domingo, 28 de octubre de 2018

Humano y divino.












Por Maite Pil.



A muchos de ustedes les habrá pasado de contarle a un amigo o amiga una situación determinada, un encuentro "amoroso", incluso un diálogo, algo que sucede entre dos, y que quien escucha diga pero qué ridículo. Es sorprendente cómo, incluso con gente que no necesariamente tenemos un alto grado de intimidad o vínculo consolidado, se da una suerte de acuerdo. Y el acuerdo recae, fundamentalmente, en no juzgar de absurdo lo que está sucediendo.

Yo les adelanté por Facebook que hoy quería hablar- hablo cuando escribo- la diferencia entre la ilusión y el enamoramiento. Me gusta pensar que esos pequeños acuerdos son el punto de partida para ilusionarse. Ahora, ¿ilusionarse respecto de qué?

El otro día dije que para enamorarse era necesario estar un pelín aburrido; me corrijo y digo que para ilusionarse, y no enamorarse, hay que estarlo. Cuando hablo de aburrimiento me refiero a cierto espacio simbólico inutilizado o, como leí alguna vez por allí, para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero.
Pero estar agujereados no nos garantiza estar predispuestos a la ilusión. Todos lo estamos, de alguna u otra forma, nadie puede declararse completo, rellenado. Y eso no nos garantiza estar dispuestos a la ilusión de enamorarnos.
Entonces, ¿hay predisposición o no la hay? ¿Es una cuestión de voluntad?


Quienes abordan el estudio del amor desde una perspectiva científico-biológica hablan de neurotransmisores, preselección genética y estimulaciones químicas. Nos reducen a una especie más cuyo fin es la reproducción.

En las antípodas de este pensamiento podemos ubicar al psicoanálisis. Y en este sentido, para ilustrar por qué lo coloco de la vereda de enfrente, voy a citar un dicho de Lacan, que adoro por su ironía y simplismo: Un acto no es simplemente algo que les sale así, una descarga motriz (...) aun cuando, con la ayuda de cierto número de artificios, de diversas facilidades, o incluso del establecimiento de cierta promiscuidad, se llega a hacer del acto sexual algo que no tiene más importancia, como se dice, que beber un vaso de agua. No es verdad, y lo percibimos rápidamente, porque ocurre que se bebe un vaso de agua y después se tiene un cólico.

La ilusión, entonces, sería la antesala de otra instancia, un estado en el cual el otro tuvo una participación reducida. La ilusión es un poco narcisista, es acostarse en soledad a fantasear. Es la paja. Como me dice muchas veces mi amiga M., no tengo en quién pensar.

Para enamorarse, sin embargo, el otro tiene que tener una participación más activa. Incluso uno mismo debe asumir un rol activo, el de la conquista. Aún cuando, conquistar, sea un hacerse conquistar. A veces es estratégico y a veces no, responde a otras características. Los hombres - perdón que generalice- suelen estar dispuestos a la ilusión y poco dispuestos a enamorarse. Enamorarse es, indefectiblemente, asumir el agujero frente al otro.

Antes de empezar a escribir, y en relación a un diseño, le dije a un amigo que no tuviera miedo de quedar como un hincha pelotas con las modificaciones. Me dijo que no, que en absoluto él temía eso. Al despedirlo, diciéndole que me iba a poner con el blog, me dijo: escribí sobre el temor a ser hincha pelotas.
No es un temor infundado el que tenemos en este sentido. De hecho, la tecnología se ha puesto en función de cuantificar y medir el rechazo. Los tildes azules, la hora de la última conexión, y un sin fin de herramientas que usamos para flagelarnos y estipular el deseo y la intención ajena.
Aún así, teniendo todo un aparato tecnológico-capitalista confabulando en nuestra contra, la fantasía de lo que podría haber sido no muere. La fantasía neurótica del desencuentro, de la pérdida por el malentendido, o la falta de timing, van a subsistir.
Porque, a fin de cuentas, ilusionarse es humano y enamorarse es divino.













































































domingo, 14 de octubre de 2018

Un poliamor y dos pancitos






Por Maite Pil.




