domingo, 26 de agosto de 2018

La ceremonia de la bombacha.






Por Maite Pil. 

Mi tía me contaba el otro día que tenía una amiga que, para evitar encamarse en la primera cita con un señor, para trazarse un límite, se ponía la ropa interior más rota y fea que tuviera. Pero, qué pasaba, no le funcionaba como reparo y, finalmente, se terminaba acostando con el tipo así, con la bombacha impresentable. Y aunque el fracaso de esta estrategia fuese sistemático, lo repetía cada vez que una cita se le presentara.

Ayer surgió, en una conversación, la diferencia entre un plan y una ceremonia. Las ceremonias pueden consumarse con independencia de los planes, o al menos, los trascienden. 
Las citas, los encuentros, tienen mucho de esto. El casamiento, para no saltear lo obvio, es la ceremonia por excelencia que da cuenta de la consumación del amor. Hoy por hoy puede ser la convivencia, un primer viaje, etc.
El ejemplo que presenté antes me parece una linda forma de ilustrar cómo esto se cuela también en lo más micro: La ceremonia correspondería a la elección de la bombacha, el plan sería no coger.

Si tuviéramos que trazar una línea de tiempo, respecto de un encuentro con un otro, se podría componer de tres momentos; el antes, el durante y el después. Foucault diría que el mejor de los tres, es el último:  El mejor momento del amor es cuando el amante se está yendo en el taxi (...)  comenzás a recordar el calor de aquel cuerpo, el encanto de su sonrisa, el tono de su voz. 
Y a quién no le pasó, te quedás oliendo el perfume que te dejó en el pulóver y fantaseás con no lavarlo nunca más. O se te vienen fragmentos del encuentro y te agarra ese vértigo en la panza. Mi amiga M. me dijo genialmente una vez "son mariposas sexuales". 

Puede ocurrir, también, que la ceremonia se constituya en el durante.
Voy a contar esto porque pasó hace muchos años y jamás daría nombres. Tuve un amante con el que nos veíamos en una frecuencia semanal. Yo iba a la casa, generalmente los miércoles, llevaba algo de postre o alguna bebida, y él se encargaba de los ingredientes de la cena. Cocinábamos, tarta de berenjena - la hago muy rica- o fajitas, comíamos, mirábamos algo en la tele o poníamos música. Yo iba al baño, él iba a la pieza y me esperaba acostado en la cama boca abajo y vestido - no voy a entrar en este punto-. Todas las putas veces lo mismo.
Ay, pero qué embole, me dijo una vez otra amiga cuando le conté la situación que ya me estaba pareciendo, por lo menos, sospechosa. Pero no había forma, o yo no la encontré, de introducir una variación en los encuentros. Acá, plan y ceremonia se habían enlazado, de forma tal, que ya no era posible obtener uno sin el otro.
Hablo, en este caso en particular, de ceremonia y no de rutina, porque la rutina no abre paso a nada, nada se espera de ella, es un lugar que se habita, que se reproduce sin siquiera ser consciente de ello. Si lo pensara en términos zizekianos, podría decir que la rutina es a la pareja lo que la ideología es al hombre. 

En lo personal, se me dificulta darle la derecha a Foucault y decir que el después es mi instancia preferida. Dura un tiempo eso. Pero requiere de una renovación que no siempre sucede y a veces se convierte en un martirio al que le he dedicado ya varios comentarios.
La ceremonia preparatoria se puede vivir con entusiasmo, sí, que siempre conlleva la posibilidad de la desilusión, o se puede vivir con cierto desinterés, como defensa ante los nervios, y finalmente no haber ido lo preparada que se debía estar. 
Definitivamente me quedo con el durante - pero no el que relaté anteriormente-. Ese momento en que lo estás mirando y no sos ni consciente de lo mucho que te gusta, no hay nervios, no te preguntás de qué hablar, ni qué gesto hacer, si se te corrió el flequillo para un lado o para el otro. Fluye. Estás ahí y él está ahí. Punto final. 






















domingo, 19 de agosto de 2018

500 días de explicaciones.







Por Maite Pil. 





