domingo, 30 de agosto de 2020

El placer de enojarse.

 





Por Maite Pil. 


Estabas enojada entonces no te quise molestar, me dijeron hace poco. Como si el enojo femenino fuese una ocupación, algo que conviene no interrumpir, que requiere espera. Como una masa a la que hay que dejar reposar para que se produzca el efecto deseado. Qué difícil que es enojarse siendo mujer. Es decir, qué difícil que es defenderse de aquella mirada que coloca a nuestro enojo en un lugar de pura efusividad, vaciándolo de todo contenido. Eso me enoja más, que el enojo tape al motivo, que el enojo sea la excusa perfecta para no hablar de aquello que lo produjo. E, incluso, que lo invalide. 

¿Podemos las mujeres enojarnos? ¿Hay espacio para esa manifestación sin ser colocadas en un lugar "loco"? No siempre. Todavía tenemos que pagar el precio de ser desestimadas, vaciadas de contenido, y reducidas a una mera emocionalidad. 

Pienso, entonces, aunque a muchos de ustedes no les guste que haga distinciones de género, que hombres y mujeres no nos enojamos de la misma manera. O que, tal vez, hagamos con el enojo cosas distintas. Que el enojo de un hombre se traduzca en violencia, ha sido naturalizado durante siglos. Y no me refiero a la violencia de género, que sería un capítulo aparte, por supuesto, sino a un modo de dirimir diferencias: las guerras, el batirse a duelo, o el encontrarse en la esquina para cagarse a trompadas. Ahora bien, ¿qué pasa cuando la violencia no es una opción? La mayoría de las veces, emerge el silencio. 

Las mujeres, por otra parte, que nunca hemos hecho, en términos generales, patrimonio de la violencia o la fuerza, -y no porque no seamos capaces de producirlas- tratamos de convertir al enojo en enunciado. Un enunciado que, casi siempre, intenta cumplir -¿satisfacer?- dos funciones: la del desahogo (es decir, la manifestación propia de la emoción) y la de la comunicación (que apunta a solucionar o resolver el conflicto). Que no es más, ni menos, que lo que vulgarmente suele llamarse reclamo

Reclamar, en el siglo XXI, es pecado. Es lo peor que podés hacerle a alguien. Y ni siquiera se trata del contenido que, a veces, simplemente puede consistir en marcarle que revise tal o cual cosa. No se puede. Se vive como algo insoportable, injusto, invasivo. Esa vieja idea de que el derecho de uno termina cuando empieza el derecho del otro, se deshizo para dar lugar a una idea de derechos que ni siquiera se disputan, contradicen, o tocan, entre sí. 

Somos sujetos con plenos derechos. Somos sujetos de goce. Nos estamos perdiendo el placer. 





domingo, 9 de agosto de 2020

Los asintomáticos.





Por Maite Pil


    El otro día compartí en Facebook el siguiente posteo: Hace muchos años un ex se enojó porque hice fideos con manteca para cenar. "Si no tenías ganas de cocinar, me lo hubieras dicho". No tenía ganas de cocinar, es verdad, resolví, y en ese resolver estaba el gesto. No se puede comer un manjar todos los días. Los manjares son excusas para evitar la intimidad.

    Me llamó bastante la atención lo que pasó con las reacciones. Porque, en verdad, la anécdota no era más que el vehículo que yo encontraba para decir lo que quería decir, sobre lo que quería pensar: la intimidad y los gestos. Sin embargo, lo que se leyó fue otra cosa; se leyó una indignación de mi parte, casi una denuncia sobre un machirulo que no cocinaba. Y no era para nada eso. Qué acostumbrados que estamos a ubicar al malo del relato.

Lo rico, lo lindo, lo especial, en una pareja, o en un vínculo que, tal vez, está en vías de serlo, en algún momento ceden para dar paso a otras cosas, a otro tipo de gestos, los de la intimidad. Esforzarse por hacer un manjar todos los días es tan improductivo como el miedo a la primera discusión, por ejemplo. Sin embargo, son momentos imprescindibles para fundar otro modo de relacionarse. No se puede escenificar todo para el Instagram. El otro no es una cámara de fotos.


    Ahora, ¿qué es la intimidad? Y para responder(me) esto voy a hacer un rodeo. De un tiempo a esta parte vengo percibiendo que las preguntas sobre el amor o, mejor dicho, los conflictos sobre encontrar al amor sufrieron un corrimiento. La angustia, la incógnita sobre el amor, ya no es si uno es capaz de amar o qué síntoma se le juega a uno ahí, sino cómo puedo hacer para enamorarme de alguien que no me produzca síntomas ¡Lo cual es una locura! Y yo misma caigo en esta trampa, es muy difícil no hacerlo cuando estamos, ya no rodeados, inmersos en un discurso que nos asegura que existe un amor asintomático y que es al que debemos aspirar. ¿O no es eso lo que nos dicen con el "si duele no es amor"? Qué nos garantiza, además, esto: que nadie tenga una demanda para hacer.

    Por eso creo que la intimidad podría ser, o podría pensarse como, un espacio donde opera la compasión. En el sentido en que podemos leerlo en "La insoportable levedad del ser": saber vivir con otro su desgracia (...) el arte de la telepatía sensible.

    Por supuesto que cuando no hay compasión la demanda se vuelve insoportable, lo que le pasa al otro es una arbitrariedad, un capricho, o peor, un acto dirigido a jodernos. ¡Justo a mí me viene a hacer esto! Y es en ese justo a mí que se evidencia que no hay reaseguro contra el propio síntoma.

    Siempre va a doler, con todo lo que eso implica. Pero si se construye una intimidad compasiva, si el dolor, o el síntoma, encuentra su alivio allí mismo donde se produce, seguramente duela menos.