domingo, 28 de julio de 2019

Cuerpo a cuerpo






Por Maite Pil

Hace unos días una lectora del blog me pidió si no podía escribir algo respecto del cuerpo y la vergüenza al momento de una relación sexual. Me cuesta abordar este tema en términos conceptuales; es tan subjetivo el vínculo que uno establece con el cuerpo propio y con la mirada del otro, que sólo puedo acudir a mi propia experiencia. 

Yo no tuve tanto registro de los cambios, las huellas, que el embarazo habían dejado en mí, hasta que me separé. Fue ahí, cuando el deseo de estar con otros hombres emergió, que empecé a preguntarme por mi -nueva- imagen. Paradójicamente, o no tanto, empecé a contactarme con viejos amantes, amantes que conocían un cuerpo anterior. Tal vez esa elección tuviera que ver con un ponerme a prueba, encontrar allí una aceptación o un rechazo. Una suerte de sondeo estético

Esta idea de ponerme a prueba es algo que puedo reflexionar ahora, no lo tenía tan claro en aquel entonces. ¡Ni siquiera saqué conclusiones al respecto! Por otra parte, el miedo, o la vergüenza, que la mirada del otro pudiera generar en mí, eran fantasías previas al encuentro. Porque cuando hay encuentro, justamente, creo que algo de la propia imagen se desvanece o que, al menos, debería ceder. Nadie puede tener un momento de intimidad y de entrega, sea cual fuera la circunstancia, si se está pensando en el rollo de la panza. Que el cuerpo entre en acción implica abrirle paso al disfrute, al placer, y eso no se ubica ni se origina en ningún atributo físico. 

No puedo dejar de asociar esto con algo que suele suceder y que es que después de los primeros encuentros sexuales con una persona, el cuerpo tiende a doler y quedan marcas. Siempre hay un hueso que se clava y deja un moretón, o un músculo que se forzó de más. Sin embargo, y no necesariamente porque baje la intensidad del sexo, cuando se está en pareja eso casi nunca sucede. En este sentido podríamos pensar que hay una aceptación que no pasa por la mirada. Me gusta pensar que la aceptación del cuerpo a cuerpo va por otra vía, una  a la que no deberíamos dejar que los complejos, que todos tenemos, interfieran.

En definitiva, poner al cuerpo en acto es, en cierta forma, la mejor vía para dejar de representárselo.

domingo, 21 de julio de 2019

¿Un viaje de ida?





Por Maite Pil.

Revisando mis recuerdos en Facebook me encontré con una anécdota en la que relataba que, viajando en un taxi, el conductor me pregunta de qué signo era. Le respondo que de Aries y entonces él dice:  Uff, Aries, impulsivas. Hay que dejarlas explotar, después se arrepienten. Estaba en lo cierto, de alguna forma, - sacando el temita del signo zodiacal- explotar suele llevar al arrepentimiento. 

Sin embargo, hoy pesco algo diferente en ese enunciado. "Hay que dejarlas explotar, después se arrepienten": qué es esa afirmación sino la estrategia, por excelencia, de subvertir las culpas y las responsabilidades. 
En su momento me causó gracia toda la conversación, me entretuvo, era un alivio viajar con un taxista esotérico en lugar de uno de derecha. Hoy lo entiendo, a lo suyo, como una confesión de parte. 

Cuando hablamos de machismo hablamos de esto también. De que él dijera con total naturalidad lo que dijo y de que yo me riera de eso. Y los dos actuamos como actuamos porque podíamos anudarlo a una vivencia. Yo fui, incontables veces, la loca que explotaba

Es muy finito, si es que existe, el límite que separa lo subjetivo de "eso otro", ese afuera, que hoy reconocemos y nombramos patriarcal. Y en este sentido yo me enredo. No lo tengo claro. Y no creo ser la única. Justamente, por este enredo, hace poco critiqué una campaña que se hizo sobre violencia de género, que hacía hincapié en el silencio como una modalidad de violencia machista. Me pareció que el mensaje era confuso, que por sí solo carecía de contundencia, que podía ser hasta tan sutil que corría el riesgo de ser desestimado. 

No digo que los silencios sean sutiles, en absoluto, no por nada la expresión "clavar el visto" se ha ganado un lugar en nuestra lengua. Clavar no sólo remite a herir - en un acto dirigido y voluntario- sino también a dejar al otro fijado, inmóvil. ¿O acaso hay algo más paralizante que esperar una palabra? ¿Qué se coloca allí donde hay silencio? 

La trampa está en que seguimos aceptando reglas que no se ajustan ni al amor ni al respeto. Nos hicieron creer que si nos salíamos de eso éramos unas pelotudas indignas y ridículas. ¿O me pasó sólo a mí? 
A esta altura, no me voy a poner a discutir si un hombre- o una mujer- hacen tal o cual cosa porque son machistas. Simplemente confío en que el feminismo debe ser más que un movimiento que represente a un sector, debe ser un ámbito social que expulse a todo aquel que no pueda reconocer a un otro como un semejante. 

domingo, 14 de julio de 2019

La certeza de la intriga.








Por Maite Pil. 

No soy una persona creyente en términos generales. Ni de un Dios, ni de los astros, no soy una buscadora de sentidos en esos términos y no necesito de la fe para vivir. En lo único que creo, a fuerza de empirismo, es en algo un tanto inexplicable y que puede resumirse en un dicho genial: A watched pot never boils. (Que quiere decir que cuando mirás la olla, el agua nunca hierve). 

Eso pasa, un poco, con los vínculos. ¿O alguna vez les sonó el celular mientras lo miraban fijamente?
Opera una suerte de telepatía disfuncional en las seducciones. No sé de qué se trata, pero que existe, existe. 
Seguramente haya una razón más palpable y menos mágica que la que estoy dando. Y supongo que es - y esta idea la estoy tomando de Luciano Lutereau- que cuanto más uno quiere obtener un resultado, más factible es que ocurra el contrario. Eso explica cosas como, por ejemplo, que estés sin depilarte cuando más lo necesitarías. O a la inversa. 

Pareciera que el encuentro con un otro necesitara algo del orden del arrebato. La perseverancia y el esfuerzo podrán ser muy buena cualidades para volcar en lo profesional, pero de nada le sirven al deseo. 
El deseo, no sé si es correcto decir que es todo lo contrario a eso, a la idea de lo voluntarioso, pero le pega en el palo. Cosa que se demuestra con frecuencia cuando advertimos la distancia que hay entre aquello que decimos que queremos y lo que terminamos haciendo, generando o eligiendo.  

Hay gente que pareciera ser mucho más hábil en este sentido, pero creo que, en verdad, aquel que conmociona - en tanto despierta un deseo- poco sabe de eso. Yo misma alguna vez lo debo haber provocado, pero de eso no sé nada. Tal vez, de haberlo sabido, ese efecto de fascinación se hubiera vuelto obsoleto. 

Así es que mi mayor certeza es, a su vez, el mayor de los misterios. Por lo tanto se me convierte en una certeza inútil, de la que no puedo sacar ninguna ventaja ni me aporta ningún conocimiento específico. Es una certeza que, simplemente, me recuerda - y muy de vez en cuando- que el deseo es escurridizo y que el saber, por más insoportable que pueda resultar, se mantiene al margen.