Por Maite Pil
Hoy estuve hablando con una de mis hermanas sobre la vida y
el amor, hablamos sobre todos esos rollos coincidentes, los que tenemos en
común, esos que nos hermanan más, y esos otros que no tanto.
Y en esa charla —que solo podría haberse dado con ella, así
como otras charlas solo podrán darse con otras personas— llegué a la conclusión
de que una de las cosas que a mí me permitieron poder pararme de otro modo en la
vida fue descubrir que, a fin de cuentas, ser amada por un hombre no es tan
especial. Ni es tan especial —como lo imaginaba a mis 20 años, que se me iba la
vida en buscarlo—, ni es tan meritorio.
El amor —erótico, digamos, cosa a la que le he dedicado, y le dedico, millones de horas de práctica y de teoría— es algo bastante más ordinario y accidental de lo que uno tiende a suponer. Sin embargo, las personas —no todas, las que podemos, al menos, porque no se tiene esta patología solo por desearla— insistimos en esta idea de que el amor es el sentimiento más elevado que podemos experimentar. Y como si esa ficción no fuese suficiente, nos creemos que el amor que recibimos, o el que potencialmente podríamos recibir, tiene una relación directa con nuestro ser —o en su otra vertiente, creer que el amor que recibimos debe ser proporcional al que damos—.
Si se ponen a pensar, todos hemos buscado amor por
diferentes vías y en distintas personas. Y hasta hemos sido capaces de que nos
gusten cosas muy disímiles. No obstante, la escena que nos armamos de nuestro
rasgo amable, en tanto digno de amor, es constante. Pueden variar dos o tres
cuestiones satelitales, pero, en general, insistimos en ser amados por algo, pongámosle
X.
Entonces vamos con nuestro X a cuestas, mostrándolo,
ofreciéndolo, o escatimándolo; y a veces nos va un poquito mejor y a veces nos
va un poquito peor. Y llega un punto en que hasta podemos empezar o retomar un análisis, y nos preguntamos por qué, por qué no se nos da en el amor si tenemos
X. Capaz que nos vayamos de ese análisis mejores, capaz que nos sintamos
estafados, o capaz que nunca nos vayamos. Y eso también será accidental, porque
en el análisis también se juegan las cosas del querer.
Me gusta la palabra accidente y la traigo, un poco a
repetición, porque habla de ciertos hechos azarosos que pueden tener un tinte
trágico como un tinte dichoso. Como le decía hoy mi hermana, tus accidentes devienen
siempre en regalos, otra gente tiene un accidente y se quiebra una pierna.
En fin, el punto es que el amor es accidental, por lo tanto,
no hay mérito ni mística. No hay orden divino, tampoco nos aman por X, si nos
aman, lo hacen por cualquier otra letra. Hacer carne esto es un alivio —no uno
intelectual, claro, menos que menos si se es un obsesivo—. Pero para que el
alivio sea genuino, primero debe ser carne y luego idea. No funciona al revés.