Por Maite Pil.
Una
sola vez tuve una cita por San Valentín. Me pasó a buscar, cuando abrí la
puerta lo saludé y, de los nervios, le dije que creí que me había olvidado el
calefón prendido. Le cerré la puerta en la cara, esperé un rato y volví a
salir. Después nos tomamos un colectivo hasta el cine. ¿Qué necesidad había de
viajar parados en el 124 para llegar al Abasto? Si volviera a nacer haría casi
todo diferente. La mayoría de los recuerdos amorosos que tengo son vergonzosos
e imprácticos. Podríamos haber ido al pool de siempre, tomar unas cervezas y
volver a su casa. Pero no, él se puso una camisa de manga corta y se afeitó. La
combinación menos erótica del mundo, es como disfrazarse de Frank Grimes[1].
Éramos dos personas prologando el momento de tomar alcohol, intentando
romantizar, de la manera más burda y básica, una relación que se sostenía
gracias a mensajes a las 3:00 am.
Cuando
yo era adolescente no sabía que los modos de amar respondían a ideologías y a formas
de transmisión cultural específicas. Llorar o extasiarme con una canción me
parecían excelentes gesto de amor, los más propicios. Y eso que no lo compartía
en redes, ni tenía forma de transmitirlo en vivo. Pero el enamoramiento es la
forma de pensamiento mágico por excelencia, ¿o no?. Nos convencemos de que el amante conoce nuestros rituales privados.
Cuando
tenía 14 años me enamoré perdidamente de un chico unos años más grande que yo.
Pasé meses yendo a su “parada” y pasando el rato con él y su gente. Finalmente
un día nos besamos y nos pusimos de novios. Nunca estuve tan feliz en mi vida.
Era tan feliz que no me importaba qué hacía cuando no me veía, hasta que un día
mi vieja me dijo: “Pasa mucho tiempo con los amigos y vos acá como una idiota,
hacelo esperar vos a él, armate otro plan”. Y me mató. Tenía razón en algún
punto, no iba a perderlo por irme a la casa de una amiga, no necesitaba
esperarlo en la ventana, pero fue la humillación lo que me cambió de una vez y
para siempre. Lejos de convertirme en una mujer empoderada e independiente, me
convertí en una mujer debatida entre dos posturas. Lo que quería y lo que se
suponía que debía hacer. Supongo que de una u otra forma iba a llegar a ese
dilema.
A
decir verdad, nunca lo resolví. Pasan los años y el amor se transforma, cada vez
más, en una experiencia antagónica. Ni se me alinean los planetas, ni el mundo
me sonríe, ni la neurosis se me aplaca. Todo se vuelve tensión y miedo.
Hay
gente a la que se le da bien el amor, otros lo estudiamos.
Todo se vuelve tensión y miedo. Conozco de qué estás hablando.
ResponderEliminarLa combinación menos erótica del mundo.
ResponderEliminarMuy bueno Maite