Por Maite Pil.
Jamás escuché a un hombre decir que una mujer- por más males que le ocasionara- fuese perversa. Digamos que, vulgarmente hablando, lo que nos cabe, si de algo quieren acusarnos, es de ser locas o histéricas. Erráticas o indecisas. Por el contrario, entre mujeres, la figura del perverso, incluso la del psicópata, son moneda corriente. Rápidamente le suponemos cierto goce maligno y direccionado a quien nos hizo pasar un mal trago.
Estas expresiones que, repito, utilizamos vulgarmente y en nuestro lenguaje cotidiano, son interesantes para pensar cómo reproducimos, sin advertir demasiado, posiciones de poder y sometimiento.
Hace poco una amiga me contó de una situación que vivió con un hombre; él le pedía una serie de cosas a cambio de otras tantas. Ella cedió, no muy convencida, y la angustia se le impuso. Cuando me lo relató, por supuesto, le asignó al muchacho el diagnóstico de perverso.
Sin juzgarla a ella, y mucho menos a su angustia, me pregunto hasta qué punto las mujeres de hoy- que estamos tan advertidas respecto de lo que se supone son manejos propiamente masculinos- tenemos derecho a angustiarnos por un pelotudo: No es lo mismo la torpeza que la perversión.
Pensar que un hombre es siempre consciente de los alcances de sus actos es atribuirle un conocimiento respecto de lo femenino que, probablemente, no posea.
Pienso entonces que, desde algunos discursos feministas, se alimenta una noción de mujer víctima que no contribuye a mejorar los vínculos que quedan por fuera de la violencia machista y lo patológico. Qué pasa allí donde, simplemente, la cosa no funciona: ¿No es hacer trampa considerar patológico todo aquello que no nos sale como esperábamos?
Hace no mucho tuve una cita con un señor que me dijo que tenía que sentirme empoderada, que yo era una sobreviviente de la violencia machista. Y nunca más me escribió. Lo cuento así, con este reduccionismo tendencioso, para evidenciar que, en definitiva, no hay contradicción alguna allí. Que su elección - verme o no- poco tiene que ver con su posición ideológica.
Hay que hacerse cargo, también, de lo que pasa en un encuentro. O en un desencuentro.
De alguna forma, esto que señalaba al principio de tildar a los hombres de perversos, tan a la ligera, es apelar a una suerte de obediencia debida. Obedecer excluye a la elección. No se puede- y no porque yo lo diga- acceder al poder sin asumir la responsabilidad e incomodidad que esto supone.
Quedarse con la idea de que el poder es un beneficio es no haberlo ejercido.
Empoderarse es humano, responsabilizarse es divino.