejarlo avanzar, hacerlo acelerar sólo en un aspecto, al tiempo que se pretende poner pausa en otro, del otro y de uno? ¿Es eso posible?).
En Breavman, sólo una cosa se propone como real: el cuerpo de la mujer. Para Breavman, cualquier forma de vinculación entre un hombre y una mujer que no sea en la cama es ficción. Ni amistad, ni conversación. Sólo los cuerpos y el orgasmo. Los cuerpos que adora y abandona. Una parte del cuerpo de la mujer transformado por el orgasmo: el rostro. El listado de cuerpos de mujeres que recuerda y que duermen, caen, despiden olor, se desean, se mojan, se amasan. Los pechos, los muslos, el pelo de sus mujeres. A todas ha perdido de algún modo, a todas recuerda de algún otro. “Todo lo demás era ficción” nos dice el narrador. Al menos, hasta que lo real sea el dolor ajeno y la culpa por ocasionar ese dolor ajeno a quien se amaba.
Mientras, Breavman adulto puede recordar perfectamente cuál era el juego favorito en su infancia: dejar huellas en la nieve con todo el cuerpo, cayendo de lleno sobre ella, y levantarse de esa nieve sin alterar la huella.
(Como ser amante por la noche y retirarse del lecho de pasión a la mañana siguiente, sigilosamente, antes de que el otro despierte, para evitar que la mañana altere la noche. Para no permitir que el sol que entre por la ventana altere el color del pelo de nadie. Para no tener que responder “de nada” cuando se espera de todo).

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una experiencia más, algo menos que falta.



Por Maite Pil

Así pensé ese viaje al sur. Sí, obvio, lo hice sola. La idea era poner en práctica esta vieja creencia de que si te tiran en la parte honda de una pileta, aprenderás a nadar. Yo quería entrenar mi espontaneidad, una paradoja.
Tenía que llegar a Las Grutas alrededor del mediodía. Desde el desayuno en el micro no pude dejar de practicar cómo iba a encarar a la mujer, u hombre, que estuviera en la recepción del hotel donde tenía hecha la reserva. “Hola, sí, qué tal, tengo una reserva hecha al nombre de Maite”. “Hola, vengo por una reserva que tengo hecha, mi nombre es Maite, hablé por teléfono, tengo el papel del depósito, ¿te lo doy?”.
El papel del depósito. Tenía que ubicarlo en mi equipaje, necesitaba que estuviera a mano, en un bolsillo. Aunque se podía caer, en el bolsillo del jean tampoco era seguro. En la mano, con los nervios que tenía, se me iban a borrar las letras con la transpiración. Bueno, lo puse finalmente en el bolsillo externo de la mochila, que tenía cierre. Y así, durante un tiempo prudencial, practiqué cada interacción con la que me enfrentara.
Luego de pasar algunos días del lado de la costa, me crucé a la cordillera, donde mi último destino, y yo sin saberlo aún, iba a ser Bariloche.
Mi primera tarde ahí, después de volver del cerro catedral, decidí pasarla en el centro tomando unas cervezas. Elegí una calle lo más parecida a Palermo que hubiera, y me senté. En ese instante, y gracias a las zapatillas que llevaba puestas –cosa de la que iba a enterarme mucho después- mi destino giró. Por eso, cuando la gente dice que lo de afuera no importa, yo entiendo perfectamente a lo que apuntan, pero les aclaro algo: cuando tenés puestas unas zapatillas verdes y amarillas, el calzado te tapa el alma. 
Dos chicos se paseaban por aquella calle, iban y venían. Turistas, obvio, que decidieron finalmente sentarse detrás de mí. Yo no había incursionado aún en la carne extranjera, creo. Me invitaron a sentar, me senté. Me invitaron a tomar, tomé. Me invitaron a su hostel y fui. Uno de ellos. me dijo que me mudara a su room. Pasé por mi hotel a buscar mis cosas y me quedé con él.
Un hombre extremadamente exótico, de profesión adrenalítica, muy parecido a Woody Harrelson, no Allen, y sin timidez en ninguno de sus músculos.
Nunca recorrí tan poco un destino turístico, y eso hoy me da un poco de culpa. Nuestras excursiones, como él las llamaba, eran en la cama. Yo me había enamorado, sentía que era el sentido de todo el viaje, y tal vez, por qué no, un rotundo antes y después en mi vida. Que era precisamente lo que buscaba. Pero fue solamente un amor de verano, y eso pude entenderlo tiempo después en Buenos Aires, a donde regresamos juntos.
La última vez que lo vi aquí, su última noche en la Argentina, me miró y me dijo: “If i didn´t live in the states, you would be my girlfriend”.
Todavía se lo creo.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Hay ómnibus que no pasan dos veces por la misma parada

