miércoles, 26 de septiembre de 2012

Menos lindo cualquier cosa, Godot.



Por Maite Pil.

Menos lindo cualquier cosa, Godot.
Te dije casi aullando y vos no sabías.
Noche que nada cambia está vacía. 
Cuando estalle voy a salpicarte con mierda.

Menos lindo todas las cosas, Godot. 
Te dije escupiendo insultos y vos no asentías.
Culpa que no es bondad es cobardía. 
Cuando estalle voy a salpicarte con fuerza.

Atesorá la distancia.
El día que sea feliz voy a volver
Ya no a gritarte
Ya no a insultarte
Ya no a escupirte

Y atesorá el disimulo.
Porque voy a volver
Ya no a salpicarte
El día que sea feliz
Ya no voy a hablarte. 







lunes, 17 de septiembre de 2012

Tuve cita con un nerd

Por Flor Bea

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A mí me gustan varios tipos de hombre (o varios tipos directamente, pero suelo preocuparme por escoger solo uno) y de hecho los he probado diferentes. Y esto desde lo físico hasta lo más interior, si es que he llegado alguna vez tan profundo… En fin. Me gustan las citas, además, creo ya haberlo confesado en algún post y si no, sépanlo a partir de este. Sí, me gustan las citas; me gusta esa situación de cita de “te paso a buscar con el coche por tal lado a tal hora y estar preparándome sola en mi casa con música de fondo y poco pulso en las manos para pintarme las uñas de los pies debido a un cierto temblor que prefiero no asumir como nerviosismo pero que tampoco sé cómo bautizarlo para mentirles. Asimismo, no adhiero a las citas a ciegas, esas donde te vas a encontrar con alguien que nunca hasta entonces has visto, tal vez solo hablado un poco en algún chat (amén de que no chateo…).
Pero en esta ocasión, el fin de semana pasado para ser más precisa, tuve cita con un nerd a quien, por supuesto, ya había visto personalmente pero en un bar con poca luz y música bien alta. Además, no lo había visto parado y habíamos estado hablando solo un poco (del mismísimo bar), a los gritos por el ruido, y yo borracha. De modo que al día siguiente sabía que había conocido a alguien, me desperté con una sensación linda en la panza (a pesar del alcohol ingerido la noche anterior) pero a decir verdad no recordaba un carajo lo hablado (y su aspecto más o menos, más bien creo que lo que veía en mi recuerdo no era un recuedo sino una construcción mía, pero no quiero hilar tan fino). Igual, no me importó. El teléfono celular me sonó esa misma tarde, día siguiente de esa noche, y era él. Lindo momento. Me dijo de vernos al día siguiente para cenar y acepté, muy entusiasmada (me da ternura recordarme).
Me pasó a buscar con su coche. Mientras conducía acordamos ir primero al cine y luego por la cena. No tenía una voz especialmente linda pero pensé que podía con ello.
Estacionó el coche a tres cuadras de las salas de cine. Fueron tres largas cuadras. Entre otras cosas porque yo no sabía el camino (cómo me rompe las pelotas caminar por la calle con alguien hacia un lugar que no sé qué camino requiere, y entonces llegar a la esquina y amagar como una pelotuda doblar, porque me pareció entender que el otro iba a hacer eso, y chocarme con el otro que no dobla, porque era derecho…).
Cuando salimos del cine y volvíamos al coche, vi algo de su lenguaje corporal que ya me hizo sospechar lo que todavía no quería asumir: al llegar al cordón de la vereda, tras haber cruzado una calle, no subía el escalón como cualquier mortal, flexionando simplemente la rodilla; pegaba un saltito para alcanzar la vereda. Pánico.
Restaurante. Carta abierta en sus manos. Terminamos de elegir lo que queremos y se queda leyendo la carta como si fuera el diario. El mozo nos mira varias veces pero no viene. Yo le clavo la mirada a él porque estoy dispuesta a, en cuanto me la devuelva, pedirle con gestos o palabras, me da igual, que cierre la carta así el mozo entiende que ya sabemos lo que queremos, pero él no me mira, sigue leyendo “el diario”.
–¿Pedimos?
­–Sí, claro.
Levanto la mano y llamo al mozo. Estoy dispuesta a sacudir en el aire la servilleta como señal de socorro para que nos atienda de una puta vez (me cago de hambre).
Le pide la promoción de las patatas bravas que viene con tres cañas de cerveza por cinco euros (estamos en España) pero le explica al mozo que nos sobra una caña, que somos dos. El mozo no ve el problema, yo tampoco. Él insiste en explicar que sobra una caña. El mozo se cansa y dice:
–Bien, les traigo una porción de bravas y dos cañas.
Él se pone feliz porque siente que el mozo finalmente lo comprendió. Yo pienso que es la pelotudez más grande que vi porque nos va a salir más caro que la promo, pero a esa altura me la suda (como dicen acá).
Terminamos las bravas. Me pregunta si he probado las croquetas de jamón.
–No.
Las pide.
–Y la cerveza, por favor.
–¿Qué cerveza? –le pregunta el mozo.
–La otra caña.
–Ah, y otra caña, vale.
Mi dios, me agarro la cabeza porque ya entiendo todo.
El mozo viene con las croquetas y dos cañas porque tratándose de dos personas “españolas” nadie creería que nos vamos a comer una porción de croquetas compartiendo una caña… (ni tratándose de cualqueir nacionalidad, pero en fin).
Él se agarra la cabeza; espera, tímido, a que el mozo se vaya y me dice:
­–Entendió mal, nos faltaba una sola caña, nos trajo una de más.
Vale, yo a esa altura no quería saber más nada ni con las croquetas ni con él, pero sentí ganas de contestarle mal.
–No, no nos faltaba una caña; además qué, ¿íbamos a compartirla?
– Y sí, porque es la que faltaba para completar la promo de las bravas…
­–Ya, ya, lo interrumpí y probé las croquetas, que eran una delicia.
Volvimos al coche. Se agarraba del volante como si fuera a caerse por la ventanilla. Yo quería viajar sentada en el techo a esa altura. Pero él fue todo el viaje hablándome de su trabajo (con computadoras, claro) mientras se acomodaba los anteojos redonditos sobre la nariz, porque se le resbalaban por la transpiración. Y sí, España en verano está que arde.