Por Maite Pil.
De un tiempo a esta parte está en agenda, se viene debatiendo, la idea del poliamor. La premisa fundamental, para simplificar, sería que una persona mantiene varias relaciones en simultáneo, con conocimiento y consentimiento de los otros actores que, a su vez, también podrían estar teniendo otras relaciones en simultáneo también consentidas por los otros.
En mi época, porque ya me empiezo a sentir un poco vintage, a esto lo llamábamos estar con más de uno. Claro que la diferencia fundamental radicaba en que no había explicitud. Se entendía que al no haber un compromiso manifiesto, formal y enunciado, cada quien podía, si quería, estar o no con otras personas. Pero claro que el compromiso ausente, en el caso al que me referí recién, tenía que ver con la monogamia. Es decir, la exclusividad. Y el gran salto de estatuto, entre este tipo de vínculo y el comprometido, era ese justamente: decir que estamos solamente juntos.
Lo más interesante de esto es que, en definitiva, en ese salto de estatuto, lo que más trascendía no era tanto la idea de dejar a otros de lado sino que, ese acuerdo, era el signo de amor por excelencia. Importaba más eso, ser elegido exclusivamente, sentirse amado, que las nuevas cláusulas del contrato.
Yo -y creo que muchos y muchas coincidirán conmigo- no puedo dejar de pensar que el amor es extraordinario, en el sentido estricto de la palabra; es aquello que nos saca del anonimato, que nos hace especiales respecto de otros, que nos coloca en un lugar de privilegio para el amante. Sin embargo, llegado a este punto, me encuentro con una gran contradicción cuando pienso en la relación, que se da muchas veces, entre el amor y los celos. Los que hemos sufrido celos, ya sea porque fuimos celosos o fuimos celados- o ambas- sabemos que la fantasía fundamental que se pone en juego casi nunca es si él o ella ama a alguien más. Lo que atormenta en este tipo de fantasías es la posibilidad de que se desee a alguien o algo- porque a veces se es celoso del trabajo, o de los hijos de otro matrimonio, etc.- más de lo que se lo desea a uno. Es decir que, el estatuto que nos da el ser amados, no es reaseguro suficiente, no nos alcanza. No quiero con esto dar la impresión de que los celos son el parámetro por excelencia para cuantificar el amor de una persona. No siempre es mediante los celos que esta intriga que nos impone el sentirnos amados es manifestada, se expresa o, para ponerlo en otros términos, se sintomatiza. De algún modo, cuando alguien nos ama, nos preguntamos por qué a mí.
Es por esto que me surge la inquietud respecto de si no será esa pregunta - por qué a mí - la condición necesaria para cuestionarse por el deseo del Otro. Tal vez éste sea un punto clave en todo este meollo: ¿Hay amor allí donde el deseo del Otro no me conmueve?
Concluyo, entonces, sin demasiadas certezas ni grandes revelaciones, que lo que me hace ruido del "poliamor" no está relacionado ni con una cuestión moral, ni de economía pasional; ni siquiera me resulta novedoso. Me molesta el nombre, lisa y llanamente, debo confesar que es eso. Me molesta en el mejor de los sentidos: me hace pensar y me moviliza. ¿Por qué no denominarlo "polivínculo"? ¿Por qué es necesario meter al amor en el medio? ¿Es acaso una forma de "sacralizar" una modalidad que puede ser interpretada - o juzgada- como inocua y pasatista? ¿No es acaso su denominación una forma de evadir el deseo?
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