Por Flor Bea

Me subí al avión destino Madrid. Sola. Llevaba conmigo algunos libros: Miss Tacuarembó, de Dani Umpi y  Pequeños equívocos sin importancia, de Tabucci. Volví con muchos más, varios de Calvino que compré en Barcelona por diez euros.
Me terminé Miss Tacuarembó, me bajé del avión y en Barajas no había nadie. Pasé las puertas corredizas de aeropuerto. El aire helado me rajó la cara como si los cristales de las puertas no se hubieran corrido a tiempo. Los que bajaron de mi avión ya se habían esfumado en la niebla de la madrugada. Yo no tenía ni vehículo ni la menor idea de dónde pasar la noche. Me encendí un cigarrillo y tras largar el humo de la primera pitada, giré la cabeza hacia mi izquierda. Ahí había un pibe, a nueve pasos cortos de distancia de mí. Me sonrió:
-Vos venías en el avión, estabas en la misma fila de asientos que yo.
“Mirá vos, yo ni te vi”.
-Ah, sí, cierto…                                                                      
Lo pasaba a buscar una pareja amiga. Subimos los dos al auto. Desayunamos los cuatro y dormimos los seis en el mismo departamento (otra pareja ya dormía allí hacía rato).
Dos semanas más tarde, y después de haber pasado por el País Vasco, llegué a Barcelona. Ahí conocí un argentino unos veinte años mayor que yo.
Íbamos en plan de cita caminando por la playa bajo la luna, pateando la arena. Le conté que había tenido un amante por muchos años a quien, yo calculaba, le había dirigido la palabra la mitad de las veces que habíamos dormido juntos. Era una anécdota matemática, de proporciones.
-Y seguro que fue uno de los tipos más importantes de tu vida…
“Nada que ver. ¿Quién carajo te dio lugar para llegar a semejante conclusión?”.
Cuando entramos al súper cheto restaurante con vista al mar, había que sacarse las botas para usar los almohadones del piso, re cool, tirarse ahí, comer hindú, a pura velitas.
“Olvidate, estoy casi de mochilera. Llevo quince días en este país y me traje tres pares de medias. De las cuales tengo puestas dos porque hace un frío de la hostia. Si me saco las botas, le cago la cena a más de diez parejas. ¿O te creés que es fácil administrar tres pares en quince días cuando por día usás dos?”.
-Prefiero aquellas mesitas del fondo, al lado de la barra.
-Y de los baños…
-Ah, ¡qué bueno!, al lado de los baños también. ¡Todo a mano!

Mi último día en Barcelona anduve a las corridas. Quería volverme con la lista tachada. Antes de ir al hotel para recoger la valija, que gentilmente me estaban guardando, paré a cenar, aunque era un poco temprano, en un bar angosto y lindo. Color cemento y metal. Pero calefaccionado. Comía un bocadillo en la barra cuando a mi izquierda se sentó un rubio.
Los rubios me pueden. A mí, en una época, no me gustaban los rubios. Pero esa época pasó con más penas que glorias. Y empezaron a gustarme los rubios, para no solucionarme nada.
-Me encantaría, pero me estoy yendo. En unas horas sale mi ómnibus. A Sevilla.
Ahora que lo pienso, no entiendo cómo ese catalán no me advirtió que ir de Barcelona a Sevilla en ómnibus era una locura. O tal vez lo dijo; pero qué mierda me hubiera importado eso. Yo sólo pensaba que era una desgracia tener que irme de la ciudad que me estaba convidando ese bombón. Él, por su parte, hablaba con el destino en voz alta. Le preguntaba: “Señor Destino, ¡¿por qué, por qué no la vi antes?!”.
El Señor Destino no le contestó o, al menos, nosotros no lo escuchamos. Yo me fui a Sevilla.

¿Cuántos rubios fugaces pasaron por mi vida? ¿Y si me hubiera quedado en Barcelona? Hoy, domingo, ¿tendría novio?