viernes, 30 de diciembre de 2011

Óleo y sangre

Ilustración: Ricardo O. Benitez

Por Flor Bea

Él tenía dos ojos enormes y eran azules. Cuando lo miraba de cerca, tenía dos ojos inmensos y eran celestes con amarillo, y también tenían rayas verdes y un círculo negro de contorno, y ahí adentro estaban todos los colores y todas las rayas. Y cuando lo veía de más de lejos, eran dos ojos azules que sonreían y una boca también azul que decía palabras con olor a mar y llenaban el aire de pintas de colores. Como manchas en el aire. Yo sentía que me llovía óleo y que mi vida sacudida por él era su pincel para sus obras. También tenía pestañas amarillas que cuando yo estaba bien cerca de él me barrían las mejillas. Y si yo estaba un poco más lejos, y él igual pestañaba, simplemente lo veía pestañear desde afuera y era como que las pestañas dibujaban un arco y a mí me parecía que el sol se me caía en la cabeza y que la lluvia era la música para que biláramos. Cuando se quedaba dormido, yo me quedaba despierta toda la noche custodiando sus ojos y su boca, y como todo estaba cerrado, como la noche cerrada, todo estaba muy oscuro y silencioso. Pero él tenía algo alrededor que era más claro, y yo no sabía si eso estaba ahí o si salía de mis ojos. Después, a veces, me dormía. Y toda la luz que me llenaba la cabeza no sabía si era de mis sueños o si era de él. Pero él al rato despertaba.
Cuando existe alguien en tu vida y se amanece, es como si la vida se estirara.

Un día, vino con una valija de cuero marrón en la mano. Yo no me asusté porque el marrón del cuero era tan clarito que a mí me pareció que la valija podía ser su sonrisa cargada. Pero él apoyó la valija en el piso para tener las dos manos libres y tomar con cada una de ellas las mías. Él tenía las manos muy tibias y como afuera estaba blanco por la nieve, yo sentí en ese momento que en las palmas de las manos a mí me brotaba una selva tropical llena de monos con bananas y gente con poca ropa bailando con tambores al borde de una orilla azul. Así estaba yo, tropical, cuando él me dijo que se estaba yendo… por eso la valija... Yo, desconcertada, miré la valija que a mí me había parecido casi amarilla y la vi apoyada sobre un piso negro: no había diferencia entre el color de la valija y el del piso. Entonces levanté la mirada para buscar sus ojos.
Uno a veces cree que el otro tiene una ciudad en los ojos.

Adentro de los ojos de él yo había llegado a descubrir calles con autos, gente paseando, árboles y perros jugando, parques, vientos. ¿Era su mundo interno, era la ciudad a la que estaba yendo de viaje? Yo podría habitar esa ciudad. Cuando él me dijo que se iba, yo vi que la pupila se le había puesto inmensa y me tapaba toda esa vida. Pero como él siempre tuvo los ojos celestes como espejos, yo dudé de si en realidad todo eso negro no era yo misma en reflejo. Él se dio cuenta de que algo me pasaba y me abrazó.
En el preciso momento en que él me abrazaba, no caían rayos.

Como él era muy alto, yo apoyé mi cabeza en su pecho y fue como si me quedara dormida. Estaba tan cansada que no podía componerme ni con ese sonido fuerte que hacían sus latidos en mi oído. Es que el cuerpo se me había puesto tan blando, que me sentí como espuma. La espuma que queda sobre la arena cuando el mar ya se retiró: es el resto de algo que hubo.
En ese momento pensé que él tal vez estaba abrazando un pedazo de agujero… Dicen que hay lugares que no quedan en ninguna parte. A mí esa nada se me hizo roja: yo estaba flotando en sangre… Le hubiera explicado de los colores de él, de la ciudad de sus ojos. Pero no supe cómo hacerlo, porque a veces pienso con colores y no tengo palabras. Sin embargo, para que no se fuera, para que se quedara conmigo, me esforcé y conseguí armar una frase sólo con las palabras que nombran los colores, y creo que él no me entendió. O al menos yo me sentí muy sola. Yo no me hubiera ido nunca a ninguna parte sin él, esa era la diferencia. Pero él fue caminando de a poco dando pasos para atrás así no me daba la espalda. Y mientras se movía así, tan lento y melancólico, me saludaba con una mano que tenía una palma blanca como la nieve. Era todo lo que yo veía: blanco. Mientras yo seguía flotando en el agujero rojo hasta que no tuve más remedio que nadar hacia un lugar que ya había olvidado dónde quedaba. Porque cuando uno habita en los ojos de otro, y de pronto ya no habita en los ojos de otro, el alma se te escurre como un trapo que, así todo, sigue chorreando. Es sangre, no óleo, porque el corazón queda en el alma y el agujero en el cuerpo. 
Ese sentido de la orientación es todo lo que no he perdido.
 


