viernes, 24 de febrero de 2012

Estrenamos Ciclo de Cine del Blog!!!

Por Flor Bea y Maite Pil

Quisimos verles las caras. O que nos las vieran a nosotras. No, no es cierto: queremos ver cine y que ustedes lo vean. O... mejor dicho: ¡queremos ver cine con ustedes! Así que se nos ocurrió la idea de organizar este ciclo para proyectar películas que nos lleguen de algún modo al corazón.
"Paper Heart", de Nicholas Jasenovec, es la primera que vamos a proyectar, el viernes 2/03 a las 20.30 hs. para empezar a pasar la peli a las 21. ¡Ojo!, que a las 21 hs. el timbre se desconecta y ya no pueden ingresar, así que está bueno que lleguen entre las 20.30 y las 21 hs. (hay barra para que tomen algo y un hermoso balcón para que miren verde y cielo).

Acá más datos:
Entrada $10 únicamente con reservas a:
(La dirección exacta la damos cuando nos hacen la reserva vía mail)

¡Al finalizar la peli habrá debate y antes de que empiece intercambiaremos un par de copas y palabras!

Los vemos por allí.
Acá, un trailer para los ansiosos:




viernes, 17 de febrero de 2012

El arte de amar las despedidas.





Por Maite Pil

Me levanté a la mañana con la certeza de que había hecho las cosas muy mal. Uno de esos bochornos indignos que una crea . Tan mala era mi percepción del asunto que ni resaca sentía. Lo llamé por teléfono la noche anterior, borracha, enojada, lo llamé ya sabiendo todo lo que no iba a ser nunca.  Y mucho menos lo será con la actitud lamentable que tuve. Porque son espirales. Es como la vez que agarré la bicicleta y me mandé por la bajada del garaje de la casa linda. Mi casa vecina de la niñez. El ruido que hice al chocar contra el portón fue de gran magnitud. Pero ahora no hacen ruido. No siempre nos avisan. Ojalá las cagadas que uno se manda tuvieran ringtones al menos.  
Yo tenía razón. Él no me quería como yo lo quería ¿Pero eso me daba derecho a dejarle cinco llamadas perdidas un sábado a la noche? No sé si me daba derecho, pero que me dio vergüenza, eso desde ya.
Entonces me desperté ya planeando la despedida dramática. En eso sí que soy buena. Me levanté de la cama, me tomé un café y fui a la vuelta. Entré a Librería Norte y le pedí a una mujer que estaba ahí “El arte de amar”. Lo tenía, para mi asombro. Capaz hubiera preferido pasarme el día tratando de conseguirlo. La tapa estaba un poco manchada, no es la primera vez que me pasa, ya me pasó con una novela de Leonard Cohen, pero bueno, son libros. Si fuese ropa interior no volvería jamás.
Llegué a casa llorando, con el libro en una bolsita y dos señaladores.
Le escribí una breve dedicatoria en una de las hojas de cortesía: “El amor pide amor, lo pide sin cesar, lo pide aún…Justamente con amor, Maite”. Es una cita de Lacan. Mi preferida tal vez.
Después del libro restaba llamarlo, asumir mi error, dar un paso al costado, y mandárselo por correo o con una moto. Para que amase a otra…¿Para que supiera amar a otra?
No, no, no. Era para generarle culpa, que la culpa le hiciera sentir que me amaba y que entonces me aprendiera a querer mejor. O no generarle culpa, pero que viera una actitud noble en mí. O que simplemente el miedo de perderme lo obligara a un gesto heroico.
El problema fue que lo llamé y me atendió con la mejor onda. Nunca se enteró de mis berrinches de llamadas perdidas. O se enteró y no le importó.
No supe si ponerme contenta o no. Pero al rato entendí que no estaba contenta. Nos íbamos a ver esa noche como si nada. Arranqué la hoja de cortesía con la dedicatoria. Me quedé el libro.
Esa noche no tuvimos sexo. Me levanté de la cama y fui al sillón a llorar. Supongo que eso destrozó dos egos. Después del llanto volví a la habitación, a dormir. Le habré besado el cuello, no me acuerdo, ojalá lo haya hecho. Él solía estar mirando hacia la otra pared. Hoy entiendo que yo adoraba que durmiéramos sueltos. 
Al día siguiente me despidió con un abrazo. 

