miércoles, 25 de mayo de 2011

Blue Valentine

Por Flor Bea
Los feriados lluviosos nos piden a gritos mirar buenas películas de amor; ¡pero buenas! No comedias románticas tipo “Mi novia Polly” (eso es preferible evitarlo o, de ultima, mirarlo un domingo a la noche cuando se quieren ver cosas obvias y predecibles que no nos hagan pensar ni un poquito y sentir casi nada; cuando mirar el dormitorio que nos hará pasar esa noche solos ya nos resulte inosoportable y prefiramos mirar bobadas…) Estaba hablando, entonces, de buenas películas románticas; estaba hablando precisamente de la película estadounidense “Blue Valentine”, dirigida y escrita (junto con otros colaboradores) por Derek Cianfrance (mujeres: pueden buscar su foto en IMDb y babearse un rato). Pero para más babas, sólo basta con rastrear en la misma página las fotos del protagonista de la película que nos ocupa: las de Ryan Gosling (Oh, God!).
Ok, vayamos a lo importante: a “Blue Valentine”. Es una historia de amor, como la traducción española se empeñó en hacérnoslo saber poniéndolo como aposición: cuando la película se anunció en el BAFICI, fue como “Blue Valentine, una historia de amor”; gracias, si no me lo aclaraban, no me daba cuenta.
“Blue Valentine” es la historia de amor entre Cindy (Michelle Williams) y Dean (Ryan Gosling). Están casados y tienen una hija de cinco o seis años, prácticamente los mismos años que ellos llevan casados. La vida de Dean parece estar entregada a estas dos mujeres que ama, y por fuera de eso, en su universo individual, en lo que concierne a sus realizaciones personales, es como si no hubiera nada. Ni siquiera puede hablar sensatamente de esto cuando su esposa se lo plantea: él es el marido de Cindy y el padre de esa adorable niña, con este argumento justifica su rol en la familia y su existencia en la vida; esa es su razón de ser y lo que lo hace feliz, él no puede ver las demás vueltas que tiene el asunto. La carencia de este personaje y su aparente imposibilidad de remediarla desatarán una verdadera crisis de pareja.
El film está narrado alterando el sentido del tiempo dramático: se interrumpe el presente por medio del recurso del flashback, los que nos llevan a aquella etapa de noviazgo entre Cindy y Dean, cuando aún todo era música y la vida resplandecía ante ellos. Los manejos de la luz son impecables en sus contrastes. Los flashbacks nos van a encandilar en todo sentido, mientras que las escenas que narran los episodios del presente de la historia (de amor) nos pondrán la pantalla oscura, oscura. Estos recursos elegidos para narrar el film ayudan a que el espectador experimente las emociones que experimentan los personajes en cada momento, porque el contraste, que por definición es “oposición, contraposición o diferencia notable”, hace que no podamos distraernos e ignorar lo que se va haciendo evidente: que el amor de ellos se está apagando con el transcurrir del tiempo, y eso ¡vaya si da pena! That hurts.
El final de la película les dirá cómo termina todo esto, yo no.