El otro día subí a facebook mi opinión respecto de la película "500 días con ella", que es, básica y resumidamente, que si la película pretendía relatar una historia de amor masculino, fracasa; ya que el protagonista está en una posición femenina y todas las mujeres nos identificamos con él. 
Me saltaron a la yugular. Tal vez, el problema fundamental de mi razonamiento fue asumir que existe tal cosa llamada "amor masculino". Pero en primer término, y por sobre todas las cosas, mi mayor error fue no haber establecido qué es femenino y qué es masculino, en tanto posiciones. No se trata de convenciones relacionadas con el género o el sexo biológico, las nenas rosa y los varones celeste, no. 
Posición femenina sería aquella que asume su falta, su castración. Posición masculina, estaría del lado de la potencia, del tener y del poder. Por ejemplo, Ray Donovan, el personaje de la serie titulada de la misma forma, es un claro ejemplo de una posición masculina, el tipo es un pene andante. Ojo, hay posiciones masculinas en mujeres también, sin ir más lejos, a Cristina Kirchner se le ha achacado muchas veces no hacer política desde la femineidad. 
No quiero meterme en terreno escabroso, son épocas donde la lucha por la igualdad en materia de derechos no está del todo delimitada en relación a la pretensión de igualdades subjetivas. Supongo que sólo el tiempo, y el avance del feminismo, nos revelará cuánto se sobredeterminan. 

Pero volvamos al amor. Si es así como dijo mi querido ex psicoanalista L.L. (¿existe ese término, ser ex psicoanalista de alguien? ¿Tener un ex psicoanalista?) que amor masculino es una contradicción, es decir, que siempre se experimenta al amor desde una posición femenina, no debería haber intriga alguna. Bastaría con haber pasado por la experiencia de amar para saber cómo ama un hombre. Sin embargo, esto no es así. Pienso entonces que, tal vez, la intriga fundamental, no sea cómo ama sino cuándo y por qué

Las mujeres - no es que me adjudique el derecho de hablar por todas las mujeres sino que a los fines de la reflexión me sirvo de generalidades o de lo que yo entiendo por generalidades- queremos incesantemente saber por qué. Y la pregunta no es tanto por qué me ama sino por qué no me ama. No es necesario tampoco llegar al extremo de la pregunta sobre el amor, se puede observar en cuestiones más pequeñas: por qué me clavó el visto, por qué no me contesta, por qué no me dijo de hacer algo este fin de semana, etcétera, etcétera. Es un flagelo. 
Retomo la otra pregunta y digo cuándo porque estoy convencida de que los hombres están completamente atravesados por las circunstancias. Difícilmente un tipo que no quiera enamorarse se enamora. Tienen que predisponerse para el amor. Las mujeres, en cambio, solemos estar más desprevenidas; yo, por ejemplo, podría sucumbir a los encantos de un seductor en medio de un incendio. Claro que no sería el momento ni el lugar, pero podría suceder y no me resistiría. 
Tal vez - y esto corre exclusivamente por cuenta mía- el hombre se sirva de las circunstancias para defenderse de caer en esa postura que necesariamente implica el amor que es la de la falta, la feminización. Hace muchos muchos años tuve un novio que cada vez que yo le planteaba algo de la relación, me decía que tenía que pagar las expensas. No miento, así de absurdo como suena. Yo lo entendía, igual. Las expensas lo sacaban a flote, no era un insensible ni un psicópata- aunque le hubiese encantado serlo- era un tipo que no podía amarme y pagar las expensas al mismo tiempo. Esta fantasía de no poder cumplir, de no poder rendir, de que una mujer trastoca el orden de las cosas, es masculina. Por eso muchas veces lo hombres no aman sino a fuerza de convencimiento. Hay que convencerlos y, en muchos casos, darles garantías. Las mujeres- o cualquiera que se identifique con una posición femenina-, al ya nadar en las aguas de la castración, no tenemos tanto rollo con esto. Tenemos otros, obviamente. 


En fin, espero haber echado algo de luz respecto de lo que quise plantear, fallida e incompletamente, el otro día. Yo, por mi parte, seguiré con este espacio de reflexión que me reservo para compartir con ustedes. El objetivo no es tanto encontrar respuestas, mucho menos ofrecérselas como tales a ustedes, sino, al menos, delimitar los misterios que me importan en esta vida. 













sábado, 11 de agosto de 2018

Qué forra.