sábado, 24 de diciembre de 2011

Los abrazos sanos



Por Flor Bea

Según la RAE, “Abrazar” tiene siete acepciones, de las cuales yo elijo la segunda: “Estrechar entre los brazos en señal de cariño”.
Me pareció genial en este corto alemán, ganador del Festival de Cortos en Europa, la escena en que él abraza a ella y ella está que hierve de furia, en un grito de odio, pero acaba cediendo al abrazo casi desvanecida después de la irritación, aunque también en respuesta al gesto.
Es extraño, porque la RAE nunca habla de “gesto” cuando habla de “abrazar” y mucho menos cuando habla de “Abrazo” donde sólo se limita a decir: “Acción y efecto de abrazar”. Sin embargo yo pienso en los gestos, en su sentido que trasciende lo meramente relativo a los movimientos y facciones del rostro, y el abrazo me aparece ahí. ¿Es un gesto estar echada en la cama junto a un hombre y que de pronto gire y te abrace? Sí, seguramente lo sea. Incluso, seguramente las dos cosas sean un gesto: el estar echada de perfil, luciendo las curvas para él, y el abrazo suyo. El sexo y el abrazo podría bien ser el título de un ensayo que aún no he ensayado (lo dejo para el año que viene, en este ya no llego).
Sucede que a veces sentimos que el abrazo es tramposo: que intenta tapar algo que no es sólo el propio cuerpo con el cuerpo del otro sino también poner un silencio cuando queríamos poner las palabras en un grito: ¿qué mujer no se identifica con la mujer de esa escena del corto y que hombre no con ese hombre? Sucede también que a veces estamos a la defensiva del mundo: también podríamos pensar que después del abrazo viene el futuro y ahí hay lugar a la palabra; o bien, podríamos hablar abrazados (a veces estamos sentados esperando que alguien nos extienda una mano y nos saque a hablar).
Por último, siguiendo con “cine y abrazos” (tal vez un buen título para un ciclo que tampoco he preparado) quiero celebrar la excelente escena deCopia certificada”, de Kiarostami, en la que el brillante guionista y teórico Jean-Claude Carrière en su papel de turista por Italia le dice al protagonista masculino de la película:
–[…] Iré al punto: creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti. Pero ella es crítica. No sé qué pasó entre ustedes. No lo sé y no me importa. No me concierne. Pero todos sus problemas podrían desaparecer con un simple gesto. Hazlo, vamos, no compliques más las cosas de lo que ya están.
 
En mi experiencia personal, quiero decir lo último, que me pasó a principios de este siglo: yo tenía una pareja muy estable y ya llevábamos algo más de un año juntos, o tal vez sólo meses, no lo recuerdo; el tema es que para fin de año viajamos a su ciudad, a cuatrocientos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, cenamos exquisito con su numerosa familia de clase media de campo y a las doce, con el champagne servido en las copas todos gritaron: ¡Feliz año! Y cuando yo iba a agarrar la copa para sólo alzarla a todos o tal vez chocarla con cada uno de ellos, ninguno tomó su copa, en cambio, se acercaron unos a otros y se dieron un fuerte abrazo. Fue la noche que más abrazos vi y recibí (de diferentes personas): éramos quince fácil en esa familia, y yo me conté entre ellos por varios años. Después, con movimientos similares a si estuviéramos jugando al juego de la silla, pero sin azar, cada uno volvió junto a la suya, alzó su copa y la hizo sonar contra todas las demás por encima del sonido de los petardos de afuera. Los tres o cuatro fin de años siguientes que pasé con ellos ya tenía el know how de la cuestión y era estremecedor saberlo. Hoy me estremece recordarlo.