De un tiempo a esta parte está en agenda, se viene debatiendo, la idea del poliamor. La premisa fundamental, para simplificar, sería que una persona mantiene varias relaciones en simultáneo, con conocimiento y consentimiento de los otros actores que, a su vez, también podrían estar teniendo otras relaciones en simultáneo también consentidas por los otros.

En mi época, porque ya me empiezo a sentir un poco vintage, a esto lo llamábamos estar con más de uno. Claro que la diferencia fundamental radicaba en que no había explicitud. Se entendía que al no haber un compromiso manifiesto, formal y enunciado, cada quien podía, si quería, estar o no con otras personas. Pero claro que el compromiso ausente, en el caso al que me referí recién, tenía que ver con la monogamia. Es decir, la exclusividad. Y el gran salto de estatuto, entre este tipo de vínculo y el comprometido, era ese justamente: decir que estamos solamente juntos. 
Lo más interesante de esto es que, en definitiva, en ese salto de estatuto, lo que más trascendía no era tanto la idea de dejar a otros de lado sino que, ese acuerdo, era el signo de amor por excelencia. Importaba más eso, ser elegido exclusivamente, sentirse amado, que las nuevas cláusulas del contrato.

Yo -y creo que muchos y muchas coincidirán conmigo- no puedo dejar de pensar que el amor es extraordinario, en el sentido estricto de la palabra; es aquello que nos saca del anonimato, que nos hace especiales respecto de otros, que nos coloca en un lugar de privilegio para el amante. Sin embargo, llegado a este punto, me encuentro con una gran contradicción cuando pienso en la relación, que se da muchas veces, entre el amor y los celos. Los que hemos sufrido celos, ya sea porque fuimos celosos o fuimos celados- o ambas- sabemos que la fantasía fundamental que se pone en juego casi nunca es si él o ella ama a alguien más. Lo que atormenta en este tipo de fantasías es la posibilidad de que se desee a alguien o algo- porque a veces se es celoso del trabajo, o de los hijos de otro matrimonio, etc.- más de lo que se lo desea a uno. Es decir que, el estatuto que nos da el ser amados, no es reaseguro suficiente, no nos alcanza. No quiero con esto dar la impresión de que los celos son el parámetro por excelencia para cuantificar el amor de una persona. No siempre es mediante los celos que esta intriga que nos impone el sentirnos amados es manifestada, se expresa o, para ponerlo en otros términos, se sintomatizaDe algún modo, cuando alguien nos ama, nos preguntamos por qué a mí
Es por esto que me surge la inquietud respecto de si no será esa pregunta - por qué a mí - la condición necesaria para cuestionarse por el deseo del Otro. Tal vez éste sea un punto clave en todo este meollo: ¿Hay amor allí donde el deseo del Otro no me conmueve?  

Concluyo, entonces, sin demasiadas certezas ni grandes revelaciones, que lo que me hace ruido del "poliamor" no está relacionado ni con una cuestión moral, ni de economía pasional; ni siquiera me resulta novedoso. Me molesta el nombre, lisa y llanamente, debo confesar que es eso. Me molesta en el mejor de los sentidos: me hace pensar y me moviliza. ¿Por qué no denominarlo "polivínculo"? ¿Por qué es necesario meter al amor en el medio? ¿Es acaso una forma de "sacralizar" una modalidad que puede ser interpretada - o juzgada- como inocua y pasatista? ¿No es acaso su denominación una forma de evadir el deseo?














domingo, 7 de octubre de 2018

La pantufla de la vida.












Por Maite Pil. 