Por Maite Pil. 





Un día arreglé un encuentro con un señor. Nos encontramos en un famoso bar de Palermo. Él me estaba esperando en la barra. Era un día de semana, no era tarde, no había mucha gente. En la barra, éramos sólo nosotros dos. Yo suponía de qué iba la cosa. Unas cervezas y después, el después. Pero saberlo, suponerlo, es muy diferente a evidenciarlo. Además, en el medio, siempre puede pasar lo impredecible. 

En un momento él me dice que va al baño y se va. Yo me bajo de mi banqueta, me acomodo las ropas, siempre hay una media que se baja o se sube. Y en el piso, a la altura de su asiento, mirándome, yacía una caja de preservativos inmaculada. 
Son de él, pensé. Qué hago. No puedo decirle que se le cayeron. Sería como contar el final de la película. Y mirá si los compró para usarlos con otra. O peor, no son de él y yo doy por sentado una situación. Pero si son de él y después nos faltan, es un garrón. Porque si no se los doy, y nos vamos de acá sin forros, y le digo en el camino que compremos, me va a decir que no, que él ya tiene. Y yo qué le voy a decir ¿Estás seguro? Es absurdo. Dejarlos tirados no es una opción. Porque además corro el riesgo de que los vea en mi presencia ¿Y si pone cara de incomodidad cuando los ve? Me voy a dar cuenta de que los encontró y yo también voy a poner cara de incomodidad, y a nadie le gustan esas caras. No, yo no puedo presenciar el momento en que los encuentre. 
Dejarlos tirados no es una opción. ¿Y si es un experimento? ¿Y si los dejó tirados a propósito para que los encontrara? ¿Será su forma de invitarme a cojer? ¿Será un psicópata? ¿Será una prueba que tengo que pasar? Me siento una rata de laboratorio ¿Qué hago? 
Bueno, tengo que repasar mis opciones, dejarlos tirados es una, con el riesgo de que ambos muramos de vergüenza. Levantarlos y decirle que se le cayeron, con el riesgo de que me diga que no, que no son de él, y se sienta mal. Yo, honestamente, después de este desgaste no tengo capacidad para hacer sentir bien a alguien. Levantarlos y preguntarle si se le cayeron... ¡Pero por Dios! Si es obvio que son de él, no hay nadie acá, y quedar como una ingenua que no sabe a qué vino. No. 
Se los guardo en la mochila que está colgada del gancho. Eso. Ya fue. Se le deben haber caído de otro lado, si esto tiene doble cierre y está perfectamente cerrado, pero se los guardo en el bolsillo de la mochila igual. Peor es nada. Al menos así los saco del piso y me evito la confrontación.
Ya, ahora, Maite, agachate y agarrá la caja de forros y guardásela en el bolsillo de la mochila. Maite, va a salir del baño y vos todavía no resolviste qué hacer y el tiempo va a resolver por sí solo, eh ¿o qué te pensás, que va a estar en el baño por siempre? 
Le sonreí al barman, me agaché a agarrarlos, se los guardé en el bolsillo de la mochila y me volví a acomodar en mi banqueta. 
Cuando llegamos al telo, él me dice no encuentro los forros. Buscaba en los bolsillos de la campera, del pantalón. Yo, con mi mejor cara de desentendida, le contesté ¿no te fijaste en la mochila?
Y los encontró. 


domingo, 5 de agosto de 2018

In sex we trust.









Por Maite Pil.