Brindo por que en estas fiestas sepamos brindar chocando no sólo las copas: también los torzos (suavemente, tampoco andar pechando…). Brindo por que nos abracemos, despiertos y dormidos, todo el año.
¡Y por el blog y todos nuestros lectores!

sábado, 17 de diciembre de 2011

Mi vecina la asesina.

Por Maite Pil. 




En el departamento de al lado vive un chico, soltero, con una gata. Me mira con ternura, con cariño. El día que agarré la agenda (porque era lo que tenía más cerca, no porque ella encerrara un simbolismo) y la revoleé al grito de "esto no es amor", lo hice contra la pared que separa nuestras casas. Me debe haber escuchado, le debo generar una lástima medio simpática.
Yo ya no puedo identificarme con una flor o querer volverme fenómeno de la naturaleza para poder estar cerca de un hombre. El desamor me da ganas de salir a matar, no de ser rosa o clavel. O viento huracanado que entra por una ventana y observa al amante dormir y lo destapa. Y no sé para qué me serviría un pensamiento romántico y su posterior catarsis hecha poesía, o poema, o algún otro género del estilo que no sé muy bien por qué pero que se diferencia de otro muy parecido.
Analizarme el doble de años que Woody Allen es siempre una opción. Claro que tendría que renunciar al sueño de la casa propia. El problema es que después uno tiene que salir a un mundo lleno de gente de carne y hueso que no se analizó nunca y que tiene el inconsciente del tamaño de un tanque de guerra.
Hace unas semanas entré a un grupo de psicodrama. Cada vez que hablando de Él suelto la frase “Lo mato” el director me la hace representar. Entonces tengo que armar la escena del asesinato, elegir el arma, el lugar, describir la ropa que llevamos puesta. Representar ese diálogo que me lleva a la locura. A veces en la escena incluyo a otra mujer. Una rubia de pelo largo,  con los dientes perfectos, que habla cual maestra jardinera y usa plataformas y vestido vintage. Y así es que los mato a los dos. A ella la odio incluso más. Ella sabe algo que yo no sé. Ella sabe conquistarlo.
Después salgo del escenario y vuelvo al grupo ya llorando en el trayecto. Deben ser cuatro pasos. Esto de ponerme a llorar en público me tiene bastante agotada. Pero no lo puedo evitar. Me miro el jean, las zapatillas, me da vergüenza levantar la vista, me siento un varón. La última vez les conté de mi vecino y esta fantasía que tengo de que me quiere más que Él. Y que seguramente le parezca linda. Me imagino que es un hombre que podría decirme que soy hermosa mientras hacemos el amor.  Como un susurro tímido a la altura del cuello, al principio. Hasta que llegara una mañana en la que me pediría que me quedase todo el día  porque me ama. Creo que a mi vecino no le da lo mismo viajar solo en el ascensor que viajar conmigo…
Después de esa sesión me fui directo a casa, caminando, serán unas veinte cuadras. Y las recuerdo como si las hubiese volado. Nunca salgo con los pies en la tierra.
Pero llegué. En el monitor de la compu tengo pegado un post-it que dice con marcador grueso y en una cursiva espantosa: Pase lo que pase…No hagas nada!
Lo escribí hace un tiempo ya y nunca le hice caso. Salvo por esas miles de preguntas que le hice a Él y esas miles de veces en que me aseguré de que nunca me las respondiera. 

viernes, 16 de diciembre de 2011

Ráfagas y destellos

Por Flor Bea
“¿Qué papel jugó F. en esa hermosa noche? 
¿Acaso hizo algo que abrió puertas, puertas que yo volví a cerrar de un golpe? 
Trató de decirme algo. Todavía no lo entiendo. ¿Es justo que no entienda?"
 Hermosos perdedores, Leonard Cohen

