domingo, 23 de octubre de 2011

Los ciegos y los que queremos ver.



Por Maite Pil

En el enamoramiento se da un doble juego de miradas. No es simplemente una atracción hacia lo que vemos sino que a la vez  somos atraídos por la mirada que el otro nos devuelve. Es un juego de reflejos.
No puede existir amor si no hay un otro que esté dispuesto a devolvernos la mirada. Una mirada que nos redefine, que nos dice quién somos de un modo que nos deja fascinados
El psicoanálisis postula que el amor es siempre recíproco justamente por esto. Entendido así, creo que la mejor manera de respondernos ante la pregunta de qué es el amor, es pensarlo como un vínculo. Si hay algo de sentimental en el amor, no es un sentimiento, son dos.
Todas esas veces que creímos estar amando solos, en realidad, estábamos haciendo otra cosa. Ese sentimiento que no es compartido no puede ser nunca amor...Será deseo, tal vez.

Cómo captar la mirada del otro es una pregunta inevitable y un tanto inútil. No creo que haya forma de saberlo. Sin embargo, en los juegos de seducción se percibe algo de esto, de la importancia de la mirada. Se genera un movimiento que va del estar a la vista de a un salirse de escena. Pero no hay recetas mágicas.

Para entrar en el juego de reflejos debe haber un resto o, para decirlo en términos lacanianos: “Para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero”.
Por supuesto que esto no implica matar la conquista. Es justamente al momento de conquistar que se va creando esa imagen que le ofrecemos al otro y que después veremos reflejada. Conquistar es un reinventarse. No porque mintamos acerca de quienes somos, eso nunca se sostiene. Sino porque lo que somos es relacional.

No creo que sea azaroso que en sociedades como la nuestra, donde los vínculos están sufriendo cambios (y dificultades), emerja una  gran variedad de redes sociales que nos invitan a mostrarnos. Evidentemente la necesidad de ser visto persiste, sólo que en vez de tener un otro (real) que nos devuelve un reflejo, nos sometemos a múltiples miradas virtuales que nosotros mismos debemos completar. Y por más tentador que pueda resultar este ejercicio, el dotar a la mirada del otro con cuanta cosa deseemos, no deja de ser un acto solitario.
Hasta qué punto estas miradas virtuales llenan ese agujero no lo sé.
Pero no hay que engañarse, que aunque el amor se trate de ver y ser visto, tenemos un cuerpo que poner. 

Por Maite Pil

sábado, 15 de octubre de 2011

Amor ave y otras carnes

Por Flor Bea

Hoy quería recordarte, Amor, los huevos de pato que compramos envasados y pudimos soltar al mundo.
Por cada huevo de pato en el mundo hay una pareja.
El huevo de pato cabía perectamente en el hoyo de la palma de tu mano. Yo hice tapa con la palma de una mía. Quedó guardado el huevo de pato entre ambas manos que nos contenían.


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Si explicáramos a un científico que nosotros cabíamos enteros en un huevo de pato que guardábamos entre nuestras manos, nos echaría del mundo. Pero vos y yo vivíamos dentro de un huevo de pato, Amor, no lo olvides.

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El día de la primavera -y el canto y la brisa- cuando bailamos entre flores celestes y rojas, estábamos despintados. Es que siempre hay cadáveres lamiendo nuestras tintas.
Pero, Amor, hay silencios humilllantes: esa vez no era mi lengua quieta.
Era el kilo de lengua que compré y pinté de rojo de un lado y azul del otro. Ensuciamos todo y así todo, vos no entendiste mi cocina.

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Si la Iglesia se enterara de la vida dentro de los huevos de pato prohibiría a los patos poner huevos y antes también prohibiría. Porque quienes viven dentro de un huevo de pato se aman, Amor, enterate: se aman.

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Quedaba la posibilidad de la receta: filetear la lengua y sellarla de un lado y otro o ponerla en una olla con agua hirviedo y que se ablande, y que se ablande.
Opté por el agua hirviendo. Le puse al agua anilina para teñir la lengua y te fuiste antes de la cena porque, aun sin prisa, siempre te ibas. Siempre te ibas.
Amor, siempre te ibas, aun diciendo que todavía valía la pena perder tanto color disuelto en agua que hierve hierve y se evapora.

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Ahora que han pasado algunos días y algunos patos, me pregunto si la caca del pato que puso el huevo donde nosotros vivíamos era del mismo color que el huevo mismo. Amarilla, amarilla, tan amarilla como la diarrea del pato feo.
A pesar de todo, nadie puede cagarse en un huevo de pato. Pero todos nos cagamos en los jodidos que no nos dejan vivir, Amor, felices, en un huevo de pato.

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¿Viste que sí yo era capaz de vivir en un mundo gelatinoso? Deberías haberme creído cuando te dije  que por vos yo me tragaba hasta un pato. Pero, Ducky, yo no voy a quedarme donde estoy: esto es nada y afuera no te encuentro.

