jueves, 18 de octubre de 2012

Al borde del marrón


Por Flor Bea


Took my diamond to the pawnshop –
But that don’t make it junk.
Leonard Cohen

Hoy me siento confundida. Por un lado, creo que acabo de descubrir que lo entiendo todo. Por otro lado, desde entonces que quiero pasar en limpio todo lo que entendí (que es todo) y noto que ni sé de qué se trata ese todo.
He mirado a los ojos a muchos hombres en los dos últimos meses y he encontrado de las bellezas más profundas y más fugaces que supe ciertas. He conocido a varios de verdad; últimamente he estado frente a hombres que se quitaron la ropa, se sentaron desnudos sobre la cama y me explicaron quiénes eran y por qué habían llegado a esa ciudad y a esa cama. Y luego me tendió la mano, me acostó sobre esa cama, me acomodó el pelo y me besó suave pero apasionadamente todo el cuerpo y yo no dije nada, y luego, con algunas noches más, le di mis sonrisas y le conté qué hago, que no es lo mismo que quién soy, pero sí, de mí también hablamos y hoy sabe perfectamente quien soy, a su manera, y para su versión.
Y siempre siempre se quedó mirando mi mirada.
Y detrás de los dos, y de cada uno de nosotros, encontré las tonterías más profundas, la inocencia más genuina y la soledad menos inevitable de mundo. Y las palbras más exactas (¿será porque es escritor?).
¿Por qué esta noche de lluvia él está solo y yo estoy sola? ¿Por qué él está en una ciudad que no es en la que yo estoy, pero en una ciudad en la que también llueve?
Es sencillo (y aquí es cuando creo que lo entiendo todo): porque somos inocentes pero tenemos armas en las manos.

Estábamos tomando champagne. Me explicó que la amaba. Ella le dijo que creía que no estaba enamorada de él.
–No importa, podés tomarte el tiempo que necesites, yo voy a esperarte –me dijo.
Quise llorar pero le clavé una mirada caliente.
–Pero lo que te digo es transparente –agregó mirando fijo la copa–, no lo tiñas de marrón.

Luego me abrazó en la estación de tren y lloró. Y lloró. Y supe que él estaba llorando en mi hombro. Entonces cuando nos soltamos, porque los demás pasajeros ya estaban abordando el tren, nos miramos a la cara y le vi láminas de agua en las mejillas. Y lo miré con cara de no estás llorando, no te preocupes mi amor, no estás lorando, yo no te duelo, tú no me dueles…, y él me miró la mirada.

Entonces aquella tarde de lluvia (por supuesto) que fuimos con su coche a recorrer los viñedos de champagne, entramos a tomar unas copas en un bar fantasma donde dentro estaba la dueña, tres alemanes y una familia francesa con dos hijos casi obesos, y de pronto algo pasó, y él y yo lo notamos y nos reímos porque supimos que éramos los dos únicos delirantes que lo habíamos notado:
–A la gente eso no le importa.
Luego hicimos el amor en el coche, y cuando en mi cama pienso en él lo pienso transpirado, perfecto, en el coche, perfecto, mojado, erecto, correcto, amado.

Apasionados todavía, paramos a comprar el vino que beberíamos horas más tarde en su casa, con la cena. El vendedor, en francés, lo miró y le dijo:
–Y si tu esposa se te queja, venís y te devuelvo la plata y te llevás ese de 60 euros –y me guiñó un ojo, y ellos dos se rieron y yo no porque no entiendo francés.
Pero cuando él me contó la anécdota, era esta. Ya van tres versiones, supongo que la vida real fue un poco diferente.. Y yo amo su versión. La suya, que en el medio del relato se interrumpe, apoya él las manos sobre la mesa desde la cual lo miro cocinar, me acerca los ojos a mis ojos, y me dice:
–La esposa. Esposa. Mi esposa.

Pero tengo que caminar por el andén hasta mi vagón. Es mucho más adelante. Arrastro una maleta con rueditas. Imagino que él me mira, que no deja de mirarme hasta que subo al tren. Que no deja de mirar mi pelo dorado.

Pero yo lo último que vi fue esa lámina plateada sobre su mejilla derecha. Y otras láminas. Y otra mejilla.

Y me llamas y me preguntas por qué no estás en París, y yo ahí entiendo que aún somos inocentes, a pesar de sostener en la intimidad y en la soledad de nuestras manos todo el marrón.

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