Por Maite Pil.
El domingo pasado, cuando me enteré de que iban a suspender las clases, me enojé. El lunes estuve todo el día a las puteadas, el martes, también. El miércoles me angustié y, para cuando decretaron el aislamiento obligatorio, ya estaba entregada. No siento ansiedad, no tengo planes ni fantaseo con hacer cosas para cuando volvamos a la rutina. Tampoco me prometo cambios para cuando todo termine, ni ando romantizando la vida como la conocía hasta antes de todo esto. No estoy pendiente de las fechas, es más, pienso que todo puede extenderse más allá de lo imaginable. Considerar esa opción me tranquiliza. Ejercer mi maternidad me entrenó en este sentido, como ya lo he dicho en otras oportunidades. Me enseñó a ser impotente sin volverme loca.
Estuve leyendo varios artículos sobre la sexualidad en tiempos de pandemia. Y me causaron un poco de gracia, algunos, debo decir. Pareciera que muchos se olvidaron de que antes tampoco teníamos el encuentro con un otro garantizado. De hecho, era una queja constante: se puede y no se quiere. Pero bueno, supongo que los seres humanos funcionamos un poco así, necesitamos de ese obstáculo externo para convencernos de que sin él todo sería diferente y mejor.
También están los que consideran a la masturbación como una forma útil de suplantar el acto sexual. Y se creen revolucionarios por escribir sobre eso. A mí me parece lo contrario, de hecho. Se justifica una práctica que no necesita justificación alguna. Y, además, se reduce la sexualidad a una suerte de mecanismo de descarga.
Estamos frente a una situación atípica, inédita. Estamos todos arrebatados, se nos impuso otro mundo, otra realidad. Una que pulveriza al sujeto capitalista. Ese que cree que todo lo controla y que acopia recursos materiales para establecerse sus propias reglas y prescindir del otro, o para hacer del otro un instrumento más. En este sentido, pienso que este presente, de limitaciones, miedos e incertidumbres, se le parece bastante a experimentar el amor.