viernes, 20 de mayo de 2011

Crimen y soborno





Por Maite Pil

O mi sistema nervioso acaba de colapsar y repito momentos o este hombre hace 5 minutos que está rallando queso sobre su plato. ¿Tiene acaso idea de lo que sale el kilo?
Bueno, supongo que estoy a tiempo de cambiar. Sí, de ahora en más voy a ser menos verborrágica. Podría empezar a pintarme las uñas de azul. Y ya que estoy, y esta vez en serio, voy a hacer como el personaje de Funny haha y voy a anotar en una lista todas las cosas que deseo y debo hacer por deseo.
Aunque el azul me va a quedar como el orto; todo porque la chica que estaba sentada delante de mí en el colectivo tenía lindas manos. Los cambios son generar mejores combinaciones. Voy a empezar a usar crema humectante, y guantes para lavar los platos. 
Se sirvió jugo de naranja en vez de cerveza.
Bueno, supongo que estar en pareja es ser un poco más tolerante. Sí, de ahora en más voy a ceder un poco, ser menos prejuiciosa. Supongo también que eso trae sus beneficios. Como tirar algo de ropa vieja, y portarretratos sin fotos y dejar el depto más minimalista. Siempre quise una casa así y termino cayendo en lo rústico.
Definitivamente las pastas me cayeron pesadas y están afectando mi juicio o el piso está lleno de basuritas. Y claro, esa es la definición de soborno ¿no? Te regalo una aspiradora pero te lleno la alfombra de migas.
- Cata….¡Catalina!
- ¡Ay Gabriel! Me asustaste ¿Qué?
- Estás en cualquiera, te hablo y no me contestás…
- De chica que me pasa, sabés que me cuelgo con la tele, no porque me interese el programa, pero me genera un efecto hipnótico, pienso profundamente otras cosas.
- No es sólo eso, creo que no querés ni coger conmigo ya.
- Sí, perdoname, sabés que desde chica me pasa que cuando algo en la pareja no funciona se me da por no coger.
- ¿Desde chica? ¿Pero cuántos novios tuviste?
- Novios novios no tantos, cuatro, cinco…Igual me parece que no es momento para que te pongas a pensar lo que seguramente estarás pensando, que es con cuántas te comparo. Pensá que hoy por hoy estoy con vos y tenemos un problema.
- Sos una hija de puta…¿Eso lo aprendiste de tu rica experiencia con tus ex?
- No, lo aprendí de vos. Me lo contaste antes de que nos pusiéramos a salir. Todos tus dilemas de si tus ex te comparaban y demás…Eso no es algo que se le cuente a una futura novia, Gabriel. Qué mal gusto.
- Es porque estás celosa de mi ex. Creés que te miento, ¿no? Además, ¿qué es esa obsesión por las verdades con la que me venís jodiendo todas las noches? Vos vivís diciendo verdades y nunca me preguntás si las prefiero.
- ¿Celosa de tu ex? Cómo voy a estar celosa de tu ex si soy yo. Además las verdades no se eligen, se toleran. Te hubieras buscado una novia como las que se buscan tus amigos, buenas novias que nunca tienen una verdad para decir porque nunca dicen nada en concreto.
- ¿Esa es tu forma de decirme que me estás dejando?
- No, es mi forma de decirte que en definitiva tu ex y yo somos iguales, y que evidentemente no somos la clase de mujer para vos. Y además otra cosa, yo mañana me levanto a las seis de la mañana, y no puedo afrontar una separación a esta hora, y mañana ir a trabajar con los ojos en compota.
- Sos de terror sabés, no sentís ni un poco de culpa ¿no?
- No, no siento culpa, siento sueño, increíblemente, después de semanas de insomnio… Y de pensar que estaba a punto de cambiar, y comprarme guantes de goma, y dejarte un cajón para tu ropa. Pero no. Somos de universos paralelos. No quiero cambiar en función de alguien que se alivia con la culpa ajena.

sábado, 14 de mayo de 2011

Porfía


Por Maite Pil

El placer era hacia el momento, por la sincronización de detalles. El ritual es siempre el mismo imagino, pero esta vez intuyo, que tal vez, como tantas otras que desconozco, fue modificado. Aunque el disfrute sí fue real, tan real que creyó que yo también merecía cierta satisfacción, y eso, incluso, parecía una buena idea. Pero no basta con eso, suponemos; esas cosas pasan desapercibidas teniendo un plan tan eficaz y seguro. 
Un día, o dos, de todos ellos, los prefiero. Un momento, más de uno, en los que sentí la ilusoria libertad de saber que podría estar en cualquier ciudad, a cualquier hora del día, pero que estando ahí, donde quiera que fuese, con él, nada iba a importar. Cursi y trillada sensación de que el mundo se detiene, y si no se detiene, y si es una simple y cursi sensación ¿Sabés qué? Me importa una mierda. No voy a desviar los ojos para ver si se mueve efectivamente, si abrió el supermercado o si cerró el kiosco. No, no voy a sacarle a él mi mirada para ver si el mundo está funcionando. Jamás dejaría pasar un momento así, de libertad, por más ilusoria que fuese; eso sí que después no se perdona, eso sí que es para añorar. Son sutilezas encantadoras que sólo se disfrutan cuando uno sabe, para mal, y el otro sabe, pero no quiere saber, que los dos ya nos estamos despidiendo. La diferencia está en que esos momentos de plena seducción no son montajes de escena, no son la respuesta señorial, ni la caricia oportuna, ni la sonrisa guionada. Esos momentos son el único vestigio de deseo real y perfecto. Ese que nos hace correr riesgos. El deseo, cuando sólo es deseo, es efímero. Si buscamos la perfección del deseo en su duración nunca vamos a encontrarla. Te miro y veo todo, y tan sólo, lo que vos querés mostrarme, y todo, y tan sólo, lo que yo quiero ver. Son irrepetibles. Y si me dan elegir, la despedida vale el deseo. Claro que no siempre osamos hacer cosas sabiendo que lo único que va a restar después, a fin de cuentas, es lo que ya pasó. 
En cuanto a la escena que cierra la historia, yo sé que es repetida, me la contaron. Con intentar sortearla a veces no se pierde nada, asumí. Hacerle creer que no sabía de qué se trataba. “Desconozco tus intenciones e ignoro tu desprecio”, le dije con todo el silencio que estaba a mi alcance y la ingenuidad que, sólo Dios sabe cómo, supe conservar. No era por el amor, era por el respeto. El desafío de que era una prueba yo no podía perdérmelo. “Me quedo con lo que quiero, yo esto no te lo concedo y mi terquedad no la discuto con nadie”  le podría haber gritado, si no fuese tan cuerda y si no me avergonzara tanto mi locura.

