jueves, 18 de abril de 2019

El juego de preguntas y respuestas.







Por Maite Pil. 

Hace tiempo que vengo pensando en lo que nos pasa a las mujeres que estamos entre los 30 y los 45 años, que estamos recientemente separadas, con hijos en algunos casos, y que venimos de relaciones y experiencias amorosas reglamentadas de otra forma. Debo admitir que nos sentimos- hablo por mí y mi entorno, al menos- un tanto desconcertadas y culposas. No damos pie con bola, nos perdimos una parte, y es como si de pronto hubiésemos sido eyectadas al nuevo universo de la soltería sin una puta guía de supervivencia. 

El feminismo de hoy no tiene nada que ver con el feminismo que se viene; las nuevas generaciones la tendrán mucho más fácil, estarán más relajados, la equidad será un estado y no una lucha. El feminismo de hoy, en cambio, y por razones obvias, es un feminismo contestatario, en el sentido literal de la palabra: le contesta a alguien que se pronunció primero. Y eso que se pronuncia primero, que no es más que la raíz patriarcal que habita en todos nosotros, nos mantiene en tensión constante. 
Tal es así que una de las consignas más repetidas es el famoso no es no. Que implica, necesariamente, a un varón proponiendo y a una mujer respondiendo. Ese es el formato con el que hemos sido criadas. Ni que hablar del "mirá cómo nos ponemos", que no puede más que servirse de la misma lógica, la de la mujer cual objeto de observación, para reprender o denunciar una conducta. 

Hablando ayer con una amiga, nos preguntábamos qué les pasaría a los tipos por la cabeza cuando deciden clavar un visto en lugar de decir simplemente que no, que pasan, que no pueden, etc. Empecé, entonces, a preguntar, a hacer una breve encuesta, a ver cuántas mujeres callan en lugar de responder. No voy a presentar aquí datos matemáticos, pero sí voy a decir dos cosas que más o menos pude sacar en limpio de mi poco representativa investigación de campo. Por un lado, que el hombre está mucho más acostumbrado a la insistencia y no la vive como algo humillante. Por el otro, está menos acostumbrado, y hasta en algunos casos diría incómodo, ante la conquista. 

Yo insisto con estos temas porque, aunque nos creamos que hemos superado las viejas mecánicas del amor, estamos aún impregnadas de ellas. Yo me crié con una madre cuyos consejos femeninos eran, básicamente, hacete desear. ¡Y eso que era una progresista! Psicoanalista, montonera y abortera - que en paz descanse- y aún así, su idea del amor se apoyaba en el deseo del hombre. 
El hacete desear, hacelo esperar, hacete la difícil, todas esas frases que, con mejores o peores intenciones, nos han dicho e inculcado, no se borran de la noche a la mañana. Pero contenían cierta verdad: develaban la actuación, la impostura, y por lo tanto el esfuerzo, que eso suponía.
Dicho esto, sospecho que aquellas viejas fórmulas lo que hacían, de alguna manera, era delimitar el deseo, y el placer, femenino.  Y creo que es a eso a lo que más se le teme. Por eso me pareció, y me sigue pareciendo, fantástica la exposición que hizo Pino Solanas en el Senado respecto de la despenalización del aborto. Abrió la puerta que incluso muchas mujeres no se animaron a abrir, la del goce. 

Hoy leí un artículo muy interesante - de Nahuel Krauss en la Revista Polvo- que me llevó a repensar una famosa frase de Zizek que dice que el cine es el arte perverso por excelencia, porque no da lo que se desea sino que delimita al deseo, lo instruye, lo impone. Estoy esperando, todavía, una gran película de amor que nos diga cómo carajo hacer para amarnos y desearnos hoy, con lo que tenemos y con lo que aprendimos. Hasta ahora, sólo vi historias de indecisión. No quiero que se me mal interprete, pero me pregunto si verdaderamente aspiramos a un mundo mejor, más justo y equitativo, o si simplemente queremos una vida que no implique renuncia alguna. 




domingo, 14 de abril de 2019

La piel.







Por Maite PIl. 


