sábado, 11 de agosto de 2018

Qué forra.








Por Maite Pil. 





Un día arreglé un encuentro con un señor. Nos encontramos en un famoso bar de Palermo. Él me estaba esperando en la barra. Era un día de semana, no era tarde, no había mucha gente. En la barra, éramos sólo nosotros dos. Yo suponía de qué iba la cosa. Unas cervezas y después, el después. Pero saberlo, suponerlo, es muy diferente a evidenciarlo. Además, en el medio, siempre puede pasar lo impredecible. 

En un momento él me dice que va al baño y se va. Yo me bajo de mi banqueta, me acomodo las ropas, siempre hay una media que se baja o se sube. Y en el piso, a la altura de su asiento, mirándome, yacía una caja de preservativos inmaculada. 
Son de él, pensé. Qué hago. No puedo decirle que se le cayeron. Sería como contar el final de la película. Y mirá si los compró para usarlos con otra. O peor, no son de él y yo doy por sentado una situación. Pero si son de él y después nos faltan, es un garrón. Porque si no se los doy, y nos vamos de acá sin forros, y le digo en el camino que compremos, me va a decir que no, que él ya tiene. Y yo qué le voy a decir ¿Estás seguro? Es absurdo. Dejarlos tirados no es una opción. Porque además corro el riesgo de que los vea en mi presencia ¿Y si pone cara de incomodidad cuando los ve? Me voy a dar cuenta de que los encontró y yo también voy a poner cara de incomodidad, y a nadie le gustan esas caras. No, yo no puedo presenciar el momento en que los encuentre. 
Dejarlos tirados no es una opción. ¿Y si es un experimento? ¿Y si los dejó tirados a propósito para que los encontrara? ¿Será su forma de invitarme a cojer? ¿Será un psicópata? ¿Será una prueba que tengo que pasar? Me siento una rata de laboratorio ¿Qué hago? 
Bueno, tengo que repasar mis opciones, dejarlos tirados es una, con el riesgo de que ambos muramos de vergüenza. Levantarlos y decirle que se le cayeron, con el riesgo de que me diga que no, que no son de él, y se sienta mal. Yo, honestamente, después de este desgaste no tengo capacidad para hacer sentir bien a alguien. Levantarlos y preguntarle si se le cayeron... ¡Pero por Dios! Si es obvio que son de él, no hay nadie acá, y quedar como una ingenua que no sabe a qué vino. No. 
Se los guardo en la mochila que está colgada del gancho. Eso. Ya fue. Se le deben haber caído de otro lado, si esto tiene doble cierre y está perfectamente cerrado, pero se los guardo en el bolsillo de la mochila igual. Peor es nada. Al menos así los saco del piso y me evito la confrontación.
Ya, ahora, Maite, agachate y agarrá la caja de forros y guardásela en el bolsillo de la mochila. Maite, va a salir del baño y vos todavía no resolviste qué hacer y el tiempo va a resolver por sí solo, eh ¿o qué te pensás, que va a estar en el baño por siempre? 
Le sonreí al barman, me agaché a agarrarlos, se los guardé en el bolsillo de la mochila y me volví a acomodar en mi banqueta. 
Cuando llegamos al telo, él me dice no encuentro los forros. Buscaba en los bolsillos de la campera, del pantalón. Yo, con mi mejor cara de desentendida, le contesté ¿no te fijaste en la mochila?
Y los encontró. 


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