1. Contornos
¿Cómo era un mechón de pelo sobre el hombro? Ese recorte de pelo con puntas brillantes por esa luz que entra por la hendija de la persiana, ese brillo digo. Sí, era así, como ver apenas la mancha negra que deja el volumen de la cara del otro. Como adivinar las facciones por la memoria. Como averiguar si tenía los ojos abiertos o cerrados con el tacto. De cada pareja que tuve, siempre supe si estaba dormido porque le conocía la respiración despierto.
¿Cómo era estar perfumada y desnuda al mismo tiempo? A veces no puedo recordar ni su mano en mi espalda, ni sus pies acariciando los míos.
Cuando yo me abrigaba debajo de sus piernas… ¿cómo era yo? Tenía la piel al ras de los huesos, tenía siempre los ojos abiertos y maquillados, no transpiraba ni en pleno verano. Me quedaba despierta vigilando su sueño, me ponía la ropa para dormir calentita y me la sacaba cinco minutos antes de que se despertara. Siempre tenía buen aliento. Jugábamos al póquer apostando frutos secos.
Así fui.
He dormido con mucho hombres y sólo de algunos he sabido su nombre. He usado el pelo corto corto y el pelo largo largo. Tuve la piel bien blanca y también muy tostada en verano.
He llorado lágrimas con forma de almendra.

2. Si lo sólido se hace agua
Tuve un departamento en el barrio de Once al que tenía que mantenerlo sola. Compré el diario y marqué con resaltador un aviso de camerara por Barrio Norte.
Quedaba sobre la calle Guido. Hice una cola de aproximadamente 38 minutos. Todas salían y comentaban: “Te entrevista un tipo, te dice que cualquier cosa te llama, capaz que hoy mismo, no sabe”. Llegó mi turno. Yo me había delinado bien los ojos. Tenía el pelo largo y un jean apretado, unos borceguíes que se usaban en esa época y una camperita que no me quedaba tan entallada pero era cortita. Le dije “Hola” y simultáneamente sonreí porque me pareció la fórmula del éxito. Me preguntó mi nombre y si tenía planes para esa misma noche, le dije que no y ahí mismo convertimos a ese día en mi primer día laboral. Año 2001. Todo era triste y violento en mi país. Yo estaba apenas entrada en los 20 años.
Duré tres noches. No me pagó ni una. A la semana conseguí otro trabajo en otro bar en pleno Recoleta. Mi jefe tenía una cara tan común que después me pareció cruzármelo por la calle el resto de mi vida. Es raro, pero cuando frecuentás un lugar por un tiempo, algo pasa. A eso de las ocho de la noche iba un tipo, siempre. Solo. Le pregunté qué iba a tomar la primera semana, después ya no hizo falta. Yo sabía su nombre y él el mío. Me triplicaba la edad. Fumaba. Hablábamos los dos del mismo lado de la barra y la mayoría de las veces nos mirábamos por el espejo que estaba detrás de las botellas de colores. Casi nunca giramos para vernos más de cerca. Una tarde helada ambos nos quedamos sin cigarros y me ofrecí a ir yo de una corrida al quiosco que estaba a pasos. Me dio su campera. Me la puse y salí. Era enorme: me colgaban las mangas, mucho; era larguísima, me tapaba las rodillas, fácil. Pero me sentí bien calentita. Un día no fue más. Listo, hay gente que dura eso. Al día siguiente conocí al hombre con el que armé una casa: la vida se juega sobre un tablero con fichas. Tuvimos una cama, una ducha y un placar lleno de ropa. Yo tenía anillos y piernas flacas. Un día él se fue y me dejó tres pescados dentro del colchón.
Nadie sabe nadar en gomaespuma.

3. Desfigurados
Hay juegos que son injugables.
Salimos del restaurante de comida armenia y fuimos hasta el coche de él que estaba estacionado a cuatro cuadras.
Dentro del auto nos pusimos el cinturón de seguridad y él no lo encendió. En cambio, apoyó su mano derecha sobre mi rodilla izquierda, suspiró y alzó su mirada llevando la cabeza hacia atrás, plegándosele la piel de la nuca.
Afuera, el chico del trapito que se supone que cuidó de (nuestro) auto mientras comíamos casi pegaba la ñata contra el vidrio en actitud de que ni se nos ocurriera arrancar sin tirarle unas monedas antes.
Él ignoraba al pibe con la alternativa del que tiene las llaves en su poder.
Suspiró y me dijo:
-Te quiero hacer una pregunta.
-…
-¿Querés venir a casa a dormir?
Hacía cinco meses que salíamos.
A veces miramos un dado y lo vemos redondo.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Un verano

