jueves, 21 de junio de 2012

Tan pez

Por Flor Bea

Si no escribo me ahogo, pensé; y si pensarlo saqué la computadora en el aeropuerto y empecé a escribir.
Los aeropuesrtos son lugares nefastos. Nunca me sentí completamente feliz en un aeropuerto, ni siquiera las pocas veces que viajé acompañada. He arribado a aeropuertos con el alma destrozada; pero también he llegado a algunos con ansiedad y entusiasmo por alcanzar ese lugar soñado y, sin embargo, ni en esas ocasiones fui la más feliz. Sin contar que parecen una gran maqueta. Que están llenos de gente pero yo no conozco a nadie. Que muchos ríen y comen y yo no quiero consumir en un patio de comidas y tampoco tengo con quién reír. Que casi siempre viajo sola…
Viajar sola tiene sus inmensas ventajas. Te da la posibilidad de conocer mucha gente y de conseguir muchas cosas gratis. Te da la posibilidad de enamorarte aunque sea fugazmente. Te la la posibilidad de fantasear con historias de amor que por fin protagonices…
Pero las valijas pesan y el cambio horario te deja más estúpida que sexy y entonces ya no conquistás a nadie. Sin contar que te bañarías porque ya pasaron doce horas desde que te levantaste y no vas a alcanzar tu ciudad de origen hasta dentro de otras diez. Porque dicen que el mundo es chico, pero yo me levanté a las cuatro de la mañana del jueves (o sea, lo que alguien diría: en medio de la noche del miércoles) en un lugar del hemisferio norte donde estaba durmiendo, y no voy a llegar a Buenos Aires hasta las nueve de la mañana del día siguiente, o sea, viernes. Y el desodorante y la pasta de dientes dentro de la Ziploc. Y las medias sobre las que caminaste mientras te escañaban hasta las entrañas. Y las zapatillas que cargaste en la mano hasta darte cuenta de que van en los pies. Y el sueño.
Dicen, también, que los aviones son lugares ideales para conocer a alguien. Después de cargar la mochila de mochilero en la espalda, creyendo que me hacía una mujer interesante pero en realidad me hacía caminar como un pato, tengo esperanzas de que en el asiento de al lado me toque un gringo de esos que parecen salidos de una película indie de este país (Hollywood no miro, perdón). Pero seguro que me toca una mamá de pelo castaño y nariz gorda con su precioso niño de tres años sobre quien sus compañeros de fila en el avión van a hablar todo el santo viaje. Sí, sin dudas que el niño podría ser un perfecto candidato pero si tuviera treinta años más por lo menos. Y ella… si no tuviera la nariz gorda y un hijo, lo consideraría (nunca me gustaron las mujeres que en la punta de la nariz tienen mucha carne, ni las que tienen tanto pelo en las cejas, quiero decir de paso, que se me perdone por esto).
Pero es jueves (¿es jueves?) y yo siento una inmensa pena. Tan inmensa como el país que visité aunque mucho más inmensa que él, porque yo me fui de ese país y la pena se vino conmigo (¡maldita pena!).
Pena por esta maldita soledad que tanto se hincha en los aeropuertos, esos nefastos lugares que quedan en un lugar que puede que nunca conozcas por más de que estés en él, y del cual sabés la hora pero no terminás de entenderlo, y sabés la temperatura pero nunca llegás a sentirla porque, aunque dicen que quien viaja es como un pájaro al viento, estás más encerrada que nunca en ese lugar tan, tan… link y de libertad, esta especie de pecera para seres sin aletas pero con maletas, no tiene casi nada.
¿O acaso pudiste elegir qué comer? Sí, entre cuatro o cinco cadenas de comida rápida. Y seguro que te hicieron creer que estabas eligiendo. Pero como encima de males la comida chatarra está rica, más menos la disfrutás mirando por los ventanales de vidrio y por un minutos dudás de si acaso vos no estarás en el lugar perfecto de este mundo, siendo libre y feliz, mirando tiburones que nadan en un océano tan celeste... No, son máquinas y se llaman aviones, te lo recuerdo.
Y entonces caigo en la cuenta no de las horas reales que ya llevo levantada, sino de que en breve voy a estar yo dentro de uno de esos aviones alejándome aún más del lugar que ya dejé, por elección no por obliagación, pero que tanto me gustaba, y entiendo, por fin entiendo, por qué los aeropuertos son lugares tan nefastos y me hacen sentir tan sola, tan pez.

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