miércoles, 8 de febrero de 2012

Erótica reconciliación muerta

Por Flor Bea

“People have so many problems with love, 
always looking for someone to be… their soufflé that can’t fall”.
Andy Warhol
 

Afuera el mar golpeaba contra unas rocas. El sol ya estaba bajo, en cualquier momento caería la noche. Era nuestro reencuentro; yo había salido de Buenos Aires hacia Colonia. Él me esperó con su auto en la terminal de buques donde nos encontramos y fuimos por la ruta de la costa directo hasta la posada. En el auto, miré por la ventanilla: afuera, el cielo y el mar uruguayos; giré la cabeza y en el reflejo del parabrisas: sus ojos, de idéntico color que aquello.

No bien entramos en la habitación, me penetró el olor a madera de pino que venía de cada mueble. Dejamos los bolsos tirados en el piso, nos besamos apenas un poco sólo para confirmar que por fin estábamos juntos, y fuimos a la playa. Era un atardecer espléndido. Íbamos de la arena al mar, del mar a la arena, para cubrirnos y enjuagarnos. Entibiarnos y refrescarnos.
En uno de los baños, descubrí que me gustaba besarlo mojado y pasarle la sal de los labios a la lengua. Allí en el mar, también pensé que, con una técnica similar, él podía entrar en mí y pasarme la sal de su pene a lo más profundo de mi vagina. Mientras yo pensaba eso, envuelta en sus brazos, sintiendo que los cuerpos no pesaban nada y que la única consistencia que quedaba de ellos estaba concentrada en nuestros genitales, uno erecto y el otro goteando, él me corrió la bombacha blanca de la bikini con dos dedos, con un tercero me rozó el clítoris y lo deslizó hasta el agujero para dejarlo entrar apenas un poquito, como quien tantea la temperatura de un líquido vertido en un recipiente. Pensé en agarrarlo fuerte de la muñeca y con un mínimo pero certero movimiento de palanca hacer que ese dedo se enterrara entero, pero él, que tenía sus labios apoyados en mi oreja, me susurró “te quiero hacer el amor”. Creo que contuve un gemido y agarrándome fuerte de sus caderas tuve intenciones de besarlo con todas las partes de mi boca, de succionarle la lengua, de morderle los labios, de llenársela de mi saliva, pero él pasó sus labios por mi mejilla y cuando llegó a mi boca tocó apenas la comisura con la punta de su lengua y enseguida la retiró, como se retiraba la espuma de la orilla con el viento. Ese mismo viento me había puesto duros y oscuros los pezones, que él podía espiar a través de la parte de arriba de mi bikini blanca mojada, entonces transparentando. Luego, él giró como si bailara, enroscándome la cintura con su brazo grueso, que sobre mi panza parecía una anaconda, y se paró detrás de mí, apoyándome su cuerpo entero. Desde ahí atrás me corrió el pelo chorreante a un lado y estacionó su mano derecha entre mi ombligo y mi pelvis mientras con la izquierda rozó uno de los pezones erectos. Él estaba danzando sutilmente conmigo en el agua. Y ganándole al sol en la retirada: se zambulló en el mar y fue a dar varias brazadas. Yo estaba erotizada en cada poro de mi piel por cada una de sus sutilezas. Entonces hice la plancha y di bocanadas de aire que me permitieran repartir mejor la sangre por mi cuerpo, porque la sentía concentrada toda en un mismo lugar, que me latía más fuerte que el corazón.

Al anochecer estábamos en la habitación. Él se dio una ducha en el tiempo que yo comí dos duraznos que estaban bien fríos. Le pasé crema post solar por la espalda y entré yo a bañarme. Aún hacía mucho calor aunque el sol se hubiera retirado. Me vestí sólo con una enagua de seda y encaje negro. No me puse bombacha para evitar encerrar lo que podía estar a su aire, cosa que siempre me pareció sensata en vacaciones. Los breteles, tan finitos, no me molestaban nada a los hombros y el encaje quedaba apoyado sobre mis pezones. Sentía la seda fría sobre mi piel acalorada. Tal vez fue esa temperatura y la textura apenas reposada del encaje lo que hizo que se me pararan los pezones nuevamente, así, tan negros. Él me miró; tenía la toalla atada a la cintura y pude ver cómo se levantaba a causa de su erección.