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Cuando vos y yo separamos las manos, yo lamí la baba de huevo de pato que me había quedado en la palma. Ahora todo vuelve a estar en la lengua.
Todo, que es apenas un poco de flujo espeso que no se traga ni se escupe.

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Inventemos un verbo para quedarse, pero irse, pero estar, que me lleve al lugar donde estés, o yo, Amor, no se cómo se dice seguir.

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Amor: cuando estabas sentado a mi lado y mi presencia era una babosa en sal gruesa, no era por el flujo en mi lengua del huevo perdido; era por el dolor del pato todo. Todo el pato, Ducky, el pato entero digo.
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Y al final, comprendí que pagar los patos rotos era hacer patos que vuelen y mirarlos yo desde abajo rota.

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Mi problema siempre fue no aprender a estar vacía mientras los patos vuelan y las lenguas saben sabrosas en colores.



viernes, 7 de octubre de 2011

Un corto para un finde largo

Por Flor Bea

Finde largo y con lluvia; bueno o malo, este corto nos recuerda a alguien y a uno mismo en una escena como mínimo. Y quien tiene bastante visto Uruguay, puede reconocer el faro del Cabo Polonio y otros lugares que, al menos a mí, me llenan de nostalgia.
Para llorar o reírse, cosa que a esta altura, a veces... c'est la même chose.

domingo, 2 de octubre de 2011

Lo cortés quita lo valiente.


Por Maite Pil


Flor me dijo “No te des vuelta que está Bruno”, y yo giré tan rápido que casi la pego entera a la vuelta. Es que nunca me llevé bien con las directivas.
Él me vio (hasta debo haberle dado viento con semejante giro) y me saludó con un beso en el cachete. Ese momento en que mi pómulo se apoyó contra el suyo fue muy fugaz; tan fugaz que me obligó a replantearme la concepción del tiempo. Me hubiera gustado quedarme aunque sea cinco minutos más contra su cara. 
Me preguntó cómo estaba, como se hace en la vida real, como hacen todos los mortales. “Descompensada” le hubiera contestado. El cuerpo, Dios, mi cuerpo no me respondía. Pero no le contesté la verdad, porque en la vida real nos la pasamos mintiendo. Intercambiamos tres o cuatro líneas clásicas de un saludo cordial. Qué horror, nunca me sentí tan dolida por la buena educación de alguien.
Quise prenderme un cigarrillo lo antes posible pero no encontraba el encendedor; no tenía capacidad de búsqueda. Le pedí fuego a Florencia y me dio su cigarrillo para que encendiera el mío. Intenté, pero me temblaba tanto la mano que no pude hacerlo. La miré como diciendo: “No te das cuenta de que no tengo pulso”; me leyó enseguida y me dio su encendedor Bic que, ahora que lo pienso, seguramente fuese el mío. 
Yo estaba muy nerviosa, me brotó un pudor de esos que sólo se tienen cuando no se tienen ni tantos años ni tantos amantes. En estos casos emborracharse es siempre una opción viable, pero sólo un poco, como para que al día siguiente conservase recuerdos de la noche. Quería adormecer ese calentamiento global que me recorría cada vez que él pasaba cerca de mí y yo no sabía qué cara poner o qué postura corporal adoptar.
Por suerte me gustaba cómo me había vestido; antes de salir de casa había tenido una crisis estética. Yo sabía que existía la posibilidad de que él fuera. Siempre que iba a este tipo de eventos pensaba que tal vez podía cruzarlo. Me probé, fácil, quince combinaciones diferentes de ropa. Mi casa había quedado cual escenario de pos guerra.

Fui a la barra por una cerveza y, mientras la tomaba apoyada en una de sus esquinas, pensaba qué tendría que ver la ropa con las cuestiones del amor.  O el maquillaje. O si la forma en que le besaba el cuello o que lo miraba a los ojos fuesen los culpables. Algo falló. O ese último mensaje que jamás me contestó. ¿Habrá sido el mensaje lo que terminó de separarnos?
Y él estaba ahí, parado, a metros, hablando con gente. Como si formara parte de otro universo que no es el mío. Ya no sabía de qué se trataba su vida. No quería mirarlo, cada vez lo extrañaba más. Y de pensar que me conocía desnuda, y me conocía despeinada. Me conocía cenando, desayunando, mirando tele. Lo conocía antes de irse a trabajar, lo conocía con resaca, lo conocía en la cima del placer. Pero ahí, hacíamos de cuenta que no. Toda esa intimidad permanecía anónima.
No era ni el momento ni el lugar para averiguar qué era lo que había pasado entre nosotros. Él no estaba ahí para responderme ninguna pregunta. Ese encuentro no cambiaba su silencio decidido.
Alrededor mío había una fiesta y yo no podía disfrutarla, la miraba de lejos. De la misma forma en que ahora miraba su vida desde afuera. Terminé la cerveza, me despedí de Flor y me fui. No quise saludarlo a Bruno. No pude ser cordial con el hombre que amo. 

Por Maite Pil