domingo, 25 de noviembre de 2018

Mamita.








Por Maite Pil. 




Hace un tiempo hablando con una mujer, cuya identidad prefiero preservar, contándole de mis torpezas amorosas y encuentros fallidos, me dice  pero vos ya tenés una hija, no rompas las pelotas, yo vengo primero. Como si el destino, Dios o el universo, manejara un sistema donde a las mujeres se nos fuese ubicando por orden de prioridad. Una suerte de lista de espera de donación de órganos.
 
Al tiempito de este breve e infructuoso intercambio de desgracias, vi un episodio de una serie, que creo ya les he recomendado, Easy. En este capítulo -porque cada uno es una historia diferente- la protagonista, una mujer de unos treinta y pico, se separa del novio y cae en la cuenta de que no le quedan muchos años para conocer a alguien, consolidar el vínculo y tener hijos. Digo cuenta porque es un aspecto fundamental en estos casos, empieza a correr el contador del poder quedar embarazadas y eso dificulta ubicar al deseo. 

Cuando terminé de ver el capítulo tuve una sensación de alivio tonto y pensé: qué suerte que ya tengo una hija, de todas las angustias que existen en este mundo hay una que no voy a transitar; me salvé de contar años fértiles. 
La verdad es que yo nunca tuve el objetivo de ser madre, de tener un hijo, formar una familia, casarme, etc. Emergió como deseo en un momento determinado, con una persona determinada, y tuve la suerte de quedar embarazada en el primer mes de intento. 

Quiero aclarar, antes de continuar, por si no quedó clara mi postura, que bajo ningún punto considero que todas las mujeres atraviesen esta angustia ni que deban hacerlo. De ninguna manera creo que toda mujer deba ser, o deba desear ser, madre.  

Hecha la aclaración correspondiente, me interesa pensar en lo siguiente: cómo repercute la maternidad - la deseada o la consolidada- en el vínculo con los hombres y en la concepción de deseables que manejamos las mujeres. 
Cuando me separé y retomé diálogo con algunos hombres de mi pasado, un poco la pregunta que sobrevolaba a las conversaciones, que no se animaban a formular del todo, era, básicamente: ¿Seguís cogiendo como antes? ¿Qué cambió?

En el caso de la mujer que cito al principio, la pregunta que sobrevuela -en la fantasía femenina, al menos- es otra y sería la siguiente: ¿Querés coger aunque no te embarace? 

Y conozco hombres que no son padres, que desearían serlo, que ya pasaron los treinta largos, que no se preguntan ni se cuestionan si eso los hace más o menos deseables. Y no pasa porque el hombre sea fértil, digamos, en términos generales, durante toda su vida. Porque piensan, también, y con tino, que tener un hijo a los setenta años sería un cachito absurdo.   

Algunos meses atrás, Luciano Lutereau (psicoanalista y escritor) hizo un posteo en Facebook, no lo recuerdo textual, donde hablaba de que el deseo masculino estaba estrechamente relacionado con la juventud. Y coincido plenamente, seguramente haya un fogoneo cultural al respecto y podríamos debatir muchísimo sobre esto, pero me importa más que nada pensar en cómo las mujeres, pasada cierta edad, utilizamos a la maternidad - repito, la consolidada, la deseada, o la supuestamente deseada- para encubrir el miedo al deserotismo. Abandonar la posición de Lolita es un duelo que muchas mujeres, con determinadas características, debemos afrontar. 

Concluyo, entonces, que si bien me ahorré, como dije antes, una angustia, para ponerlo en esos términos, todas las mujeres, pasada cierta edad, estamos sujetas a un miedo. Y el desafío no pasa por internarse en un gimnasio, hacer dietas insoportables, operarse el culo o congelar óvulos. Quien tenga la voluntad que lo haga, obviamente. Pero el desafío, entiendo yo, consiste en entender que el deseo trasciende al cuerpo. Que se puede ser madre sin gestar, que se puede erotizar sin ser joven. 
Y cuando todo se mezcla porque, cómo no hacerlo, la madre y la puta llegan a donde llegan haciendo lo mismo, tener en claro que no es necesario elegir. No hay contradicción alguna allí. Y quien crea que sí, deberá revisar su propio deseo. 











   

domingo, 11 de noviembre de 2018

El enojo líquido.







Por Maite Pil. 