A los catorce años tuve un novio del cual me enamoré perdidamente.  Nunca tuvimos relaciones, yo era virgen  y él no quería tener nada que ver con mi situación. El noviazgo habrá durado unos meses hasta que me dejó. Olvidarme de él me costó horrores. Yo lo adoraba, estaba absolutamente tomada por él. Me rompió el corazón. Después de muchos años, volvió a aparecer. Nos vimos algunas veces para tomar un café  hasta que un día me invita a dormir. Literalmente, a dormir con la ropa puesta. Yo acepté porque pensé que era una especie de juego, hacer como si no fuera a pasar nada. Pero no. Él estaba decidido a que no pasara nada. Nos despedimos a la mañana siguiente y nunca más nos volvimos a ver.
A las pocas noches de ese suceso, inexplicable y absolutamente absurdo, soné con él. Lo soñé con un pene enorme, que le daba vuelta hacia atrás, como una especie de cola de diablo. Me decía que no podíamos tener sexo porque con semejante pene no se podía. Yo lo abrazaba y ,por detrás de la espalda, le acariciaba la cabeza y le decía que no importaba. Por supuesto que este sueño se lo llevé a mi analista de turno y se hizo un festín. 

Mi amiga M. se ríe de mí cada vez que le digo que alguien me intriga, sexualmente hablando. Me dice que no es intriga eso, que es calentura. Y yo le digo que no, que también podría ser, pero que es fundamentalmente intriga. De alguna manera ese episodio que relaté, y ese sueño, me traumaron. Yo necesito corroborar, por decirlo de manera elegante, que no habrá obstáculo. Supongo que la desnudez de cualquiera puede generar curiosidad, pero creo que la desnudez masculina mucho más. 
En este sentido, entiendo que algunos hombres le escapen a ciertos encuentros a medida que la expectativa se va haciendo mayor. Ya sea evitándolo o no consiguiendo una erección, que es una forma de escape también. 
Pero la sexualidad no es genitalidad. Si al encuentro sexual lo vaciamos de toda fantasía, de todo sentido más allá de lo físico, nos queda una coreografía repetitiva y limitada. No hay demasiado que inventar. Incluso se puede sumar gente, objetos, lencería, pero nada de eso por sí mismo aporta si no hay una comunión anterior, un acuerdo erótico tácito que emerge de forma misteriosa con el otro.  
Eso explica por qué muchas veces cuanta más puesta en escena se hace, menor es el placer. No hay nada más deprimente que proponerse ser pasional con alguien con quien ya se perdió, o nunca se alcanzó, la excitación. 
Me causa mucha gracia cuando alguien me cuenta que tal coge mal. Me resulta tan absurdo como que me diga que no sabe respirar ¿Qué es lo que hace mal? Es como que yo diga que mi novio de la adolescencia no coge. Sí, coge, pero no conmigo. 
Hay una presión estética, y de rendimiento, colocada en los cuerpos, que no contribuye al placer. Vivimos en una sociedad que busca incansablemente hacer del cuerpo el gran protagonista del sexo. Pero, en verdad, es sólo un instrumento a través del cual se experimenta. 
Yo soy radical en este sentido, creo que si se rompe el erotismo, o el acuerdo no surge con el otro, no hay nada que tenga sentido hacer. Claro que el mercado nos ofrece soluciones concretas para resolver los problemas de erección y de lubricación ¿No te calienta? No te preocupes, nosotros hacemos posible que cojas igual que si te calentara. Pero ¿de qué nos sirve eso realmente?

No soy de las que piensen que el deseo sexual esté en crisis porque haya mayor apertura social respecto de la sexualidad y sus manifestaciones. Creo que puede entrar en crisis en la medida en que ya no sea condición necesaria para el encuentro con el otro. Somos nosotros mismos los que muchas veces aceptamos evadir esta cuestión y poner el cuerpo en función del sexo como una actividad más. Basta con leer la cantidad de notas periodísticas que hablan sobre los beneficios del sexo- como quien habla de las propiedades vitamínicas del tomate- para darse cuenta de que hay un vaciamiento de erotismo. Pero coger no es como comer o ir al gimnasio, aunque nos los quieran vender de esa misma forma. Por eso siempre tengo presente una frase de Lacan que dice: no nos sorprende que un hombre pueda eyacular mirando una pantufla.  La pantufla, aunque no nos sorprenda, es el verdadero misterio de la vida.