miércoles, 8 de agosto de 2012

Una amiga.


Por Maite Pil.



Leticia me llamó llorando y con algún tipo de cuadro gripal, conozco sus congestiones. Se deprime y se engripa, o se engripa y eso la deprime. No logré entender mucho de lo que dijo, por sus mocos y la histeria, pero mencionó algo de un hombre boca abajo en la cama, vestido, que no pudo soportarlo, que un hombre no hace eso y algunos comentarios más acerca de sus límites, la muerte y el final. Este día iba a llegar. Con algún hombre se las iba a cobrar.  Hasta ahora entre nosotras el "lo mato, lo mato" había sido una muletilla. Pero no iba a tardar demasiado en ocurrir. Una vez casi nos matamos entre nosotras. En esa época estábamos por rendir un final de neurociencias y, estudiando las funciones cerebrales, se nos dio por golpearnos la cabeza en lugares estratégicos para olvidar viejos y actuales amantes. Terminé un mes con un cuello ortopédico y ella con la boca partida. A pesar de todo esto, recurre a mí en plena crisis como si yo fuera a darle alguna solución coherente. Tal vez aquel golpe sí la haya afectado. Será que soy bastante buena en esto de la escucha. O será que estoy lo suficientemente loca para ir, sin hacer demasiadas preguntas, a la potencial escena de un crimen. Me preparé algunas cosas que podríamos necesitar. Un vino, aunque corría el riesgo de que ella estuviera con antibióticos. Pero yo no iba a mover un muerto sobria porque todavía tengo algo de decencia. Unos cubre calzados que me había robado del trabajo y unos guantes de latex. Dos paquetes de cigarrillos. Una caja de anticonceptivos de emergencia. Lavandina y uno de esos jabones femeninos. Un juego de sábanas sucio, un toallón y la cámara de fotos.  Me tomé un colectivo de una línea que no me llevara a su casa sólo para tener el boleto como coartada.  Me bajé a la primera parada y me tomé un taxi. No sabía si iba a servir de algo pero era la primera vez que estaba envuelta en una cosa así. Como metí todo en una mochila de camping, me hice pasar por extranjera con el taxista, el cual no dudó ni un segundo en pasearme por la ciudad aprovechándose de la situación. Esto ya estaba empezando a salirme caro. Después de varias vueltas sin sentido, llegué. Le toqué el portero con nuestro clásico código y enseguida me abrió. Por suerte puede abrir desde arriba. Creo que se mudó ahí simplemente por eso, para ahorrarse el viaje en ascensor. Me abrió la puerta de arriba e intentó darme un beso, le esquivé la cara para no dejarle transpiración en la mejilla y le pregunté "Dónde está?", susurrando, como si los muertos escucharan. No me contestó y rompió en llanto, mientras me hacía un gesto con el brazo como invitándome a pasar. Le respondí con otro gesto que me esperara. Ahí fue cuando me di cuenta de que los cubre calzados junto con los guantes habían quedado a lo último de la mochila. Me agaché en el pasillo y empecé a buscarlos. Me los puse con una velocidad digna de admiración y entré. Leticia me miró con una cara surrealista y me preguntó: "¿Pisaste mierda?". Yo no podía hablar, me apoyé el dedo sobre la boca como los carteles de silencio hospital y fui directo a su habitación. No había nadie en la cama ni a los alrededores, tampoco en el placard. Volví al comedor y le pregunté "¿Qué hiciste con el tipo que tenías en la cama?". "¿Martín? Se fue a la casa, lo mandé al carajo", me contestó, y volvió a llorar. Se puso a hacer mate mientras me explicaba cómo él solía esperarla boca abajo en la cama antes de tener sexo y cómo ella ya no soportaba esa escena. Me quedé en blanco, casi temblando. No podía sentir más que decepción ante la ausencia del crimen. Y miedo por mí, por mi deseo. Le dije que había pisado mierda y que yo iba a tomar vino.


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