Hace poco viví una situación en la que me enojé con un hombre por una cuestión relacionada a mi trabajo. Me enojé porque consideré que desde hacía un tiempo venía desoyendo lo que yo tenía para ofrecer y no sólo eso sino que, además, me puso en diversas comparaciones ante las cuales, obviamente, yo no salía precisamente ganando. Como este no era un vínculo estrictamente profesional, y se trataba de una persona a la que le tenía respeto y cariño, fui surfeando los comentarios. Pero un día surfear no alcanzó y decidí confrontar la situación. 

Esto es anecdótico, por supuesto, y lo traigo porque me parece interesante para enmarcar una cuestión con la que muchas veces, hombres y mujeres, debemos lidiar que es el derecho a enojarse. Cuántas veces hemos escuchado, o incluso dicho, fulano o mengano no tiene derecho a enojarse. 
Ahora, de esto me interesa desprender tres directrices, una tiene que ver con qué es el enojo, la otra es cómo lo instrumentamos, qué hacemos con eso, y la tercera es si el enojo requiere autorización. 

El enojo, tal como lo entiendo yo, es una sensación - o mecanismo- completamente involuntario que puede estar plagado de otros componentes, tales como decepción, angustia, frustración, etc. Ahora, qué pasa, el enojo muchas emerge porque es a partir de lo cual, muchas veces, logramos poner el limite o el corte en relación al otro. Cuantas veces pasa que hay gente que se fabrica una pelea con su pareja para poder poner fin a ese vínculo. Este último ejemplo sería una de las peores instrumentaciones del enojo. También hay que distinguir entre quien lo tiene como mecanismo, y que nada sabe de eso, de quien hace una puesta en escena del enojo para hacer sentir culpable al otro, ahí ya estaríamos hablando de otra cosa. 

En general podemos observar una relación entre el grado de compromiso, o intimidad, que hay en un vínculo determinado (amoroso, amistoso, familiar, etc.) con, lo que antes caractericé como, el derecho a enojarse. Podemos constatarlo muy fácilmente en los vínculos de sexo ocasional donde si uno no atiende el teléfono el otro, aunque le hierva la sangre, se la tiene que comer y no decir ni mu. Yo jamás escuché a nadie decir no tenés derecho a amarme. Y fijensé qué cosa curiosa porque, en el amor, es mucho más difícil ubicar, incluso tal vez sea imposible, qué se hizo, si es que hizo algo, para ser amado. Sin embargo, ante el enojo, el otro, es decir, quién produce la ofensa, debe hacer cierto ejercicio de revisión. Parece que eso molesta. Y de ahí esta idea de tener derecho no. Quién sos vos para venir a hacerme revisar mi ética o mis intenciones. 

Las mujeres -y perdón que tenga que volver una vez más a hacer distinciones de sexo- en este sentido, hemos sido culturalmente entrenadas para evitar la expresión del enojo. Con el agregado, además, de que, a modo de herramienta coercitiva, se asocia socialmente y constantemente el enojo femenino con la locura. 

Yo no vi, y no sé si alguna vez lo haga, la película argentina "Re loca". Pero por el trailer y diversas críticas que me tomé el tiempo de leer, se trata de una mujer que empieza a toparse con una serie de situaciones, muchas de ellas vinculadas con las injusticias cotidianas del machismo, por lo  que, entonces, se transforma en una suerte de vengadora y se vuelve re loca. Yo no sé, honestamente, si la intención de la película era reivindicar a la mujer, pero la verdad, el tiro les sale por la culata. Porque no es necesario volverse loca para defenderse. No nos volvemos locas cuando nos enojamos. Entiendo que es una comedia y que necesita de esos componentes. Pero se reproduce una y otra vez esta idea de que la mujer sólo puede enojarse locura mediante. 

Estas ideas que circulan y que están muy arraigadas, de que nos enojamos por locas, o porque estamos indispuestas, o porque somos muy emocionales y entonces, capaz, confundimos las cosas; de que nos enojamos con X pero en realidad lo que nos pasa es que estamos tristes porque se nos murió el gatito, etc. son las que facilitan que terminemos comiendo de la mano de los manipuladores (y acá no distingo sexos porque hay mujeres manipuladoras también). 
Que logran, muchas veces, y gracias a todo lo que acabo de describir, que terminemos dudando de la legitimidad de nuestra postura o que nos sintamos culpables.