Hace unas semanas leí "La piel" de Juan Terranova. Llegué a ella por reseñas, a las que llegué, a su vez, vaya uno a saber cómo, supongo que internet tiene esas extrañas formas de trazarnos caminos. Leí varias de ellas, algunas más amenas que otras, pero en todas sobrevolaba la idea de que el personaje, el narrador, es un sociópata, un tipo apático, inescrupuloso, dispuesto a casi todo. 
Sin embargo yo tengo otra lectura, y tal vez también se juegue la piel aquí- en tanto sensación sin demasiado fundamento- en lo que voy a decirles. Si esta novela hubiera sido adaptada en al cine en la década del cuarenta o de los noventas - donde se asistió a una reedición del género film noir- estaríamos frente al antihéroe que todo lo arriesga por una femme fatale (Majo, en este caso). Hay una épica del amor, de un amor sin edulcorar, de un amor que está a un paso de serlo y que no importa demasiado, ya, si se concreta a lo largo de la trama. 
Está estructurada como un diario, un diario para su propia lectura, no se lo dedica a nadie. Con casi nadie comparte verdaderamente lo que piensa, en ese sentido sí podemos decir que estamos frente a un narcisista, un narcisista entendido como aquel que se guarda en el bolsillo, con recelo y arrogancia, esas grandes ideas sobre el mundo que tiene sobre el mundo. Por eso no me sorprendería que en ese diario fuera capaz de mentirse a sí mismo. Hay una suerte de tramitación de la culpa allí, un paliativo que le permite continuar, pero que también le permite fantasear. Todas sus amantes gozan con él. Eso es algo que sólo un hombre un tanto fabulador se atrevería a dejar por escrito. 

Me resulta imposible no asociar a este narrador porteño con el personaje de Reynolds, el diseñador en el film "El hilo fantasma". Críticas y críticas tildándolo de perverso y no sé cuántos diagnósticos desacertados más. Tampoco coincidí allí, creo que Reynolds, como tantos hombres, hacen lo que pueden con el amor y la resistencia es bien válida para dar abrir paso al encuentro. 

Como es domingo, y no tengo la más mínima intención de terminar este escrito con una frase alentadora o una profunda reflexión, voy a citar un brevísimo fragmento de "La piel", tal vez el más bello y crudo: "No somos únicos y hermosos. No sabemos negociar. Concedemos sin demandar. O pedimos demasiado y no ofrecemos nada cambio". 

               


Trampas.








Por Maite Pil. 

Una de las noticias facebookianas de la semana fue la Sologamia. Una práctica que consiste en casarse con uno mismo y cuyo objetivo, o lo que pretende instaurar, institucionalizar, es el amor propio y la autocompasión. Ojo, no crean que digo estas cosas en sentido peyorativo, lo estoy citando del sitio oficial. Como soy un poco prejuiciosa decidí buscar "autocompasión" en el diccionario porque tal vez le estaba dada una connotación errónea, pero no, ya corroborado, puedo decir que mi juicio es valedero: hay algo (auto)lastimoso allí. Entre los argumentos de por qué surge esta práctica aparece, en primer lugar, la crisis del matrimonio. Ahora, me pregunto, ¿puede la legitimación de esta práctica resolver la profunda crisis vincular a la que asistimos? Y lo más curioso ¿por qué paliar el fracaso del matrimonio de a dos con un matrimonio de a uno?

Me llama la atención cómo en los últimos años se ha intentado revertir o subsanar ciertas prácticas - o síntomas de la época- desde la misma lógica desde la que se las produjo o reproduce. A veces da la sensación de que nos enfrentamos a una trampa que no es más  que el lenguaje mismo al que estamos todos sometidos. Como pasa con el vegetarianismo y el veganismo, por ejemplo, que rechazan el consumo de carne pero no puede dejar de emular a las comidas que la contienen: chorizo de vegetales, hamburguesa de lentejas, carne de soja, etc. Y ni que hablar de las nuevas formas de sexualidad, que apuntan a desterrar el encasillamiento pero no pueden dejar de producir más y más categorías. La frutilla del postre es, sin dudas, que se ha desarrollado un lenguaje inclusivo denominado en masculino ¿no debería ser lenguaje inclusive

Pero eso es sólo una pata de la problemática, una de las tantas paradojas. Lo que verdaderamente encubren estos intentos por romper con lo establecido, y así tener individuos más libres, igualitarios y respetuosos, es que la idea de felicidad es siempre algo que se nos ofrece desde afuera. La felicidad es una construcción que se va manifestando desde diversos soportes y que nos delimita lo deseable o esperable en una cultura determinada. Difícilmente pueda crearse otra dinámica, una que no convierta a las elecciones en mercancías.  

Es como si todos estuviésemos bajo el mando del Rey de "El principio", que nos ordena hacer lo que ya hemos hecho y nos prohíbe lo que no podríamos hacer aunque quisiéramos. La felicidad, que supone la libertad, se ha vuelto un Rey que busca hacer uso de su autoridad sin resultado alguno.