Por Maite Pil.
En mis viejas épocas de soltería, ciertas cosas eran diferentes. Hoy me encuentro en un ecosistema de seducción, que si bien sigue teniendo dos o tres reglas invariables, está soportado por nuevos instrumentos. Apps que te dicen que a tres cuadras hay alguien dispuesto a cojer, otras que te matchean, la vidriera de instagram, el visto del whatsapp, etc.
Seguramente algunas de ellas tengan un alto grado de efectividad en cuanto a conocer a un otro se trate, pero poco pueden hacer para sostener eso; la construcción de los vínculos, queridos humanos, sigue corriendo por nuestra cuenta.
Ayer hablando en un grupo de whatsapp le hicimos de soporte técnico a una amiga que había tenido una cita el viernes, y ya ayer amanecida, nos manda un audio diciendo "Sé que no me va a escribir nunca más". Pero empecemos por el principio.
Sin entrar en demasiados detalles, voy a decir que ellos venían hablando hace un tiempo, hasta que finalmente empiezan a organizar el encuentro. Se encuentran, la pasan bien, algunas cosas fallan- como siempre- pero el saldo del encuentro sigue dando positivo, dice ella. El sábado decide mandarle un mensaje, para romper el hielo, le hace un chiste de la resaca, y él nunca responde (sigue sin hacerlo). Hace poco vi una película donde la protagonista femenina va a buscar a la casa al tipo que nunca más la llamó, se le planta enfrente y le pregunta:¿Por qué no me llamaste nunca más? Yo soy alguien, no podés simplemente retirarme la palabra.
Claro que eso es una película y la escena se resuelve bien. En la vida real, no nos atreveríamos a hacer semejante pregunta, estamos obligadas a respetar ciertas reglas, fundamentalmente la regla del silencio, o si no, seremos unas malas jugadoras.
Entre tanta oferta humana y tanta falsa facilidad-porque la competencia está a la orden del día-, la seducción, al contrario de lo que se podría pensar, cobra un papel fundamental en todo este meollo. Y me pregunto ¿Qué les pasa a ciertos hombres con la seducción?
Estoy empezando a observar un fenómeno que bien podría denominar la seducción desproporcionada: Hay una falta de relación entre la seducción planteada por el hombre y lo que sucede después - lo que sucede, es básicamente, que desaparecen-. Es como si en tiempos donde acercarse a otro está facilitado, el hombre necesitara redoblar la apuesta.
"Yo no le pedí que me regalara un chocolate" nos decía ella en el grupo ¡No, claro que no se lo pidió!
¿Quién desconfiaría de un hombre que regala un chocolate, no? ¿Por qué las mujeres entramos como caballos?
La respuesta más obvia frente a esta desproporción en la seducción es pensarlo como una demostración de potencia masculina: Puedo, yo me puedo levantar a esta mina, incluso con los métodos más tradicionales, románticos y tontos de la historia, y después veo.
En mi época, era prácticamente al revés. Es decir, en función de lo que se jugaba al momento de seducción, se planteaban las intenciones. La seducción no era simplemente el medio para obtener la atención del otro, era también la antesala de qué tipo de vínculo se pretendía. Por eso el amante tosco no te regalaba un chocolate ni aunque tuviera una caja llena. Porque no quería confundir, porque no era ese su juego, y sin embargo, se jugaba de a dos. Hay una honestidad y una lealtad en ese amante que es hermosa.
Claro que un hombre que seduce no está obligado, después, a que esa mujer le guste. Eso no está en discusión. Lo que me preocupa es que seduzcan sin propósito, lo que me lleva a la siguiente cuestión: ¿seducen a mujeres que no les gustan? ¿Seducen para poner a prueba el gusto, para ponerse a prueba a sí mismos? Si la seducción funciona, ¿el gusto desaparece?
Por suerte se aprende, y a fuerza de desencantos, a detectar al seductor abandónico a tiempo. Seguramente que en el camino pague sentencia algún inocente, son los riesgos que se corren. Fuck me once, shame on you; fuck me twice, shame on me.
Llámenme paranoica, pero no puedo dejar de pensar que hay una venganza solapada en este asunto, seguramente una que no es planeada de forma consciente. Creo que es mucho más profundo que lo que vulgarmente podríamos llamar un hombre histérico. Es como si buscaran imponernos, ellos mismos, los obstáculos que la sociedad, la tecnología y la conciencia, ya no nos imponen. Un acto de terrorismo al placer. Para que no nos olvidemos que, a fin de cuentas, ellos, los hombres, siguen siendo imprescindibles.