Por Maite Pil.
No voy a terminar esto con un mensaje esperanzador. No soy una profeta del amor. O de las buenas costumbres humanas. Quiero decirles, simplemente, que vivir es una cosa tonta.
Aún así, a pesar de la ridiculez y de la experiencia de lo estúpido, hay un ser que te sigue gustando, que te sigue inspirando eso que creés que es amor.
Y lo veo en una foto con otra mujer y se me dilatan todos los vasos sanguíneos. Y me dan ganas de hablarle por el chat de facebook porque está conectado, y me dan ganas de pararme frente a su existencia porque creo merezco una explicación.
Y él qué culpa tiene?
Ninguna.
Él no tiene la culpa de que la vida haya sido construida de esta forma.
Ni de que sus ojos me parezcan los más lindos del mundo. O que su pecho, en esa absoluta coherencia entre piel y pelo, me pierda.
Y me dan ganas de agarrarlo, de hacerle el amor y que me dé un orgasmo.
E incluso tengo ganas de que me decepcione. Para hacerme sentir vibrar. Llorar. Pensar en la injusticia.
Para hacerme sentir viva. Conmocionada, atravesada por la experiencia humana.
Porque las veces que pensé en él sin extrañarlo, sin aborrecerlo, sin amarlo, me sentí tan fuera del mundo. Tan fuera de mi cuerpo. Tan fuera de todo lo que vale la pena y lo que no vale pena.
No sentí nada.
Él no tiene la culpa.
Nadie tiene la culpa de que yo no sepa cómo vivir. O cómo amar. O a quién. O a quién no.
Nunca me sentí tan estúpida como esa vez en que descubrí que nadie, nadie, sobrevive al tiempo.
Que a los que amé ya no amo y al que amo algún día dejaré de hacerlo. O no.
Pero nada me va a salvar del acto más inútil y paradójico de mi existencia: desearte para sentirme viva, amarte para desearme muerta.
No voy a terminar esto con un mensaje esperanzador. No soy una profeta del amor. O de las buenas costumbres humanas. Quiero decirles, simplemente, que vivir es una cosa tonta.
Aún así, a pesar de la ridiculez y de la experiencia de lo estúpido, hay un ser que te sigue gustando, que te sigue inspirando eso que creés que es amor.
Y lo veo en una foto con otra mujer y se me dilatan todos los vasos sanguíneos. Y me dan ganas de hablarle por el chat de facebook porque está conectado, y me dan ganas de pararme frente a su existencia porque creo merezco una explicación.
Y él qué culpa tiene?
Ninguna.
Él no tiene la culpa de que la vida haya sido construida de esta forma.
Ni de que sus ojos me parezcan los más lindos del mundo. O que su pecho, en esa absoluta coherencia entre piel y pelo, me pierda.
Y me dan ganas de agarrarlo, de hacerle el amor y que me dé un orgasmo.
E incluso tengo ganas de que me decepcione. Para hacerme sentir vibrar. Llorar. Pensar en la injusticia.
Para hacerme sentir viva. Conmocionada, atravesada por la experiencia humana.
Porque las veces que pensé en él sin extrañarlo, sin aborrecerlo, sin amarlo, me sentí tan fuera del mundo. Tan fuera de mi cuerpo. Tan fuera de todo lo que vale la pena y lo que no vale pena.
No sentí nada.
Él no tiene la culpa.
Nadie tiene la culpa de que yo no sepa cómo vivir. O cómo amar. O a quién. O a quién no.
Nunca me sentí tan estúpida como esa vez en que descubrí que nadie, nadie, sobrevive al tiempo.
Que a los que amé ya no amo y al que amo algún día dejaré de hacerlo. O no.
Pero nada me va a salvar del acto más inútil y paradójico de mi existencia: desearte para sentirme viva, amarte para desearme muerta.