lunes, 9 de mayo de 2011

Es fantástico


Por Flor Bea

Aquel día, largo día, había olvidado el celular en mi casa. No me sonaba nunca, pero obvio que justo ese día sí: cuando llegué a la noche, cansada, encontré que tenía tres llamadas perdidas y dos mensajes de texto (¿!!?). El primero de los mensajes era de la una del mediodía, y quien lo había escrito me preguntaba si le daba permiso para masturbarse pensando en mí. “Qué raros que son los hombres”, yo a esa hora me había estado debatiendo entre una porción de tarta de zapallitos o una banana con una barrita de cereal. El otro mensaje de texto era un chiste enviado por Movistar. No supe de cuál de los dos reírme más.
En cuanto a las llamadas telefónicas: una era de la óptica para avisarme que mis lentes de contacto ya estaban listos para retirar; otra, una llamada perdida de mi mamá, y la tercera, el mismo poeta del primer mensaje de texto, que, al igual que el contactólogo, también había grabado algo en mi contestador. Decía así: “¿Qué hacés, flaca? De pronto me acordé de vos. Te mandé un mensaje pero no me respondiste. Espero que no te haya caído mal. Igual, me la hice igual sin tu permiso, sos especial para eso. Nos vemos algún día. Chausis”.
El mensajero (del amor) era aquel hombre con el que había dejado de acostarme hacía… ¿cinco meses?, y que nunca más me había llamado: un día, nunca más: ¡plup!, después de habernos estado curtiendo unos diecisiete meses con una frecuencia de una vez cada veinte o veinticinco días.
¿Es que acaso ahora, de pronto, necesitaba mi complicidad para su complacencia? Qué extraño modo de hacer las cosas de a dos.
Un tanto desconcertada (no pude evitar filosofar y preguntarme “qué carajo es el amor y qué la pasión”) repetí el mensaje tres veces, las suficientes para transcribirlo a un papel y chequear que mi transcripción fuera correcta. Luego, procedí a analizarlo semánticamente, oración por oración:
“¿Qué hacés, flaca?: ¿Es irónico?, porque casualmente en la época que curtía con vos tenía cinco kilos de más y bien que me pellizcabas los rollos.
De pronto me acordé de vos: Pero mirá qué interesante. Yo me acuerdo de vos todos los días cada vez que entro a mi casa y lo primero que veo (porque la mesita del teléfono está bien puesta en la entrada) es un post-it amarillo pegado al inalámbrico que dice “si es él, gritale ‘Aleluya’”.
Te mandé un mensaje pero no me respondiste: No, lo que pasa es que contraté a setecientos elefantes para que me meen bien meada, de modo que el milagroso día en que aparecieras yo hubiera olvidado mi teléfono en casa. Es por eso, perdé cuidado, que si no, te contestaba (porque soy idiota, claro).
Espero que no te haya caído mal: ¡¡¿La tarta de zapallitos que me comí cuando descarté la banana y el cereal, mientras vos te masturbabas?!! ¡No!, pero no, tontito. Claro que no. Igual, gracias por preocuparte por mis intestinos.
Igual, me la hice igual sin tu permiso, sos especial para eso: Ahora sí que me puedo morir realizada. No sólo que soy especial para alguien, sino que lo soy para vos y ¡“para eso”! Ahora sí, en serio, me siento realmente valorada. Hombres desafiantes y romántico-pasionales como vos son todo lo que este mundo necesita.
Nos vemos algún día: No tengo dudas. Que no nos hayamos vuelto a ver desde que desapareciste de la faz de la tierra no significa que eso vaya a ser así for ever. Para algo somos jóvenes optimistas: para creer en los reencuentros.
Chausis: Andate a la mierda. Me podrías haber mandado un beso, ¡miserable!”.

