Por Maite Pil.
A muchos de ustedes les habrá pasado de contarle a un amigo o amiga una situación determinada, un encuentro "amoroso", incluso un diálogo, algo que sucede entre dos, y que quien escucha diga pero qué ridículo. Es sorprendente cómo, incluso con gente que no necesariamente tenemos un alto grado de intimidad o vínculo consolidado, se da una suerte de acuerdo. Y el acuerdo recae, fundamentalmente, en no juzgar de absurdo lo que está sucediendo.
Yo les adelanté por Facebook que hoy quería hablar- hablo cuando escribo- la diferencia entre la ilusión y el enamoramiento. Me gusta pensar que esos pequeños acuerdos son el punto de partida para ilusionarse. Ahora, ¿ilusionarse respecto de qué?
El otro día dije que para enamorarse era necesario estar un pelín aburrido; me corrijo y digo que para ilusionarse, y no enamorarse, hay que estarlo. Cuando hablo de aburrimiento me refiero a cierto espacio simbólico inutilizado o, como leí alguna vez por allí, para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero.
Pero estar agujereados no nos garantiza estar predispuestos a la ilusión. Todos lo estamos, de alguna u otra forma, nadie puede declararse completo, rellenado. Y eso no nos garantiza estar dispuestos a la ilusión de enamorarnos.
Entonces, ¿hay predisposición o no la hay? ¿Es una cuestión de voluntad?
Quienes abordan el estudio del amor desde una perspectiva científico-biológica hablan de neurotransmisores, preselección genética y estimulaciones químicas. Nos reducen a una especie más cuyo fin es la reproducción.
En las antípodas de este pensamiento podemos ubicar al psicoanálisis. Y en este sentido, para ilustrar por qué lo coloco de la vereda de enfrente, voy a citar un dicho de Lacan, que adoro por su ironía y simplismo: Un acto no es simplemente algo que les sale así, una descarga motriz (...) aun cuando, con la ayuda de cierto número de artificios, de diversas facilidades, o incluso del establecimiento de cierta promiscuidad, se llega a hacer del acto sexual algo que no tiene más importancia, como se dice, que beber un vaso de agua. No es verdad, y lo percibimos rápidamente, porque ocurre que se bebe un vaso de agua y después se tiene un cólico.
La ilusión, entonces, sería la antesala de otra instancia, un estado en el cual el otro tuvo una participación reducida. La ilusión es un poco narcisista, es acostarse en soledad a fantasear. Es la paja. Como me dice muchas veces mi amiga M., no tengo en quién pensar.
Para enamorarse, sin embargo, el otro tiene que tener una participación más activa. Incluso uno mismo debe asumir un rol activo, el de la conquista. Aún cuando, conquistar, sea un hacerse conquistar. A veces es estratégico y a veces no, responde a otras características. Los hombres - perdón que generalice- suelen estar dispuestos a la ilusión y poco dispuestos a enamorarse. Enamorarse es, indefectiblemente, asumir el agujero frente al otro.
Antes de empezar a escribir, y en relación a un diseño, le dije a un amigo que no tuviera miedo de quedar como un hincha pelotas con las modificaciones. Me dijo que no, que en absoluto él temía eso. Al despedirlo, diciéndole que me iba a poner con el blog, me dijo: escribí sobre el temor a ser hincha pelotas.
No es un temor infundado el que tenemos en este sentido. De hecho, la tecnología se ha puesto en función de cuantificar y medir el rechazo. Los tildes azules, la hora de la última conexión, y un sin fin de herramientas que usamos para flagelarnos y estipular el deseo y la intención ajena.
Aún así, teniendo todo un aparato tecnológico-capitalista confabulando en nuestra contra, la fantasía de lo que podría haber sido no muere. La fantasía neurótica del desencuentro, de la pérdida por el malentendido, o la falta de timing, van a subsistir.
Porque, a fin de cuentas, ilusionarse es humano y enamorarse es divino.
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