domingo, 17 de noviembre de 2019

Que vuelvan las neurosis.







Por Maite Pil. 


Desde que no me flagelo más con el amor, cojo menos. 
Antes era celosa, posesiva, demandante, impredecible, necesitaba que un hombre ocupara mis pensamientos. Me obsesionaba con detalles idiotas, revisaba sus interacciones virtuales con mujeres que yo consideraba lindas. Interpretaba los más absurdos gestos y pensaba que todo estaba dirigido a mí. 
Pretendía que siempre se me pagara una deuda amorosa. Era una mártir incomprendida de la causa. Me enganchaba con tipos que no valoraban mi entrega. Trataba de educarlos, de generarles culpa y hasta, a veces, lograba captarlos en este trip. Y cuando la cosa se pudría, y yo llegaba a los lugares más oscuros, de humillación y estupidez, renacía de mis cenizas con un corte de pelo distinto y encontraba a un nuevo pretendiente.
Ahora que soy una mujer más sana, que pienso al amor en términos de felicidad compartida... ¡No quiero tener pareja! Y no sólo eso, sino que me da fiaca el esfuerzo del levante, de la conquista. ¿Qué pasó? ¿Por qué no es éste mi momento de mayor esplendor amoroso y sexual?

El año pasado leí un libro que hoy, reflexionando sobre esto, recordé, "Goces: disfrutar o padecer", de Benjamín Domb. Se me vino a la mente porque, en un momento del libro del libro, él, que es psicoanalista, naturalmente, plantea algo así como ojo con hacer análisis que curen simplemente síntomas. Voy a hacer una descripción muy burda del asunto: él relata un caso en el que una mujer deja de presentar determinado síntoma pero al tiempo le diagnostican un cáncer. Y se pregunta el autor si, acaso, ese síntoma que ella manifestaba no sería lo que la salvaba de hacer otro peor. 

No sé si me sucede de jodida, pero pienso que, tal vez, el imperativo de bienestar que gobierna a las sociedades occidentales y capitalistas sea el gran síntoma a resolver de la época. Junto con su gran, y principal, aliado, la corrección política. ¿Y si nos estamos enfermando de salud? 

También pienso en ciertos mecanismos del deseo. Si es capaz de emerger allí donde todo funciona. No es que lo piense en términos de imposibles o prohibiciones. No estoy yendo a una idea de amor cortés, ni siquiera a la figura de la femme fatale, que implica la perdición absoluta del amante. Sin embargo, sí creo que el deseo necesita pronunciarse como aquello que sería pleno o absoluto, de no ser por...
En ese punto, creo que no hay película que sepa, o hable, menos de amor que la típica película romántica con final feliz. No quiero empezar con teorías conspirativas, pero el género romántico habla del consumo. En fin, lo dejo acá porque si no me pongo muy pesada. 

Hay una anécdota que cuenta Zizek en la que una mujer se le acerca y le dice que su pareja cree que si ella tuviera dos o tres kilos menos, tendría un cuerpo perfecto. Y Zizek piensa - o se lo dice- no bajes esos kilos. Porque ese ideal de belleza, su amante, sólo se lo puede construir en la medida en que el cuerpo de ella es así. 

Retomando, no se trata, simplemente, de decir que lo prohibido hace funcionar al deseo. Ni que el obstáculo sorteado culmine con un happily ever after - como sucede en las estructuras narrativas románticas-. El deseo se organiza alrededor del obstáculo; es obstáculo y condición. No creo que pueda suprimirse un rol sin que, automáticamente, se desvanezca el otro.

Por lo que cabría preguntarse -además de dar con el analista correcto- cómo hacer para ser más sanos pero no a costas de perder esa condición que nos posibilite el deseo. 

sábado, 2 de noviembre de 2019

Gorilas con navajas.



                                    




Por Maite Pil. 

Hace casi un mes que no escribo. Últimamente el blog me está costando. Me cuesta encontrar el tema y también el registro. Supongo que si la atención y el interés no son infinitos e inagotables, la escritura, tampoco. 

Además, los domingos de octubre se coparon de política. Y yo también. Por eso estuve pensando bastante en cómo se ha querido -con mucho énfasis en los últimos años- desmembrar al discurso político. Amputarle el fondo a la forma, demonizar a la forma para anular al fondo. 
Son dispositivos de vaciamiento que han tenido relativo éxito. Ahora, me pregunto, ¿corre con la misma desgracia el discurso amoroso? No sé. 
Encarnar a un discurso amoroso basado en las formas, implicaría renunciar a la neurosis- cosa que ya sabemos que es imposible-. Implicaría, incluso, una migración a cierta estructura perversa. No por nada el hombre feminista resulta tan sospechoso, artificial.  

Hace unos días tuve la oportunidad, y la suerte, de compartir un momento con una pareja. Digo suerte porque me clarificó, y escenificó, qué tipo de pareja no quiero formar jamás. No fumes acá, acomodate la camisa, pensá si lo que decís es gracioso. 

¿Qué tiene en la cabeza esa persona que se junta con otra persona para decirle quién tiene que ser, qué tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo? ¿Y qué tiene en la cabeza esa persona que se junta con otra persona para que le diga quién tiene que ser, qué tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo?

Esa díada putrefacta en la que la pasión y el - mal entendido- amor autorizan a los planteos más avasallantes y denigrantes. Uno asume un rol pseudo pedagógico y el otro asume un rol, esquivo, de aprendiz. 
No son roles absolutos. Porque hay malestares. No es que conformen a la pareja perfecta en tanto complementarios. Ninguno habita su posición con plenas facultades, derechos y beneficios. Emergen incomodidades, resistencias y hartazgos. Incluso atisbos de que la cosa no va por ahí. Claro,a ninguno le queda cómodo el traje de amo y esclavo. Pero una vez que la dinámica de la pareja arranca bajo esas normas, nadie sabe bien cómo abortar el mecanismo. 

Y me gusta traer este ejemplo acá porque estos dos roles, o posiciones, que describí, podrían estar encarnados por cualquier género. Y no hay lugar a la psicopateada ni al caretaje. La forma es una mierda y el fondo es peor. No hay buena manera de pedirle a un zurdo que escriba con la derecha. No existe. No hay engaño ni coacción.

Y es en este punto que me atrevo a suponer, si se me permite la elipsis argumental, por qué, en una ciudad mayoritariamente neurótica y analizada, prevalece la forma por sobre el contenido en materia política. Nos hemos convertido en sujetos, amantes, votantes, con dolo eventual. Dejaron de asustarnos los costos.  Es decir, sucumbimos a la pulsión de muerte. 
Tal vez, el triunfo del macrismo y cierta frustración amorosa, se deban al fracaso del psicoanálisis.
Somos neuróticos con necesidad de castigo. Somos gorilas con navajas.