Después del análisis y descarga, supe que si su aparición se repetía, iba a tener que seguir uno y sólo un camino entre los tres que, claramente, ofrecía la vida:
1) Seguirle el juego: consistía en responder a todas sus obscenidades y abusos, e incluso, volver a curtir con él cuando él lo dispusiera, y si lo disponía.
2) Ignorarlo: significaba ser indiferente a su existencia y no dar acuse de recibo de este tipo de mensajes, ¡ni de nada! Desaparecer yo de la faz de la tierra suya.
3) Intentar cambiarlo: abarcaba asumir que me gustaba (sí, me gustaba un montón el hijo de su reverenda madre) y emprender el desafío que implicaba modificar la dinámica de relación.
La opción 1 era la que, en experiencias anteriores, cada vez que había elegido, después me había hecho creer, en un destello de romanticismo, que habría tenido que elegir la 3. La 2ª era la que me situaba en un debate entre la sensatez y la cobardía (terrible trampa neurótica del absurdo). La 3ª era un ensueño; no tenía ningún tipo de relación con la vida real, pero… ¿quién puede vivir sólo en la vida real?, yo no había aprendido a hacerlo, por eso era capaz de creer que la vida ofrecía claramente algo como la 3.  
A decir verdad, tampoco iba a ser ni la 1 ni la 2. No iba a ser nada, porque la distancia entre la (sana y linda) fantasía y el fantasma había sido como quemada por un dragón que me dejaba viviendo en un mundo de género fantástico.
Lo mejor era borrar los mensajes y empezar a preocuparme por qué carajo iba a cenar esa noche: lo único real era que estaba cagada de hambre.

martes, 3 de mayo de 2011

Sólo sé que no quiero entender nada


Por Maite Pil

Mientras subimos las escaleras, yo, que estoy unos escalones más arriba, paro para esperarlo. Cuando él finalmente me alcanza, me agarra la cara con ambas manos, y me dice de frente: “Vos y yo no nos entendemos”. Me sonríe, lo beso, y sonrío yo. Y una especie de tímida alegría de tenernos cerca sin saber cómo. Este es un sueño que tuve una noche que pude dormir.
No entenderse con alguien a veces es la única forma de respeto mutuo. Porque entender, muchas veces, nos mueve a pretender cambiar, modificar. Entender nos genera la ilusión de ser parte del otro, y que el otro es parte de uno. Sensación de pertenencia.
“Quiero ser tuya”, más de una fantaseó decir e, incluso, llevó a la práctica semejante declaración. La contracara es, obviamente, “quiero que seas mío”.
Esto fracasa, y si no lo hace, debería hacerlo. Y entonces hay que encontrar un nuevo modo de poder ser una novia, una amante, o una esposa. Tenemos la obligación de hacerlo, en alguna medida, porque, tarde o temprano, hay que relacionarse con otro. Que alguien nos nombre, nos designe. Que nos dé eso que jamás tendríamos sino a través de alguien más que uno mismo.
“Vos y yo no nos entendemos”: es una declaración de amor.
Pero no de ese amor glotón, devorador, que, no por maldad sino por estupidez, no sabe dejar bocado sin probar. El que no entiende, quiere, ama, desea, o piensa, de otra manera. Otra, que no sé cuál es, no la entiendo. Pero que podría funcionar.