Por Maite Pil.
Cada vez más noto cómo se van instalando consignas morales respecto de los vínculos. En las redes sociales son de lectura cotidiana, prácticamente. Hace un rato leí que alguien compartía lo siguiente: Si no sabés lo que querés, no le desordenes la vida a otro.
¡Como si alguien pudiera saberlo! Pero, además, lo que esconde la frase, de alguna manera, es la desafectación de uno de los actores. Hay un malo y un otro que padece los efectos. También podemos advertir esto mismo con la idea de lo "tóxico".
Hace unos meses atrás me pasó que una persona me dijera "tenemos una relación tóxica". Yo quedé pasmada, no podía creer que alguien de mi círculo utilizara semejante expresión. Además, y para peor, no me estaba queriendo decir eso. Me estaba acusando a mí, no había de su parte una participación activa en eso que estaba delimitando como tóxico.
Es una lástima que, en tiempos en donde es tan importante poder echar luz a las prácticas sociales y vinculares que se fundan en la desigualdad, haya gente que, a priori, adopte la postura de que están del lado correcto. Una de las ventajas de ser un neurótico, común y corriente, es que no somos ni buenos ni malos. En general, hacemos lo que podemos; con lo que tenemos y con lo que nos falta.
Por supuesto que cuando una amiga, un amigo, o incluso yo, en medio de un enojo, una frustración, nos referimos a alguien como un hijo de puta, yo no me pongo a explicar, a pensar, que bueno, que hay elecciones, que hay responsabilidades subjetivas, imposibilidades, etc. Acompaño. Forma parte de cualquier duelo. El problema es cuando esa postura ya no se trata de una etapa a superar dentro de un proceso, sino un modo reactivo de pensar al otro.
Es curioso cómo hay gente que construye una idea del otro, lo arma como sujeto en función a un vínculo determinado, pero, después, una vez desarmado el vínculo, esa idea del otro insiste. Hace un tiempo atrás me contactó una chica para decirme que fulano, con quien yo interactuaba en las redes, había hecho tal cosa y tal otra con ella. Por supuesto que nada de lo que me contaba constituía un delito, ni siquiera, una actitud inapropiada per se. Sin embargo, eso que me contaba me incomodaba, no sólo porque yo no tenía ganas de juzgar, o de tomar postura, sino, además, porque me estaba mostrando a alguien que yo no conocía ni iba a conocer jamás. Ese sujeto, el que habló con ella, no tenía nada que ver con el que hablaba conmigo.
Creo que hay que desconfiar un poco de la pulcritud aplicada a las relaciones y acercarse más a la experiencia. Dejarse tomar por lo subjetivo, valorar lo intransferible de cada vínculo. Y, en última instancia, dejar de disfrazar el miedo a lo íntimo en un peligro real.
Por Maite Pil.
Este fin de semana sufrí algunos tropiezos. Diversos, contextuales. Y, como alguna vez escuché por ahí, sentí que se me posó una nube negra en la cabeza. No es la primera vez que me pasa, así que me fui armando, a lo largo de los años, una suerte de caja de herramientas para utilizar en estos casos. Son básicas y no fallan, lo mismo que un martillo, bah: alcohol, pastas y comedias románticas.
Mientras me disponía a ejecutar aquello viejo conocido, me crucé con un posteo de Facebook que rescataba dos palabras, dos sentidos, que yo, claramente, había perdido de vista: Ternura y sensatez.
Eso que leí me llegó como una suerte de revelación, como una intervención psicoanalítica. Es que esas dos cualidades no son nunca cosas que se dan, plausibles de no ser recuperadas. Son, más bien, principios, modos de transitar experiencias. Supongo que hay algo del orden de la entrega que se ve exacerbado por los soportes tecnológicos. Mandamos y recibimos. Pero no podemos echarle la culpa a las apps de nuestras neurosis. Ninguna comunicación, del orden que sea, puede fundarse en la lógica del conteo. Sólo un miserable, en todas sus acepciones, puede seguir esa regla.
Qué tentador es ser miserable. Sobre todo en una sociedad que, de alguna manera, festeja tu miserabilidad, la felicita, la alienta, la disfraza de triunfo, de poder. Las tecnologías no tienen la culpa, pero sí le allanaron el camino a la creación de un nuevo sujeto, mucho más conveniente, funcional, uno que se potencia - que produce y consume- en soledad.
Tal vez por ésto la década de los noventa haya sido la última gran década romántica del cine. Un cine que no resultaba inverosímil al presentar una historia de amor consumada en un día. Que sabía perfectamente que lo absurdo no contaba, ni cuenta, para el amor.
Por Maite Pil.
Hace poco más de un mes vi una película que me recomendaron, de Doris Dörrie, "Nadie me quiere". Es un film de 1994, pero con una narrativa, un ritmo, y un humor, ultra actuales (sacando, por supuesto, el contexto de una Berlín en pleno proceso de desarrollo y suburbanización pos caída del muro). A mí la película me encantó, pero, inmediatamente, pensé en que había algo del personaje que, probablemente, sería mal visto en este presente: su conflicto es, fundamentalmente, un conflicto amoroso. Quiere formar una pareja.
A los días de verla, me cruzo con una nota en Filo News, de Jessica Bladdy, donde hace una crítica de la serie "Love life". No vi la serie, honestamente, pero me llamaron la atención dos cosas que allí puntúa como inverosímiles de la trama. La primera, que se trate - la protagonista, Darby Carter - de una mujer capaz que sólo se preocupe del amor y ningún otro aspecto de su vida. Y, la segunda, haciendo referencia a una escena particular: "(...) cuesta tragarse que en el año 2020, lo primero que atestiguamos de Darby es un comportamiento cuasi infantil cuando lo único que espera es esa llamada de Augie, después de la primera noche que pasaron juntos".
¿Por qué nadie me avisó que este año abolieron la ansiedad y el entusiasmo? Debo haber parecido una idiota.
En esta línea de devaluar el deseo amoroso, colocarlo en un lugar menor, también está Luciana Peker. Eso, al menos, entendí yo al leer la nota que publicó hace unos días en Infobae, "Solas: las ingobernables que disfrutan de una vida plena sin compañía". Una nota en donde sólo se plantean dos escenarios posibles: Tener una pareja aburrida y de mierda, o sea, ser una infeliz de a dos, o ser re cool e independiente, sola. Me parece una cagada.
Hay que habilitar una tercera vía: la de poder pensar a una mujer independiente que pueda integrar todos sus deseos. Porque una de las cosas con las que sí concuerdo con L.P. es que la mujer soltera levanta sospechas. Lo que pasa es que ahora la sospecha está invertida. Mientras que antes se entendía a la soledad femenina como una desgracia, ahora se entiende a la búsqueda del amor como una debilidad. Ni una ni la otra me parecen acertadas.
Porque, en definitiva, pensar al amor como algo que amenaza la integridad, y la independencia, de una mujer, es subestimarnos. Y, también, una forma sutil de obligarnos, una vez más, a tener que explicar por qué queremos lo que sea que queramos. Como diría Luisa Albinoni, tengo las bolas llenas.