miércoles, 22 de junio de 2011

Je ne regrette rien

Por Flor Bea


“Creo que ninguna mujer necesita a un hombre para ser feliz. Pero voy a cumplir 30 años y ya conocen el dicho: con 30 años te cae antes encima una bomba que un hombre”. Así comienza “Nadie me quiere”, la excelente película de Doris Dörrie. Después habla un poco de cuando conocemos a alguien, las citas que empiezan con un café, siguen con una o varias cenas… y, casi sin darte cuenta, empezaste a salir con un tipo. Entonces, te comprás ropa interior, empezás a ir al gimnasio, cambiás el gato por una tortuga porque él es alérgico y… “Al final, terminan dando miedo las relaciones estables”. Así habla Fanny Fink (Maria Schrader), su protagonista, frente a una cámara. Al monólogo le siguen los títulos de la película con la voz de Édith Piaf de fondo repitiendo “No me arrepiento de nada”, con esa fuerza y vibración que dan ganas de salir a gritarle al mundo todas las cosas que ya no te importan. “En tu lugar, jamás me enamoraría de mí”, remata Fanny, y uno ya sabe que la película promete aunque aún sea incapaz de imaginar una escena tan disfrutable y memorable como esa en la que ella, su vecino gay (Pierre Sanoussi-Bliss) y la hija de su amiga bailan una danza africana en el departamento de él, por nombrar sólo una de las mejores de esta obra y gracia de Dörrie.
Fanny Fink se ilusiona con Lothar (Michael Von Au), ese rubio de ojos celestes, vegetariano como ella y que también le teme a la muerte, con quien pasa una noche, casi por confusión y accidente. Pero ella, una romántica soltera tratando de salir de esa categoría y ansiosa por encontrar a su hombre, apuesta a la conquista y se lanza con botella de champagne, canastita y disfraz de caperucita negra sexy a darle una sorpresa erótica que termina en el peor de los fiascos.
Lleno de sarcasmo y perspicacia, el humor de esta película logra que las mujeres nos riamos de lo patético y vergonzoso pero, al tiempo, también de lo naif, tierno y encantador del enamoramiento, que hace que tengamos esperanzas en que, si no es por voluntad de él, al menos sea por arte de magia que aparezca en nuestro timbre o teléfono.
Fanny Fink irá superando la pena de que el amor del rubio no le sea correspondido, entre otros métodos, por medio de uno poco ortodoxo que consiste en comerse los pedazos de la cara de él que ella tiene en una fotografía recortada, porque su amigo y vecino gay, Orfeo, le dice que el único modo de olvidarlo es cagándolo, así que… ¡bon appétit!
Por último, creo que vale la pena sacarle brillo a una de las perlas del final: cuando ella se lo cruza en un ascensor y le dice, a ese mismo que se comió y por el que lloró noches y noches, por el que se maquilló como una puerta y se disfrazó ridículamente, por el que maldijo enamorarse y añoró estar tranquila y sola en su cama leyendo y tomando un té, a ese le dice: “Quería que envejeciéramos juntos y tuviéramos hijos”. Y lo genial es que él a duras penas sabe de qué le está hablando ella y ella ya no le está hablando a él. Es como cerrar con herramientas propias algo que se había abierto con otras diferentes, pero propias también. Si para olvidarlo había que sacarlo por el ano, tal vez también había que sacar algo por la boca: estas palabras que hacen del absurdo y del ridículo su punto cumbre donde lo que se dice ya no se corresponde con una realidad sino con un acto explosivo para despedazarlo todo y hacerlo desaparecer.
Después, el vecindario de ese edificio de departamentos situado en plena ciudad alemana bailará al ritmo de “No me arrepiento de nada” y los espectadores nos quedaremos balanceando la cabeza de un lado a otro y sonriendo con diversión y nostalgia por aquello que dolió y que ya no importa.

5 comentarios: