Por Maite Pil.
Hace un momento me crucé en Facebook una publicación de la venta de un sillón a tres mil pesos. El dueño aclaraba - además de que en las fotos se podía apreciar- que era para retapizar. Abajo, una catarata de comentarios: "Cómo vas a venderlo a ese precio", "Qué ladri", "Encima pretende que lo retiren hoy", etc. Me pareció una locura ese claro ataque en manada. ¿Por qué esa indignación sobre algo que, uno pensaría, no los afecta en nada?
Este es un fenómeno que viene in crescendo en las redes sociales, los denominados haters llegaron para quedarse. Ahora, más que analizar esta manifestación en su dimensión virtual, y ponerme a pensar en la impunidad que garantiza el anonimato, prefiero hacerlo por su reverso. No creo que sea casualidad que esta dinámica se haya instalado en tiempos en los que los vínculos ya no fundan un compromiso. Las relaciones se basan, cada vez más, bajo la premisa de lo dado, es decir, no hay una construcción subjetiva ni un reconocimiento del otro como tal; lo incorporo en tanto se adapta a la dinámica establecida.
Seguramente todos recuerden la frase que se le atribuye a Groucho Marx: "Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros". Más allá de la evidente ironía con la que trabaja la integridad, podemos pensarla - por qué no- como una reflexión sobre el costo vincular: lo inmutable no hace lazo. Hoy, a más de 30 de esa frase, lo que predomina es la cultura del desapego emocional. Soltar es la vedette del siglo y al que no le guste, que se joda.
Es por esto que pienso que el odio en las redes sociales es una suerte de desplazamiento patológico de aquello que se sofoca o se veda en las relaciones actuales. En la medida en que la deuda que funda a los vínculos sea el no deberse nada -es decir, un costo cero- no podrá revertirse este fenómeno.
esto que escribiste es genial
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