Por Flor Bea

Hace mucho ya que no salgo con él. Hace mucho que lo extraño. Nunca dejo de extrañarlo, y es extraño, porque fue hace mucho. Salíamos. Era eso. Salíamos porque queríamos sólo compartirnos muestros cuerpos. Pero algo salió mal en esa primera intención porque empezamos a extrañarnos. Y entonces empezamos a salir. No era la idea: la idea era sólo desnudarnos, besarnos la desnudez entera, de verdad que entera: cada rincón y cada agujero de la desnudez de ambos. Es increíble lo bueno que es el buen sexo cuando hay mutua conciencia de buen sexo. Yo extraño su cuerpo desnudo, y también extraño todo lo que pasó, eso que no habíamos planeado pero pasó. Pasó así: un día me mandó en mensaje de texto al celular y me dijo: “Quiero cenar con vos uno de estos días, Flora”. Y yo tuve que esperar cinco minutos a que la sonrisa se me fuera esfumando y me dejara pensar qué contestarle… “vos… Flora”: empezaba a nombrarme. Y así pasó: pasamos un verano juntos y el verano pasó más caliente que todos los otros veranos que tuve, y su casa era increíble con ese aire acoindicionado y la madera del piso que cujía cada vez que dábamos pasos, bailábamos o cocinábamos ensaladas. Frescas ensaladas. Amábamos armar las ensaladas, salpicarnos la ropa limpiando la verdura o ponernos una hoja de lechuga de sombrero sólo por jugar; nunca antes de esas escenas se me había ocurrido que sonreír frente a la canilla de la cocina podía ser una acción tan feliz. Entonces un mediodía (después me lo contó) se hizo una ensalada para él solo y no le salió tan rica como cuando era para los dos. Yo nunca dejé de sonreirle. Y él a mí me decía un lunes: “¿Es verdad que reservaste para cenar conmigo el jueves” “sí” “¿y tengo que esperar hasta el jueves para verte?”. Y su voz era hermosa. Pero como una vez en particular yo rendía un examen el miércoles, esperamos hasta el jueves. Esperar es lindo, pero no tanto cuando se sabe que es sólo un verano. Un corto y caluroso verano. Porque estaba casado pero ella estaba en un largo viaje, afuera. Pero él, con paciencia, esa vez del examen me respondió “bueno, como vos digas, mi reina”. Y yo me quise desnudar en ese preciso instante y dejarme la corona puesta mientras hacíamos el amor. El amor. Dormí en la cama por dos o tres meses del lado de ella, y sólo una vez pasó que él abrió los ojos cuando se despertó (yo ya lo estaba mirando) me miró y me dijo: “con ella dormía hasta más tarde. Te movés mucho o me despertaste con la mirada”. Y se paró y se fue a la ducha solo, aunque siempre nos bañábamos juntos, y yo me sentí sola y triste y lloré en la almohada de ella. Pero prefiero no recordar esos momentos donde ella aparecía como un fantasma. Yo quería quedarme en su cama. En fin, esto ya terminó hace muchos veranos pero guardo los recuerdos más eróticos de mi vida, y las penas más tristes en mi alma, y los ruidos más crujientes de su ser, y el sabor de todas las mejores ensaladas del mundo; y guardo también sus miedos de decir lo que decía: “Te diría que te extrañé durante todo el día, pero tengo miedo de decírtelo, mejor no te digo nada, a ver si te asustás y te vas volando como una paloma”. Igual, cuando llegara el invierno yo iba a tener que volar, ¿o acaso no? “Uno nunca sabe cómo actuar”, me decía. Y yo le contestaba que sí, que uno sabe y que si no sabe se arriesga. Pero fue una mentira. Y es verdad: no, nadie sabe cómo actuar cuando la vida se comporta en ráfagas sobre la dulce liviandad que el cuerpo adquiere cuando ama.