Fue entonces cuando me empujó y caí sobre la cama. Al levantarme la enagua descubrió que no llevaba bombacha: me tocó y me encontró más jugosa que los duraznos. Con la otra mano, porque una sola suya enorme bastaba, me juntó las muñecas por encima de mi cabeza. Entonces, tras deslizar la mano que tenía en mis jugos hasta el encaje de mi enagua, me penetró lentamente pero de un solo movimiento cierto. Pasó como un desliz; sin embargo, pude sentir cada pliegue de su piel en las paredes empapadas de mi vagina.
Ahora empujaba, empujaba para hacer evidente que ya no quedaba nada por entrar y todo por mover, por agrandar. Yo arañaba la sábana con los pies, estiraba y flexionaba las piernas hundiendo el colchón con el talón, y movía apenas los dedos de las manos para no olvidarme de esa parte del cuerpo, para no dejar de sentir esa contención. De pronto, giramos y yo quedé arriba. Sobre la cama nuestros cuerpos tampoco parecían pesar, ya no había ni ley de gravedad.
Apoyé mis piernas sobre las suyas, empeines con empeines. Hice encajar cada parte de mi cuerpo con la misma del suyo, a la perfección; éramos una sola silueta, desde el aire se habría visto como uno solo cuerpo. Mis tetas, totalmente aplastadas en sus pezones. Boca con boca, ojos con ojos y los teníamos abiertos. Yo también estaba dentro de él. El aire que yo exhalaba era tragado por él y a la inversa. Teníamos los brazos estirados a la altura de los hombros y las manos abiertas, palma con palma. Me quedé quieta, la imagen era perfecta. Él me latía adentro, yo sentía que se ensanchaba todo, hasta el océano. No me movía más que lo que el cuerpo por respirar así se mueve. Y entonces hubo un grito, uno sólo que explotó en la unión de esas bocas, sin escaparse ni la más mínima vibración por las comisuras. El afuera no existía.

Sentí que entre su pelvis y la mía había un charco de líquidos. De a poco, él se fue saliendo y yo decidí acompañar esa desvinculación corriendo de a una las partes de mi cuerpo: bajé mis piernas al costado de las suyas para que quedaran intercaladas; saqué mis ojos de los suyos y miré a la ventana; deslicé mis manos por sus palmas y sus brazos hasta apoyarlas en el colchón; elevé mi torso para que mis tetas colgaran. Después me sentí agotada y me tiré de manera desordenada sobre él, y otro poco sobre el colchón. Ahora sólo quería despatarrarme, que él se moviera, me abrazara, sonriéramos, e incluso me hiciera cosquillas: yo lo estaba liberando. Pero él me preguntó:
–¿Por qué lo estás jodiendo todo?
Le eché una mirada tibia. Sentí un profundo ardor en la garganta, un sabor ácido a vómito frustrado. Me paré de la cama y salí al balcón a fumar un cigarrillo.

Afuera el mar golpeaba contra unas rocas. Él me rodeó por atrás con sus brazos y me susurró en el oído “yo quería hacer el amor con vos”. Yo apreté tan fuerte los párpados que me cayeron chorros de lágrimas. Me di vuelta con fervor y pensé en recordarle el momento en que él me había tirado sobre la cama y amarrado las muñecas sobre la cabeza, pero no estaba segura de que tuviera que ver. Algo era cierto: habíamos ido a la playa para recuperar lo perdido tras meses de gritos negros seguidos de silencios grises; para reconciliarnos y volver a estar juntos para toda la vida. Y sin embargo, había aún algo que no nos sabía mostrar si liberarse era llegar a la soledad o aprender a amar al otro.

Decidí volver al mar. Le pasé por un costado y fui hasta la puerta de salida.
Pero en cuanto la abrí, se me vino la pregunta que tenía que vomitar, la que me ayudaría a aplacar la frustración:
-¿Y yo qué te hice hoy?
-Nada –me respondió. 
Entonces salí en enagua, sin saber si regresaría.