sábado, 14 de mayo de 2011

Porfía


Por Maite Pil

El placer era hacia el momento, por la sincronización de detalles. El ritual es siempre el mismo imagino, pero esta vez intuyo, que tal vez, como tantas otras que desconozco, fue modificado. Aunque el disfrute sí fue real, tan real que creyó que yo también merecía cierta satisfacción, y eso, incluso, parecía una buena idea. Pero no basta con eso, suponemos; esas cosas pasan desapercibidas teniendo un plan tan eficaz y seguro. 
Un día, o dos, de todos ellos, los prefiero. Un momento, más de uno, en los que sentí la ilusoria libertad de saber que podría estar en cualquier ciudad, a cualquier hora del día, pero que estando ahí, donde quiera que fuese, con él, nada iba a importar. Cursi y trillada sensación de que el mundo se detiene, y si no se detiene, y si es una simple y cursi sensación ¿Sabés qué? Me importa una mierda. No voy a desviar los ojos para ver si se mueve efectivamente, si abrió el supermercado o si cerró el kiosco. No, no voy a sacarle a él mi mirada para ver si el mundo está funcionando. Jamás dejaría pasar un momento así, de libertad, por más ilusoria que fuese; eso sí que después no se perdona, eso sí que es para añorar. Son sutilezas encantadoras que sólo se disfrutan cuando uno sabe, para mal, y el otro sabe, pero no quiere saber, que los dos ya nos estamos despidiendo. La diferencia está en que esos momentos de plena seducción no son montajes de escena, no son la respuesta señorial, ni la caricia oportuna, ni la sonrisa guionada. Esos momentos son el único vestigio de deseo real y perfecto. Ese que nos hace correr riesgos. El deseo, cuando sólo es deseo, es efímero. Si buscamos la perfección del deseo en su duración nunca vamos a encontrarla. Te miro y veo todo, y tan sólo, lo que vos querés mostrarme, y todo, y tan sólo, lo que yo quiero ver. Son irrepetibles. Y si me dan elegir, la despedida vale el deseo. Claro que no siempre osamos hacer cosas sabiendo que lo único que va a restar después, a fin de cuentas, es lo que ya pasó. 
En cuanto a la escena que cierra la historia, yo sé que es repetida, me la contaron. Con intentar sortearla a veces no se pierde nada, asumí. Hacerle creer que no sabía de qué se trataba. “Desconozco tus intenciones e ignoro tu desprecio”, le dije con todo el silencio que estaba a mi alcance y la ingenuidad que, sólo Dios sabe cómo, supe conservar. No era por el amor, era por el respeto. El desafío de que era una prueba yo no podía perdérmelo. “Me quedo con lo que quiero, yo esto no te lo concedo y mi terquedad no la discuto con nadie”  le podría haber gritado, si no fuese tan cuerda y si no me avergonzara tanto mi locura.

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