Ayer hablando con una amiga, comentándole acerca de que hoy iba a escribir sobre sexo, ella me decía que el problema fundamental de nuestra especie es que las mujeres podemos quedar embarazadas sin necesidad de tener un orgasmo (aunque sea vox pupuli que el orgasmo, sus contracciones, facilitan la concepción).
Es cierto, qué curioso desbalance biológico; desbalance que, por otra parte, no va a poder ser equilibrado culturalmente.
Los hombres seguramente piensen, bueno, ustedes no necesitan del orgasmo pero nosotros necesitamos de la erección, ustedes no tienen que hacer nada. 
Este "no tienen que hacer nada" lo escuché varias veces. Como si tener una erección fuese un hacer, un hacerse a sí mismos.
Basta con haber tenido alguna situación con un hombre que no tuvo una erección, sobre todo en encuentros casuales, para sentir que lo que pasa entre el hombre y su pene es un tema privado. Una empieza a salirse poco a poco del cuadro, con algo de angustia, pero no porque para la mujer sea imprescindible la erección, sino porque lo es para el otro. Todo el ego y la confianza que podrían haber ganado en las etapas de conquista, se derrumban estrepitosamente. En general, incluso, evitan volver a encontrarse con esa mujer, anticipando, o temiendo, una nueva derrota.
Mi amiga F., que tuvo un encuentro hace poco con estas características, nos pedía consejos sobre cómo encarar la situación en el después. No tengo una fórmula, pero supuse que si llegaba a mandarle algún mensaje compasivo, o si pretendía querer consolarlo, decirle que no había pasado nada, que no importaba, el efecto que produciría sería contraproducente: no lo hagas sentir un pelotudo, fue mi consejo final - la verdad es que no podía dejar de pensar en la escena de Lost highway cuando ella, casi al comienzo de la película, le da unas palmaditas en la espalda a él después de un encuentro íntimo fallido; gesto que desata la locura del personaje masculino que termina matándola porque no soporta esa humillación-. 


Obviamente que lo que estoy haciendo acá son generalizaciones y que todos tenemos nuestras particularidades pero, sacando de lado otro tipo de prácticas sexuales, como el sexo tántrico y etc., los encuentros heterosexuales ordinarios, por llamarlos de alguna manera, se construyen, casi en su mayoría, en torno a la erección y la eyaculación: son éstas las que marcan el compás.

Ahora ¿Qué pasa con el placer femenino, con el orgasmo femenino? "Es un agujero negro" me dijeron hace poco. Casi que no hay metáfora en esa frase.
En facebook, hace un tiempo, leí que alguien comentaba que tenía una amiga a la que se le "encendían las mejillas" cuando la pasaba bien y que no necesariamente eso iba acompañado de un orgasmo. Somos tan buenas las mujeres, protegemos tanto ese vínculo hombre-pene, que hasta buscamos suplentes, cubrimos esa ausencia con los más variados síntomas. Que se duermen las manos, que se acalambran los pies, cosas que, por cierto, sacadas de contexto son espantosas y jamás las pensaríamos como indicadores placenteros.
Es que está tan magnificado el orgasmo femenino que se corre el riesgo de que se lo piense como algo extraordinario, casi del orden del milagro, y si se lo piensa como tal, entonces, puede ocurrir como no.
En la película Nymphomaniac (Lars Von Trier, 2013), que si no la vieron se las recomiendo, se trabaja mucho la sexualidad femenina. Tal vez el director quiso, de alguna manera, poner en evidencia cómo lo que en un hombre podría pensarse como una vida sexual osada, pero relativamente normal, en una mujer se la convierte en patológica. La película fracasa en ese sentido, no logra su cometido, no aporta a la causa de la liberación sexual femenina. Todo lo contrario, termina colocando al placer femenino como fuente de dolor y de peligro; no hay límite en esa búsqueda, no hay satisfacción posible para este personaje. Toda satisfacción se convierte en pérdida. La mujer no puede más que retirarse del placer para autopreservarse. 


Pienso también que hay una instancia de intimidad que a veces se presenta y es la primera vez que no pasa nada. Y no me refiero a un intento fallido, ni a una baja en el deseo, sino a la primera vez que no hay sexo. Es mucho más importante y significativo que la primera vez que sí lo hay. Es un momento clave. Hay que poder soportar esa instancia. No transitarlo con angustia o con rechazo muchas veces es un desafío. Se abre un estar con el otro que supera lo sexual y que no siempre se está dispuesto a atravesar.


A fin de cuentas, en el encuentro con un otro, siempre hay algo de puesta a prueba. Negar eso, no soportar que algo pueda fallar, pensar al sexo como una cuestión de destreza, rendimiento o simple placer individual, es una forma de escapar a la intimidad. Es una paja de a dos, solía decir mi vieja. Y cualquiera que se haya hecho una paja sabe que no hay nada más lindo que el encuentro con otro cuerpo. Aunque lo que allí suceda sea imposible de prever.