Por Flor Bea
Si no escribo me ahogo, pensé; y si pensarlo saqué la
computadora en el aeropuerto y empecé a escribir.
Los aeropuesrtos son lugares nefastos. Nunca me sentí
completamente feliz en un aeropuerto, ni siquiera las pocas veces que viajé
acompañada. He arribado a aeropuertos con el alma destrozada; pero también he
llegado a algunos con ansiedad y entusiasmo por alcanzar ese lugar soñado y,
sin embargo, ni en esas ocasiones fui la más feliz. Sin contar que parecen una
gran maqueta. Que están llenos de gente pero yo no conozco a nadie. Que muchos
ríen y comen y yo no quiero consumir en un patio de comidas y tampoco tengo con
quién reír. Que casi siempre viajo sola…
Viajar sola tiene sus inmensas ventajas. Te da la
posibilidad de conocer mucha gente y de conseguir muchas cosas gratis. Te da la
posibilidad de enamorarte aunque sea fugazmente. Te la la posibilidad de
fantasear con historias de amor que por fin protagonices…
Pero las valijas pesan y el cambio horario te deja más
estúpida que sexy y entonces ya no conquistás a nadie. Sin contar que te
bañarías porque ya pasaron doce horas desde que te levantaste y no vas a
alcanzar tu ciudad de origen hasta dentro de otras diez. Porque dicen que el
mundo es chico, pero yo me levanté a las cuatro de la mañana del jueves (o sea,
lo que alguien diría: en medio de la noche del miércoles) en un lugar del
hemisferio norte donde estaba durmiendo, y no voy a llegar a Buenos Aires hasta
las nueve de la mañana del día siguiente, o sea, viernes. Y el desodorante y la
pasta de dientes dentro de la Ziploc. Y las medias sobre las que caminaste
mientras te escañaban hasta las entrañas. Y las zapatillas que cargaste en la
mano hasta darte cuenta de que van en los pies. Y el sueño.
Dicen, también, que los aviones son lugares ideales para
conocer a alguien. Después de cargar la mochila de mochilero en la espalda,
creyendo que me hacía una mujer interesante pero en realidad me hacía caminar
como un pato, tengo esperanzas de que en el asiento de al lado me toque un
gringo de esos que parecen salidos de una película indie de este país
(Hollywood no miro, perdón). Pero seguro que me toca una mamá de pelo castaño y
nariz gorda con su precioso niño de tres años sobre quien sus compañeros de
fila en el avión van a hablar todo el santo viaje. Sí, sin dudas que el niño
podría ser un perfecto candidato pero si tuviera treinta años más por lo menos.
Y ella… si no tuviera la nariz gorda y un hijo, lo consideraría (nunca me
gustaron las mujeres que en la punta de la nariz tienen mucha carne, ni las que
tienen tanto pelo en las cejas, quiero decir de paso, que se me perdone por
esto).
Pero es jueves (¿es jueves?) y yo siento una inmensa pena.
Tan inmensa como el país que visité aunque mucho más inmensa que él, porque yo
me fui de ese país y la pena se vino conmigo (¡maldita pena!).
Pena por esta maldita soledad que tanto se hincha en los
aeropuertos, esos nefastos lugares que quedan en un lugar que puede que nunca
conozcas por más de que estés en él, y del cual sabés la hora pero no terminás
de entenderlo, y sabés la temperatura pero nunca llegás a sentirla porque,
aunque dicen que quien viaja es como un pájaro al viento, estás más encerrada
que nunca en ese lugar tan, tan… link y
de libertad, esta especie de pecera para seres sin aletas pero con maletas, no
tiene casi nada.
¿O acaso pudiste elegir qué comer? Sí, entre cuatro o cinco
cadenas de comida rápida. Y seguro que te hicieron creer que estabas eligiendo.
Pero como encima de males la comida chatarra está rica, más menos la disfrutás
mirando por los ventanales de vidrio y por un minutos dudás de si acaso vos no
estarás en el lugar perfecto de este mundo, siendo libre y feliz, mirando
tiburones que nadan en un océano tan celeste... No, son máquinas y se llaman
aviones, te lo recuerdo.
Y
entonces caigo en la cuenta no de las horas reales que ya llevo levantada, sino
de que en breve voy a estar yo dentro de uno de esos aviones alejándome aún más
del lugar que ya dejé, por elección no por obliagación, pero que tanto me
gustaba, y entiendo, por fin entiendo, por qué los aeropuertos son lugares tan
nefastos y me hacen sentir tan sola, tan pez.
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