Me parece importante agregar, y ya corriéndome de la lógica machista que creo que subyace mucho de lo que mencioné anteriormente, que vivimos en una sociedad con grandes contradicciones respecto de este tema. Que por un lado nos vende frases de superación, paz y armonía, y por otro lado, genera más y más violencia. 
Entonces, en la medida en que no podamos integrar al enojo como sentimiento válido, no vamos a resolver muchas de las cosas que nos pasan. 
La idea de que el que se enoja pierde, no sólo tiene un costado exitista nefasto, sino que además, pretende reproducir conductas de sumisión funcionales al capitalismo. 
Enseñar a amar es tan importante como enseñar a enojarse. Porque quien sabe amar y enojarse, jamás será violento. La violencia y la autodestrucción son, en cierta medida, la malversación de ambos sentimientos. 







domingo, 4 de noviembre de 2018

De viril a feministo






Por Maite Pil. 





Al observar a mi hija (Z.) jugar con amigos varones pude darme cuenta de ciertas cuestiones. Y mi teoría fundamental - que tiene sólo este caso de respaldo- es que el patriarcado (entendido como sistema de reproducción ideológica) no es el responsable de que el hombre compita, mida su fuerza, compare sus pitos, sino más bien, es responsable de dejar a la mujer por fuera de eso. Es decir que, esas características que enumeré, que son las más obvias, yo las encuentro tan presentes en mi hija como en sus amigos. 
La mamá de uno de los nenes, cuando Z. juega a la pelota con ellos, siempre le recalca al hijo pateá despacio que ella es una nena. Y la realidad es que Z. juega tan bien a la pelota como ellos y le puede llegar a doler un pelotazo tanto como a ellos. 
Ese trato diferencial hace que muchas veces a ella la odien porque, claro, si ella llora, se pudre todo. ¿Quién hizo llorar a Z? es la pregunta que siempre vociferan las otras madres. 

Ahora, vayamos al mundo de los adultos. Ayer vi una película, "Fuerza Mayor", que me la recomendó Gabriel Artaza Saade, a quien ya les presenté en un posteo anterior a raíz de la lectura que hice de su libro "Una nueva virilidad". Me la recomendó, justamente, porque él está interesado y enfocado en esa temática. No quiero spoilear demasiado, pero básicamente, la película muestra cómo un tipo, padre y esposo, no puede asumir que en una situación determinada no actuó de forma "viril" y su reacción fue de escape - en lugar de tener una reacción de protección que es la que se le atribuye como correcta a un hombre-. Ahora, el problema, en la película - y en la vida real- no es de qué forma actuó él sino de qué forma él creyó que debía actuar. Tal es el mandato, la impostura, que él no admite haber hecho lo que hizo. No puede asumirse como un hombre escapista. Si él hubiera admitido que hizo lo que hizo, el problema quedaba ahí, no llegaba ni al estatuto de problema. Pero él no puede, no es que no quiera, que sea un canalla con su mujer, no puede aceptarlo para sí.
A mí la película me pareció graciosísima, sin embargo, no es esa la llegada, por lo que me han comentado, que tiene sobre los hombres.

Me pasó, me pasó de tener relaciones que se cayeran a pedazos porque hay hombres que son incapaces de reconocerse falibles. Me pasó que me odiaran por ser económicamente independiente. Me pasó de ver hombres llorar porque no los necesitaba, sólo los quería.  

Mi pregunta es qué piensan hacer al respecto. Los hombres, digo, qué piensan hacer respecto de que el cuento que les contaron es una farsa. Que no necesitan ser héroes, ni proveedores, ni sementales. Qué van a hacer respecto del lugar que hoy ocupan en relación a una mujer ¡Que no es menor, joder! Se les abren las puertas a un tipo de vinculación mucho menos presionada, más equitativa, donde no los medimos ni los cuantificamos. 
¿Quieren eso o no? ¿Qué quieren los hombres de hoy que se criaron con el discurso de ayer? 

Freud se ha preguntado infinidad de veces qué quiere la mujer . Y esa pregunta ha sido retomada y reversionada otras tantas.
Creo que llegó el momento de preguntar- y preguntarse- qué quieren los hombres. Porque si hay algo que no va a reproducirse de parte nuestra, es un mandato. No nos interesa el disfraz del feminista, el eslogan de la igualdad o el discurso tonto y mal aprendido de la inclusión. Nos interesa, necesitamos, que tengan los huevos para decir qué carajo quieren y cómo se sienten cómodos.
Si no, es todo farsa y entonces vamos a tener realmente una crisis de vínculos. Tal vez, la peor de todas las épocas.